duda, el cambio más visible que tuvo al mismo tiempo un efecto revolucionario fue la extensión de los ferrocarriles. El primero, el Ferrocarril al Oeste, arrancó en 1857 y para 1860 tenía apenas cuarenta kilómetros. En 1885, tenía seis mil, y para 1915 superaría los treinta mil kilómetros. La ampliación de la red de los ferrocarriles multiplicó por diez el valor de las tierras y por cinco el de las exportaciones en amplias zonas de la provincia de Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe. Y a la par de esta expansión, el capital privado y extranjero se convirtió en una presencia dominante, sobre todo (pero no solo) a través de préstamos y endeudamiento.[26]
El gaucho vivió la década de 1860 entre represión, guerra, reclutamiento y tributación. Resabio de una nación que se iba extinguiendo, podía convertirse ahora en un objeto en disputa. La glorificación del gaucho como representación de la bravura de los soldados patrios –como lo hiciera Lugones con su lectura del Martín Fierro en el siglo XX–, o su desprecio como materialización del atraso –como lo vieran Sarmiento y Borges– sobrevivió largamente al gaucho como actor social. Un mundo después, en 2019, un grupo de productores agropecuarios vestidos de gauchos atacaron desde sus caballos a activistas veganos en pleno barrio de Palermo, los rebenques y bombachas convertidos ahora en símbolo de tradición e imposición de jerarquías y hábitos. Pero como sujeto político y expresión de la plebe durante el siglo XIX, el gaucho iba a ser pronto reemplazado por otros imaginarios no menos interesantes.
Toda esta transformación multifacética puede amarrarse a tres hechos que le dieron un nuevo rostro a la élite y que dejarían una huella identitaria singular en el antipopulismo futuro. El primero tiene fecha en la mañana del 12 de abril de 1878, durante la presidencia de Avellaneda: ese día se produjo la primera exportación de trigo argentino. Aquellas 4500 toneladas de cereal expresaban a la nación que nacía: salían desde el puerto de Rosario, camino a ser el más grande del país, en media docena de buques con una primera parada en el puerto de Glasgow. El trigo había sido cosechado en la estancia La Candelaria, de Carlos Casado del Alisal. Llegado a la Argentina en 1857, Casado se convirtió en solo dos décadas en el latifundista más grande del país, accionista del flamante Ferrocarril Central Argentino, con propiedades que se extendían incluso al Paraguay, donde había aprovechado la Guerra de la Triple Alianza para arrebatar con testaferros enormes terrenos en el Chaco boreal. Casado fue también gobernador de Santa Fe, creador del Banco de la provincia, asesor de Avellaneda. Aquel embarque de un país que hacía pocos años importaba trigo fue el comienzo de un modelo económico, el agroexportador, que le iba a dar a la Argentina casi medio siglo de prosperidad inédita y que no desaparecería jamás de la estructura económica nacional. La relevancia de ese 12 de abril es solo comparable a la del 23 de mayo de 1877, cuando salió el primer cargamento de carne congelada. Así, en ese breve lapso de menos de seis meses tomaron forma las dos patas del modelo económico agroexportador determinante hasta el día de hoy.[27]
El otro evento se produjo un par de décadas antes, en 1845, cuando Ricardo Blake Newton regresó de Liverpool a Chascomús con dos cosas que cambiarían a la Argentina: cien atados de alambre y quinientas varillas de fierro. Con eso, Newton rodeó parte de su estancia, la Santa María, erigiendo así el primer alambrado del campo argentino y empezando la carrera que coronaría en 1855 Francisco Halbach, cónsul honorario de Prusia, quien fue el primero en alambrar la totalidad del perímetro de su estancia, Los Remedios, sobre el río Matanzas, a la altura de Cañuelas. Por primera vez en la historia del campo argentino, el alambrado remarcó los límites de la propiedad privada y, con ello, destacó su importancia. Mucho más que una razón técnica, ahora se podía tener una medida más clara de los terrenos, un control más estricto de la cantidad de animales y una certeza mayor de sus propietarios. El robo podía sancionarse con mayor precisión. La racionalización de las relaciones económicas (una demanda de viejo cuño: como dueño de un saladero junto a Dorrego, Rosas se quejaba en 1817 de los gauchos que entraban a su propiedad cazando ñandúes sin su permiso) era el otro gran cimiento para la modernización económica argentina.
