Fernando Díez de Urdanivia

Su majestad el albur


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relacionar albur y expresión literaria, porque según el autor salen del mismo venero que es talento del ser humano, emprendedor de tantas cosas con el ánimo de inventar la vida.

      ¿Camino sin andar?

      Cuando se pisan sendas no frecuentadas, el peligro está, más que en perderse, en buscar recursos vanos; dar vueltas inútiles; iluminar con linternas apagadas.

      Las rutas hacia el albur han sido sinuosas y siguen bordeadas de precipicios. El barranco más difícil de salvar quizás sea el de los prejuicios, donde cumplimos con el postulado del filósofo español Julián Marías (1914-2004), haciendo el papel del “hombre que no sabe no saber”.

      Caminar por este libro, o cualquier equivalente, presupone un ánimo de aventura, pero también de sosegado hallazgo.

      Piso resbaloso

      Todo léxico cambia con los tiempos, las regiones, los países, las culturas, las diferencias sociales. Lo que puede soltarse sin temblor de voz en algunos lugares o ante ciertas personas, se debe callar en otras latitudes o cuando el auditorio pueda escandalizarse.

      Pronunciar albures ante damas y niños, hace años podía hacerse sin riesgo, ni remordimiento, con la certeza de que ni unas ni otros habrían de entender lo que oían. Hoy existe el riesgo de ser irrespetuoso o, peor aún, de convertirse en víctima de los retruécanos que puso en marcha, pues muchas madres y críos harán uso de la más enterada palabra.

      El albur no se enseña ni se aprende. No conozco ninguna universidad que ofrezca maestrías. Es patrimonio colectivo del que cada quien toma la parte que le corresponde según su ingenio; conforme a sus habilidades para pensar con presteza; de acuerdo con su pericia y según su aplomo. Hay quienes jamás echan albures; afirman que son “impropios” en vez de confesar que carecen del don divino que se llama gracia.

      No es el individuo, sino la colectividad, la creadora y guardiana del mayor acervo de palabras que se pueden emplear en el habla cotidiana o en las excelencias de un poema. No escribo, me dictan, es algo que muchos literatos repiten en todo tiempo. El poeta simbolista Arthur Rimbaud (1854-1891) fue más lejos: “es falso decir yo pienso. Se debería decir se me piensa”. Yo no albureo; los mexicanos alburean en mí.

      Carlos Fuentes (1928-2012) ha dicho que Latinoamérica debe inventar su lenguaje. Pocas invenciones con mayor poder de difusión que el albur en México, depósito inagotable de impertinencias convertidas en gusto que nos ayuda a sacarle la lengua a la vida.

      El albur fino, que idealmente no debe contener palabrotas, puede ser el de mayor eficacia devastadora y lleva la ventaja de poner fuera del juego a los que esperaban una sarta de majaderías.

      De las recolecciones al estudio

      Alfonso Reyes (1889-1959) declaró Picardía Mexicana un libro “que todos los mexicanos hemos soñado escribir”. Su autor Armando Jiménez falleció recientemente. Reconocido maestro de la palabra, su repertorio de albures le permitía tener uno para cada ocasión, y cuando estaba en confianza podía hacer de su plática el escarnio de todos los presentes, al modo de charla normal. Una relectura de aquella obra, que tanto revuelo provocó y hoy sigue causando curiosidad, por una parte confirma lo volátil del idioma y por la otra inspira la inquietud de usar el tema para estudios actualizados.

      Lo que Armando hizo, con indiscutible mérito, fue más una recolección que un examen; un rastreo que una labor lingüística. Su obra consigna metas, pero no muestra caminos. Exhibe efectos, pero no causas. Nadie como él ha logrado tal acopio de materiales, que son magnífico punto de partida para la profundización. Su apoyo a la teoría del albur como creación exclusivamente mexicana no se puede compartir, en la medida en que se tiene acceso a lo que existe en otros países.

      Con habilidad impar, Jiménez reúne expresiones albureras escondidas en versos de diversa índole, algunos de tradición anónima; otros recogidos por autores como el michoacano Teófilo Pedroza en su poema El Ánima de Sayula, que fue piedra de escándalo durante las primeras décadas del siglo pasado. Cuando a Armando Jiménez se le saludaba por la tarde, respondía invariablemente: “Muy buenas las tengan ustedes y las pasen mejor”.

      ¿Desde cuándo habla el ser humano?

      Respetables estudiosos continúan sin ponerse de acuerdo sobre el nacimiento de las palabras. Unos dicen que surgen de la entraña humana; otros, que las cosas han impuesto sus nombres. Los hay que defienden la tradición bíblica y aseguran que Adán apareció hablando; algunos se van por el proceso evolutivo, y no siempre ponen cimientos sólidos a la Babel de las 6 mil lenguas que hay en el mundo.

      Existen nueve ramas lingüísticas, entre las cuales el común de los occidentales no pasamos de medio conocer la griega y la germánica. El chino mandarín es hablado por cerca de mil millones. Se sabe que hay más de 400 millones de hispanohablantes.

      Predominan dos hipótesis sobre las lenguas: una de Merritt Ruhlen (1944) quien dice: “en mi opinión todas las lenguas vivas provienen de una sola”. La otra, poligénesis avalada por Noam Chomsky (1928), sostiene el nacimiento simultáneo de idiomas tan antípodas como las regiones donde surgieron.

      Kung Fu Tze (Confucio, tradicionalmente 551-479 a.C.), en sus remotos tiempos se ocupaba de la pluralidad sensitiva de cada lengua, y decía que “cuando dos personas se comprenden en lo íntimo de su corazón, sus palabras son dulces y fuertes, como la fragancia de las orquídeas”. Si este sabio hubiese conocido los albures mexicanos, ¿habría dicho que apestaban?

      Los griegos encabezan los estudios sobre el lenguaje. Según el diálogo con Cratilo, de Platón (427-347 a.C.), las palabras están determinadas por las cosas. La Biblia nos dice que fue Dios quien dio nombre a cada objeto, y dejó al primer hombre el encargo de inventar los sustantivos que le habían faltado. De acuerdo con Aristóteles (384-322 a.C.), la lengua es resultado del convenio tácito entre los miembros de una comunidad.

      El antropólogo Leonardo Manrique Castañeda (1934-2003) reveló que durante el siglo XIX la Sociedad de Lingüística de París había prohibido que se presentaran trabajos sobre el origen del lenguaje, porque casi todos eran especulaciones y no aportaban elementos surgidos de la investigación. Pero quiso agregar que para mediados de la siguiente centuria los adelantos científicos permitían aproximaciones mucho más certeras respecto al origen del habla, en un planeta que lleva 18 millones de años habitado. Sus tesis están al lado del evolucionismo y obviamente pasan por el Homo erectus, el Neanderthal y el sapiens.

      Por su parte, el docente de la Universidad Autónoma de Guadalajara Luis López Rodríguez considera que la teoría teológica de las lenguas, común a casi todas las religiones y mitologías, es la más aceptada. Ha hecho además la relación de tesis evolucionistas, filosóficas, biológicas, antropológicas y lingüísticas, para abrir un camino que lleva, según él mismo advierte, a la impenetrable oscuridad.

      Ignacio Guzmán Betancourt (1948-2003) defiende la lingüística como base de investigaciones más recientes, y reconoce los tropiezos históricos que han afectado avances en el tema de los idiomas y su milenaria vida.