Fernando Díez de Urdanivia

Dichas y dichos de la gastronomía insólita mexicana


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Manjares que definen el gusto y engalanan las mesas de la comarca son, entre otros, el chilayo de puerco, el caldo y las albóndigas de chacal, la guavina de Coquimatlán, la cuachala de pollo, los indios vestidos y una curiosidad de repostería que son los tepopoztes.

      Puesto que es posible degustar la comida colimense sólo en la zona y tal vez en algunos restaurantes especializados de otros rumbos, que no conozco, ésta me parece oportunidad espléndida para comunicar las principales recetas.

      Para hacer chilayo de puerco se necesita carne de espinazo, que debe cocerse en trozos, con harina de arroz. Chiles guajillos que después de remojados se molerán con tomate verde, comino y ajo. Se pone todo en una cazuela, se sala y se deja al fuego lo necesario para que el cochinito llegue a su punto. Se trata de un platillo caldoso que se sirve con morisqueta, o sea, arroz blanco al vapor. Otra fórmula pide añadir un puñado de arroz al puerco en cocción, y a la hora de servirlo con la morisqueta, adornar con rebanadas de limón.

      Como debo suponer que el lector sabe que un chacal no es solamente un mamífero carnicero que habita sobre todo en Asia y África, o un personaje de películas y series truculentas de televisión, sino también un langostino de río, de los pequeños, no entro en más explicaciones. Para hacer caldo, hay que poner los chacales al fuego, en una cacerola, hasta que sequen. Cuando se pongan color naranja, se les agrega aceite o manteca para que doren un poquito. Se incorpora jitomate molido con chiles secos, ajo, cominos, sal, una rama de cilantro y agua. Se deja hervir. Para hacer albóndigas, los chacales se muelen con arroz crudo; se revuelven con huevo y se forman bolitas a las que se pone cebolla molida, tomate, tantito cilantro, comino y sal. En dos cucharadas de aceite se fríe, picada, la cebolla restante con todo y rabos. Se agrega agua y cuando empieza a hervir se echan rajas de chile pasilla, cilantro, las cabezas de los chacales y las bolitas. Se esperan veinte minutos para que hierva, a fuego suave. Se come, previo trago de tuxca.

      La guavina es una trucha de carne exigua; por eso hay que cortarla en trozos grandes que se condimentarán y dejarán una hora en reposo, para capearlos después y freírlos a fuego suave en aceite o manteca, hasta que estén bien doraditos. Se sirven con rebanadas de limón y una salsa a base de jitomate, chile verde, cebolla, cilantro y azúcar, que se muele y se fríe.

      Una cuachala para doce pide dos pollos cocidos con sal y cebolla, cuyas pechugas deberán convertirse en hebras finas. Del resto de los pollos, una mitad se pica y la otra se muele en metate. Se mezclan chiles pasilla tostados, tomates verdes cocidos, ajos y una pizca de cominos, que después de molidos deberán bajarse del metate con caldo de los pollos. Se diluye en caldo un poco de masa, como si fuera atole; se cuelan en ese atole los chiles y tomates molidos, se mezcla y se pone al fuego, sin dejar de mover, hasta que hierva. Se le revuelve el pollo molido, luego el picado y las pechugas deshebradas. Se pone sal y se hierve otro rato.

      No es Colima la única entidad donde se llama a los nopales “indios”. El vestido a que se refiere la receta regional es auténtico, pues se trata de un capeado equivalente a la más lucidora tilma.

      Los nopales se cuecen con sal y cebolla. Se escurren, se les pone queso manchego y se doblan como si fueran una quesadilla. Se capean y se fríen en aceite muy caliente. Para servirlos se les agrega una salsa de jitomates, ajo y cebolla.

      El menguiche es plato sencillo. En tres cucharadas de manteca se fríen jitomates asados y molidos. Luego se ponen a hervir con rajas de chile poblano. Se le agrega jocoque y se adorna con rebanadas de queso ranchero.

      Por tepopoztes se conoce a unos panecillos ovalados de harina de maíz con manteca, piloncillo, anís y canela, que antes de cocerse en un comal, deben ser colocados sobre hojas de tepozán, que es un arbusto autóctono al que se atribuyen efectos curativos. Puesto que los tepopoztes llegan al comal sin las hojas, debe suponerse que la permanencia en ellas se relaciona de algún modo con la ósmosis de sus esencias medicinales.

