Fernando Díez de Urdanivia

Su majestad el albur


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target="_blank" rel="nofollow" href="#fb3_img_img_49aa9b50-76fc-5343-9491-b884c14bb218.png" alt="Coronita.tif"/>PRIMERA PARTE

      De la boca a las orejas

      Antonio de Nebrija (1441?-1522), gramático puntero de nuestra lengua, afirma que prosodia es acento. Con ello nos da una pista para perseguir los albures orales. Sostiene que “las palabras fueron halladas para decir lo que sentimos y no, por el contrario, el sentido ha de servir a las palabras”. Concluye con la aseveración elemental de que cada vocablo “traspasa en las orejas del auditor lo que queremos decir”.

      Gracias a estas ideas estamos ante la índole de las palabras como expresión de sentimientos, y como instrumento maleable según las necesidades. Pensar lo que se dice y decir lo que se piensa es un doble ejercicio de reflexión y de probidad que quizás la mayoría no practicamos. Homero (s. VIII a.C.), padre de la poesía occidental, regañaba a los protagonistas de La Ilíada por las palabras que “dejaban escapar del cerco de sus dientes”.

      Cada término pronunciado puede expresar varias cosas dependiendo del emisor; dónde lo dice, por qué lo usa, a quién lo dirige; cuál es el contexto en que se maneja y hasta la atmósfera que lo rodea.

      La voz es óptimo patrimonio. Gutierre Tibón (1905-1999) llamó a la expresión popular “una de las mayores riquezas de nuestra lengua, concentrada en proverbios, máximas, paremias, sentencias: la más genuina, la más auténtica manifestación de la filosofía del pueblo”.

      En torno a la posición de este libro, hay bases que conviene dejar sentadas. Explicar la música es hablar de lo inefable. Explicar un albur es echarlo a perder. Se dice que las traducciones traicionan y las versiones poéticas, a veces muy buenas, son ya otro poema. El albur es definitivamente intraducible, y vale la pena pensar si es superior al lenguaje común, como muchos lo consideran.

      Pasatiempo predilecto es ponerse a echar albures. La diversión queda sujeta a la destreza de los participantes. Si alguno sobresale, el buen resultado dependerá de que los demás no estén lejos en aptitudes. De haber novatos, la contienda se volverá reiterativa, tediosa y a veces imposible.

      Si hay algo lamentable en lo que en México se llama hoy “cultura”, es la pérdida inexorable del idioma. Un conductor de televisión que habla con propiedad es garbanzo de a libra; un reportero que sabe usar verbos, adjetivos y pronombres, es casi pieza de museo; un joven que en cada diez palabras no usa “güey” nueve veces, se antoja ficción extraterrestre. Hubo en el pasado algunos personajes peculiares, de habilidad insólita y sapiencia singular, que se dedicaban a “cazar gazapos”. Hoy no se darían abasto.

      Sólo a los cuates

      El buen albur es muestra de amistad. Eraclio Zepeda (1937-2015) señala con razón que un cuento se le puede contar solamente a las personas que uno quiere. Con el albur pasa más o menos lo mismo. Alburear a desconocidos puede ser riesgoso.

      ¿Qué papel representa el albur en la escena mexicana de hogaño? Mi temor es que el albur está siendo diversión procaz y no juego inteligente. Abandona las trincheras del humor sano, para ocupar las de una guerra que sólo se empeña en lastimar al contrario. Este hecho indudable está repercutiendo en lo que se podría llamar “aversión moderna hacia el albur”.

      Cuidado con los olvidos

      Como la poesía, el albur es cuestión de memoria. Alguien que recita un soneto en forma impecable, pero pierde el verso final, se parece al alburero cuyo remate torpe lo conduce al fracaso. Por algo se dice que más vale resbalar con los pies que con la lengua.

