Josef Pieper

Introducción a Tomás Aquino


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de la «huida de Montecasino a Nápoles» ya se pueden advertir varios de tales ingredientes. En primer lugar, la lucha entre el Emperador y el Papa que iba a conmover a la Cristiandad y la iba a empujar a una nueva estructura. En segundo lugar, la salida del monasterio benedictino, concebido feudalmente con características de la Alta Edad Media, que ya no conservaba virtualidad representativa alguna ni ninguna posibilidad eficaz para los tiempos que corrían. En tercer lugar, la entrada, no sólo desde el antiguo monacado en la ciudad, sino incluso la entrada en una Universidad, en la primera Universidad estatal en el sentido propio de Occidente, hacía poco fundada por Federico II. En cuarto lugar, el encuentro con Aristóteles, que precisamente en esa Universidad, conscientemente mundana, no podía evitarse en absoluto y que, por entonces, en ninguna otra Universidad podía haber sido tan hondamente posible. En quinto lugar, la confrontación con el tremendo dinamismo del «movimiento de pobreza», con las primeras generaciones de las Órdenes mendicantes, un encuentro que, de nuevo, sólo podía tener lugar en una ciudad. De estos puntos, sobre todo de los tres últimamente citados —Universidad, Aristóteles, movimiento de las Órdenes mendicantes— hay que hablar todavía en detalle.

      Tomás llega a la Universidad occidental por antonomasia, primero como estudiante; más tarde será uno de sus más grandes maestros. En París, precisamente el año de su llegada, 1245, ha empezado a enseñar Alberto Magno. Aun cuando se hubiese buscado en todo Occidente no se podría haber encontrado para Tomás ningún maestro más significado ni más moderno. Ambos marchan juntos a Colonia donde Alberto ha de erigir una escuela de la Orden. En este tiempo de aprendizaje en Colonia junto a Alberto, en el que por cierto coincide la colocación de la primera piedra de la catedral, se encuentra Tomás, en la persona de su maestro, con un ingrediente básico, del todo nuevo, de la mentalidad occidental, con el neoplatonismo. Precisamente en los años de Colonia, Alberto Magno se ha entregado al estudio de Dionisio Areopagita, aquel místico neoplatónico que mediante su apariencia de autoridad —era el discípulo de San Pablo del que hablan los Hechos de los Apóstoles— mantiene presente la herencia platónica en el Occidente cristiano, fascinado por Aristóteles.

      A los veintisiete años es llamado Tomás a París para trabajar en primer lugar como maestro en la escuela de la Orden dominicana, en el convento de Saint Jacques. Más tarde llega a ser profesor de Teología en la propia Universidad, frente a una considerable oposición, que no se dirigía tanto contra su persona como contra la influencia cada vez más fuerte de las Órdenes mendicantes en la Universidad. Tomás se verá afectado muy drásticamente por estas disputas. Será necesaria una gestión del mismo Papa para obligar a la Universidad a levantar el boicot que sobre él pesaba, lo que tiene lugar, bajo aquella presión, en el mismo día por cierto que para Buenaventura; ambos —Tomás y Buenaventura— son citados por su nombre en el escrito del Papa. Pero a pesar de todo, hay que poner de relieve el hecho asombroso de que en los primeros escritos de Santo Tomás, surgidos entonces, no aparece turbación alguna ni siquiera en una frase; quien lea estos opúsculos, por ejemplo el De ente et essentia, apenas podrá creer que no hayan sido escritos en la tranquila paz de una celda conventual. Pero también esto es algo nuevo en la imagen del hombre encarnada por Tomás: la clausura se convierte en clausura interior, en una celda de contemplación erigida y conservada interiormente, conservada a través de la agitación de la vita activa, de la enseñanza y de la discusión intelectual.

      En 1269, esto es, apenas dos años después, tiene lugar un hecho sorprendente y poco común. La dirección de la Orden le llama por segunda vez a la Universidad de París. La polémica de los mendicantes se ha agudizado y radicalizado allí considerablemente; ya no se trata de cátedras, sino de doctrinas, de los fundamentos del ideal de la Orden. Pero esto es solamente un tema. Más importante es la discusión con dos posturas filosófico-teológicas fundamentales que afectan muy de cerca a aquélla, cuya formulación, aclaración y defensa había sido hasta entonces la propia tarea, precisamente el único afán del propio Tomás. No podemos ahora exponer los detalles; baste decir que se ve amenazado lo que al principio hemos llamado la configuración de lo específicamente «occidental»; y se ve amenazado al mismo tiempo por aquellos que se preocupan de la custodia de la herencia cristiana y por aquellos que pervierten por exageración el nuevo y atrevido ímpetu de Tomás. Es curioso que Tomás se encuentre en este trance totalmente solo. Se produce un hecho asombroso: este maestro, tanto de nacimiento como por inclinación y gracia, no tiene ningún discípulo de talla; tampoco tras su muerte hay nadie capaz de custodiar y defender la herencia del maestro con una fuerza de convencimiento al menos de la misma calidad. Tomás, pues, se encuentra solo y se pone a trabajar con una terrible vehemencia. Apenas puede creerse lo que en estos últimos años parisienses —otra vez son solamente tres— escribió: Comentarios a casi todas las obras de Aristóteles, un Comentario al libro de Job, al Evangelio de San Juan, a las Epístolas de San Pablo; las grandes Quaestiones disputatae sobre el mal, sobre las virtudes, la vasta segunda parte de la Summa Theologica. Con ello no se aparta Tomás de la polémica, sino que sus trabajos son precisamente aportaciones a la misma, aunque no considerase a sus escritos como propiamente polémicos. La discusión se hace tan aguda que parece ser que la dirección de la Orden, precisamente para suavizar un poco la lucha de los espíritus, decide inopinadamente que