      Imposible dejar Colima sin gozar la frescura de una tuba, obligatoria sobre todo en las playas de Manzanillo. Por tuba conocí, desde muy chico, un instrumento de la familia de los metales, cuyos tamaños oscilaban entre el de la tuba tenor, pequeño y manuable, y el de la llamada helicón cuyos brillantes pabellones siguen siendo decoración de fondo en las bandas militares. Se dice que Wagner, para sus grandes orquestaciones, se dio a la tarea de inventar una tuba que lleva su nombre. En Colima la tuba es bebida aclimatada desde que los filipinos que llegaban en el galeón de Manila enseñaron a los naturales la extracción del néctar de las palmeras, que sería base para fermentar el llamado “vino de cocos”. Esa especie de aguamiel tropical es lo que se llama “tuba”, que se puede tomar sola o con cacahuate, almendra, piña, apio, limón o canela. Cuando veo nadar los cacahuates en la tuba, recuerdo el modo que en Italia tienen de servir la grappa, con granos de café. La diferencia a favor de la tuba es que los cacahuates se mastican con placer, mientras el café puede ser grave atentado contra la dentadura.

      REPERTORIO ALVARADEÑO

      Alvarado es el pueblo ribereño del río Papaloapan al que se atribuye la paternidad de las palabrotas de la comarca y casi de todo el país, y al que, si hemos de creer a los viejos residentes, la máquina del ferrocarril hacía su triunfal entrada al son de cinco pitidos rotundos y léperos, dedicados a todo aquel que se diera por aludido.

      Vecina de Tlacotalpan y puerta de los Tuxtlas, Alvarado ostenta dos orgullosas tradiciones de comida y bebida. Una se perdió junto con su último guardián; la otra sobrevive como reto a los destrozos que ocasiona la globalización alimentaria.

      Hace alrededor de cincuenta años, la primera experiencia al llegar en automóvil, era la de enfrentarse a un pequeño enjambre de niños morenitos que lo rodeaban a uno ofreciéndole los atractivos turísticos del lugar, en particular una visita a “ca don Carvajal”, así llamado por costumbre de resabio colonial.

      Siempre me pregunté si alguien supo el nombre de pila de don Carvajal, hombre menudito de rostro noble, pelo blanco y manos enjutas, que en su casona, perdida por una de tantas callejuelas, se dedicaba a la dulce y personalísima industria de los licores, preparados en asombrosa variedad de la que no conservo memoria, como no sea de la clásica crema de nanche y de una llamada “sangre de pichón”.

      Como tantas otras tiendas de pueblo, de esas que huelen a madera vieja, la de don Carvajal tenía portal acogedor, portón ancho, recio mostrador patinado por el tiempo, estantería escueta y largas bancas. Sobre el mostrador, vasitos de vidrio. Atrás del mostrador, la sonrisa de don Carvajal que invitaba a probar sus digestivos. Pruebitas de color blanco, verde, rojo, amarillo, con sabores de igual policromía.

      Uno empezaba prueba y prueba, y de pronto decía:

      —A ésta no le agarré bien el sabor.

      Don Carvajal llenaba de nuevo la copita.

      Después de media docena de aquellos copetines de aspecto inocuo, dos cosas ocurrían invariablemente: el probador tenía problemas para regresar a Veracruz cuando no iba con alguien que lo relevase al volante, y don Carvajal no vendía ni media botella de sus admirables licores.

      No se me ocurrió preguntarlo, pero lo más probable es que nadie hubiera podido decirme de qué vivía don Carvajal, pues las probadas no eran su fuente de ingresos. Hoy don Carvajal está muerto, sus descendientes también, y con ellos una bella tradición regional que casi nadie recuerda.

      Lo que gracias al cielo perdura es el pan de queso, también llamado “torta”. Lujo que hace de Alvarado una especie de Meca universal de la tahona. Además de este pan, están todavía vigentes algunas galas culinarias locales, entre ellas los tamales de chicharrón y un espléndido caldo largo con chiles cuaresmeños.

      Durante un viaje al Sureste, tenía yo muchas ganas de que mis hijos probaran la torta de queso. Desde que salimos de Veracruz había comenzado a describírselas. De modo que, después de setenta kilómetros, cuando asomó la silueta de Alvarado, la boca de los niños parecía tener casi tanta agua como la del río que veíamos a la derecha del camino.

      Seguí la señal que marcaba “al centro”; estacioné en la calle principal; buscamos una panadería. Dimos con tres que no tenían la anhelada torta. En la última nos dijeron que a mitad de la siguiente cuadra