      Si el albur es humor, podemos aceptar la idea de Agustín Yáñez (1904-1980): “el humorismo de ley tiene cierta melancolía”. Melancólico es el que recuerda con tristeza. ¿Pertenece el alburero a esta especie? No se descarte que los mexicanos añoran los perdidos paraísos que quizás nunca tuvieron. Tal vez quieren vengarse de la perra vida en la persona de sus semejantes, y a veces en la suya propia

      Si el albur alcanza algo de poético, posee obviamente mucho de creativo. Se puede acudir al chileno Vicente Huidobro (1893-1948) cuando dice “el poeta es un pequeño dios”. ¿Es el alburero un pequeño diablo?

      Según el color del cristal

      Lo dicho y lo escrito no siempre es idéntico. Casi todo lector de un verso lo está recitando mentalmente, restituyéndole algo de su calidad sonora. El diálogo teatral rescata personajes de la catalepsia de la página y el declamador, cuando lo hace bien, llena la poesía de vida acústica.

      Una escena dramática puede hacer brotar el llanto de los que se involucran en ella, o provocar la risa de quienes la encuentran cursi. El mismo soneto dará lugar a respuestas tan variadas como la sensibilidad y la cultura de las personas que lo escuchan, amén de la eficacia con que sea dicho.

      El chofer de un camión carguero que suelta palabras detonantes no llama la atención, pero si de pronto don Fulano del barrio residencial más distinguido nos sorprende utilizando lenguaje de carretonero, abriremos tamaños ojos y trataremos de cerrar los oídos.

      El vocabulario nacional, si es que no le viene holgado este adjetivo, conserva expresiones generales y permanentes gracias a las cuales nos seguimos entendiendo. Nos parece curioso que una mujer del servicio doméstico diga “ansina”, y atribuimos el pintoresquismo a su exigua educación y humilde estrato. Se nos olvida que los españoles trajeron el castizo “ansí” (del latín ad sic) en el siglo XVI, y que en 1912 Pío Baroja (1872-1956) lo empleó en el título de una de sus novelas más famosas (El mundo es ansí).

      Viene a cuento precisar ideas sobre la extensión territorial de los idiomas. La gramática de la Real Academia Española empieza con frase tan hiperbólica como “Llámase idioma o lengua el conjunto de palabras y modos de hablar de cada nación”. Obviamente se refiere a la oficialización del habla, fundada en la dominación castellana que desplazó dialectos y acorraló lenguajes, a pesar de lo cual siguen gozando de cabal salud el catalán y el vascuense, por mencionar sólo dos. “El idioma –dice San José– es el sistema de palabras que usa determinado pueblo y es una característica racial”. Quienes hablan su lengua en el sur y en el norte de Alemania, no siempre la pasan bien cuando se escuchan entre ellos. Todo idioma tiene variantes más serias de lo que con frecuencia suponemos.

      Las fórmulas comunes de expresión que hay en el territorio mexicano no suelen llegar a zonas encerradas por la orografía o los dialectos. Es ilustrativo ponerse a escuchar una conversación entre indígenas, donde el castellano que intercalan se reduce con frecuencia a las “malas palabras” de que carece su lengua.

      Un oriundo de la ciudad de México que se muda a Guadalajara, pasará meses en el proceso de adaptación a términos que ignoraba, o eran usados en forma que desconocía. La palabra “fregado”, vulgar en la capital del país, le parece insólita en boca de una distinguida tapatía. Los españoles equiparan ese término a “majadero”, lo consideran italianismo y creen que es un insulto muy grave. Un viajero que en Mérida es invitado a la reunión social de una familia acomodada, tendrá problemas para seguir la conversación, invadida por términos mayas.

      Hay que admitir lo estable y lo vacilante del idioma, tanto como su riqueza que nos permite expresarnos de múltiples maneras y nos invita a emplearlo a nuestro capricho. El filólogo español Rafael Lapesa (1908-2001) dijo con exageración: “hablo español y no considero ajena a mí ninguna modalidad de habla hispánica”. Hubiese sido bueno preguntarle qué tanto percibía de lo que Guillermo Cabrera Infante (1929-2005) llamó escribir en cubano, o sea “en los diferentes dialectos del español” que se hablan en su país, según lo declara en la advertencia que precede a su novela Tres Tristes Tigres. En la mayor parte de las lenguas del mundo, no pasan de dos mil las palabras con que se entiende una comunidad.

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