Fernando Díez de Urdanivia

Dichas y dichos de la gastronomía insólita mexicana


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turistas que nos visitan, meterse en nuestra cocina es entrar en un recinto mágico lleno de maravillas y de peligros. Para nosotros, probar la comida de otras tierras puede ser equivalente. Pero sobre esto no hay nada escrito.

      Hace varios años, durante un viaje con mis hijos por el sur de Francia, en Aix-en-Provence tuvimos ocasión de disfrutar un restaurante que nos pareció muy exótico, pues llevaba por nombre L ’Isle de la Réunion.

      La patrona del lugar, mujer madura y atractiva, de bella piel aceitunada, en un francés no mucho menos champurrado que el mío nos recitó la carta de la casa.

      Yo me sentía medio cohibido por no saber dónde se hallaba la islita. Habiendo descubierto un mapamundi colgado en la pared, en la primera oportunidad me levanté de mi mesa para ir a inspeccionarlo de manera que me pareció discreta pero tal vez no lo fue, pues mi índice derecho tuvo que lanzarse a una ostensible travesía por los mares. Mi búsqueda fue premiada con un hallazgo sorprendente. Por el lado de abajo del océano Índico, a la izquierda del agua y a la derecha de Madagascar, acompañada por la isla Mauritius, estaba L ’Isle de la Réunion mostrando en letra negrita el nombre de su capital: Saint Denis.

      Semanas después, de regreso en México, aprendí que aquel pedacito de mundo, acorralado por las olas y presidido por la prominencia volcánica que de obsceno modo se llama Pitón de las Nieves, pertenece a las islas Mascareñas, forma parte del ultramar francés y en la zona fértil de su geografía, hollada por pezuñas de vacas y cerdos, crecen el arroz, el maíz, la caña de azúcar, el café y la vainilla. Pude enterarme de que originalmente llevó por nombre isla Bourbon y estuvo casi deshabitada hasta el siglo XVI. Supe que el mestizaje cultural de su población se manifiesta en cantos y bailes donde hay cuadrillas, maloyas, segas, romances y berceuses. Finalmente comprobé que, por su ubicación tropical, tiene clima similar al nuestro. De haber conocido esos datos antes, se me hubiera echado a perder una de mis mayores sorpresas gastronómicas. Hoy día la isla de la Reunión, con la despiadada invasión del turismo playero, padece la fast food que va de baguettes con rellenos chinos a botanas de la India y a spring rolls vietnamitas. Por fortuna la cocina créole parece sobrevivir más o menos intacta.

      En los viajes que hice con mis hijos, cuando andaban todavía de la adolescencia para abajo, solíamos sujetarnos a un código no escrito según el cual la sensación de hambre y sed era orden para hacer alto en la caminata y asaltar una mesa en el primer restaurante que se ofreciera a nuestra vista. El sistema tuvo su luz y su sombra. Por un lado descubrimientos prodigiosos; por el otro sonoros fracasos. Entre los hallazgos excepcionales podría enlistar sitios insospechados en Venecia y en las cercanías del Covent Garden londinense; en Amsterdam y en Barcelona; en un andador de Niza y un pueblecito del País Vasco. Mi recuerdo se vuelve saña cuando pienso en los peores hot-dogs que he comido. Unos de emergencia, junto al enrejado de las Tullerías, en espera del autobús que debía llevarnos a Versalles. Allí quedé convencido de que los franceses no tienen por qué dominar el dudoso arte del perro caliente. Otros, más imperdonables aún, desayunando en la banqueta, frente a la entrada principal del Museo Metropolitano de Nueva York.

      La mañana provenzal que culminó con el placentero encuentro de la gastronomía isleña, había sido intensa. Parte de ella caminando por el Paseo Mirabeau, lleno de sudamericanos que tocaban y bailaban lambada; parte contemplando la Fuente de los Cuatro Delfines mientras una palomita cumplía sobre mi cabeza oficios muy extemporáneos de bombardero nazi; parte siguiendo como tontos las huellitas metálicas que sobre las banquetas marcan los supuestos recorridos del pintor Paul Cézanne. De modo que muy poco después del medio día, bajo la punta del esternón comencé a sentir una punzadita de la que pronto se contagiaron mis hijos. La voz “lo primero que veamos” fue conjuro para que apareciera L ’Isle de la Réunion en la acera de enfrente.