De ahí que Sarmiento gritara en 1855, en las páginas de El Nacional:
“¡Cerquen, no sean bárbaros!”.
Ahí mismo se acabó la libre circulación del gaucho por la pampa que tanto asombraba a los visitantes, algo similar a lo que ocurre con el cowboy en los Estados Unidos para la misma época. En esa regulación del espacio se profundizaba un ejercicio de control sobre los cuerpos y los movimientos, y se establecía de forma aún más clara lo que era correcto y lo que no. Y al mismo tiempo, el alambrado fijaba por primera vez de forma visible un adentro y un afuera que iba a tener reverberaciones en todo el orden social. Mientras los de adentro ejercían una libertad protegida desde afuera por el Estado, los de afuera perdían la libertad que habían tenido y estaban condenados a ser el objeto de disciplinamiento de ese Estado que debía resguardar la propiedad. Tener y no tener arrancaba en la riqueza, pero iba mucho más allá.[28]
El tercer elemento, finalmente, era cómo fundamentar la exclusión de la enorme mayoría de la población de las decisiones que los involucraban como parte del país. Legitimar la exclusión no era un problema menor, ni en el momento ni hacia el futuro. La explosión económica de las últimas décadas del siglo había generado una desigualdad sin precedentes. El sueño sarmientino de los granjeros norteamericanos, que ni siquiera era del todo cierto en los Estados Unidos, se hizo realidad en amplias zonas de La Pampa y ayudó a desarrollar una amplísima clase media. Pero el grueso de aquella prosperidad inédita quedaba en las manos de comerciantes conectados con el exterior y grandes terratenientes. Por fuera de la región pampeana y de Tucumán, el interior participó de este período de gloria más como espectador y consumidor que como protagonista. La Argentina iba camino a ser rica, su ingreso per cápita era superior al de Francia, pero hacia fines de siglo, los palacios de los ricos en Buenos Aires estaban a escasas cuadras de los conventillos de los pobres. Una distancia geográfica breve que realzaba la enorme distancia social. ¿La política democrática podía ser el lugar en el que las masas buscaran achicar esa brecha y cuestionar los fundamentos de esa injusticia?
No. Para mitigar esa consecuencia posible de la política de masas estaba a mano el legado que Alberdi había dejado en sus Bases: la república posible. El desafío argentino a la salida del rosismo era ser un país próspero y estable. Aquella mirada repetía la idea del problema externo a la política: las causas de la violencia e inestabilidad estaban afuera de, y antes que, la política, y ahí debían solucionarse. La única tarea del gobierno debía ser facilitar la llegada de capitales e inmigrantes extranjeros. ¿Cómo hacerlo? Garantizando la libertad y el orden en el comercio y el derecho, pero restringiéndolos momentáneamente en la política para evitar turbulencias. En la idea alberdiana, las restricciones a la libertad política de masas eran el único medio para lograr la libertad política de masas. Luego, con el tiempo, cuando la dinámica social moderna hubiera dado sus frutos, la libertad política reinaría en la patria. Se culminaría así la evolución desde la república posible a la república verdadera.
Ahí está, flamante, la idea de la transición como una instancia en la que el presente de las masas se disuelve en una apuesta al futuro. Claro que la generación del 37 estaba rodeada por la violencia rosista, a la que veía como el derrape de los sueños revolucionarios de Mayo, y leía en los diarios (o reconocía en sus viajes) las revoluciones de 1848 que en Europa habían pulverizado los sueños de incorporar a las nuevas masas urbanas en el viejo orden monárquico. Europa había visto caer regímenes legendarios en revueltas iracundas, no era cuestión. ¿Cómo fundamentar la exclusión política en una generación que tomaba el legado de una revolución que se había concebido como profundamente igualadora? Como claudicación de su proyecto libertario, la república posible parecía al menos una respuesta a una coyuntura particular.[29]
Lo que el tiempo iba a demostrar era que el argumento de la transición como una espera que nunca termina es intrínsecamente ahistórico y está en el corazón de la idea de modernización. Tras la caída de Rosas, Alberdi mismo va a tratar de atenuar la idea de la espera, sin demasiado éxito. Primero, entre 1862 y 1880, el proceso de organización del Estado nación y la concreción de su mapa político (incluida la Guerra de la Triple Alianza que liquidó al