      Una vez dentro del restaurante, haciendo honor a nuestro sistema de gourmands aficionados, pedimos cuatro platillos distintos y cuatro platos adicionales. Nos dispusimos a entrarle a todo. Mientras saboreaba mi pastis de reglamento, llegó la comida, elaborada a partir de la fauna de tierra y de aire.

      Al probar el primer guiso, mi hijo, que entonces tenía diez años,

      exclamó: ¡pica mucho! La hermana mayor me pidió que le cambiara la elección, mientras con su manita se abanicaba la lengua.

      La niña de en medio, callada como siempre, pareció dispuesta a soportar con estoicismo.

      Di un sorbito de agua para eliminar el resabio del pastis y me lancé cuchara en ristre al ataque de aquella comida que a mis hijos parecía tan agresiva. Me sentí como europeo enchilado en fonda mexicana. En la mesa de junto había una familia muy rubia. Tal vez de Suecia, Dinamarca o Alemania del norte. Alcancé a ver que comían lo mismo que nosotros y con el rabillo del ojo traté de descubrir un gesto de angustia o una lágrima surcando la mejilla. Todos impávidos.

      Entonces comencé a explicar a mis hijos que no era tanto el picor cuanto la sorpresa que había hecho sus estragos. Les hablé del sentimiento patriótico y les dije que como buenos mexicanos debíamos triunfar en aquel trance. El segundo bocado fue menos áspero.

      Entre tanto la patrona, que para mi regocijo visitaba nuestra mesa frecuentemente, nos había traído un platito con una guarnición que pronto identifiqué: frijoles. Más bien dulces, como suelen ser en Europa. Pero condimentados muy a la manera azteca.

      Fuimos avanzando por aquella comida que había dejado de ser insólita, con paso cada vez más firme y paladar más complacido.

      —¡Papá, parece que estamos en México! —declaró de pronto mi hijo.

      Pensé que nos faltaban las tortillas, pero no me atreví a pedirlas.

      PRODIGIOS DE UN LAGO

      A pesar del oasis maravilloso que son las contribuciones árabes, judías y libanesas, la comida del desierto tiende a ser árida. En cambio, la vegetación tropical es por lo general promesa de sabores exuberantes y cocina fértil.

      Todos conocemos la merecida fama que gozan los variados fogones veracruzanos. Dentro de la geografía de aquel estado, la región de los Tuxtlas tiene en Catemaco una especie de corazón acuático, cuyos latidos animan un vasto entorno.

      A Catemaco se llega por una carretera llena de curvas y a veces también de niebla. El curioso viajero que se detenga y baje del coche para contemplar Santiago Tuxtla desde la altura, deberá estar dispuesto a recibir la inquietante visita de algún rebaño de iguanas verdes y grises, que como salidas de un parque jurásico en miniatura lo mirarán con ojos llenos de furia y le mostrarán amenazantes fauces, pero emprenderán la fuga apenas se mueva un poco. Si el viajero logra resistirse a entrar en San Andrés para comprar una provisión de excelentes puros, después de pasar las desviaciones hacia el salto de Eyipantla y Laguna Encantada, tras un último lomerío descubrirá, como un pequeño mar encerrado entre asombrosos verdes, el lago de Catemaco.

      Al final de la bajada, por la izquierda, se entra al pueblo cuyo nombre suele ser asociado a “limpias” con yerbas, exorcismos de brujos y leyendas de chaneques, pero también tiene derecho a figurar en las mejores guías de gastronomía internacional.

      Las aguas del lago, adornadas por suaves olitas que por la tarde embravecen remedando al océano, en su hondura contienen un mundo de regalos para el paladar. Algunos de ellos se aprovechan tal como se pescan; otros son sometidos a una concienzuda elaboración que es orgullo de la sabiduría regional.

      Muy de mañana, cuando la luz oblicua convierte en plata la superficie del lago, en las orillas, con el agua a la cintura y la atarraya en las manos, muchachos morenitos van viendo premiada la paciencia de su quehacer con la captura de los topotes, pececitos que brillan como si la plata del lago se hubiese despedazado y que según Turrent Rozas, cronista de la región, “mientras más se les pesca, más abundan”. Sacados del agua, los topotes se mueven con inquietud, pero poco a poco se van tranquilizando, resignados a esperar que llegue, con el medio día, la hora de entrar en la sartén. Estos parientes de boquerones y charales, puestos al fuego irán adquiriendo la nobleza de un dorado barroco y estarán listos para abrir el menú de los dos clásicos restaurantes ribereños: uno el de la chef Sarita Hervis; el otro, la Quinta Julita del entrañable Julián