María Cristina Inogés Sanz

No quiero ser sacerdote


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por supuesto, está la fidelidad a la forma y fondo de vida que se ha decidido vivir–; porque es su momento y el mío. Tras pensarlo durante mucho tiempo, tras hacer silencio, tras dejar espacio al silencio –que necesita mucho– y con tranquilidad, porque al silencio no le gustan las prisas ni los agobios, y dispuesta a escuchar lo que el silencio –Silencio– me dijera. Así, desde la realidad de la escucha nace este libro. Ni desde el dolor que paraliza ni desde la decepción que retrotrae, que ya llevamos muchos años de camino como para frenar por algunas menudencias, y hay mucho por hacer. Desde la simple realidad, que es la que es, desde ahí arranca esta reflexión.

      Para quien todavía no lo sepa, soy una teóloga católica que estudió en la Facultad de Teología Protestante de Madrid, SEUT 3. Digo esto para que nadie tenga duda de mi confesionalidad católica –por decisión propia– ni de mi procedencia académica –por decisión del Espíritu, que siempre anda enderezando renglones torcidos por los hombres–. Es, sencillamente, una presentación que puede suscitar algún interrogante, comentario o gesto de extrañeza, incluso rechazo, aunque cada vez menos. Comprendo que esto pudiera suceder y nunca le he dado la más mínima importancia.

      Mi llegada a SEUT no fue una opción en el sentido de haber decidido ir allí a estudiar, sino el resultado de la imposibilidad, por ser mujer y laica, de estudiar en mi ciudad, hace ya algunos años, y dentro de mi confesión católica, lo que quería estudiar. Quería estudiar teología cuando llegó una orden de Roma que impedía a los seglares acceder a los seminarios, que es lo que había en Zaragoza en ese momento 4. Es verdad que el documento que contenía esa orden también ofrecía la posibilidad de que el obispo de la diócesis autorizase a algún seglar a estudiar en un centro de esas características. Nunca supe si el obispo de entonces 5, por sí mismo –aunque no nos conocíamos de nada, ni habíamos cruzado una palabra, ni la cruzamos nunca– o aconsejado por otros, no firmó la autorización que me hubiera permitido estudiar en el seminario de mi diócesis. Me sorprendió y no me sorprendió; mas me dolió, porque era la primera vez que, por ser mujer, me veía rechazada por mi Iglesia, bien es verdad que personificada en unos pocos. Aquella situación me mostró, por si tenía alguna duda, los obstáculos a los que me tendría que ir enfrentando y a no fiarme en exceso de las buenas maneras de algunas personas ni de los silencios de aquellos de quienes esperaba, al menos, una palabra de ánimo. En definitiva, nada que no le haya podido pasar a cualquier persona en la vida y en cualquier actividad, porque «nada hay nuevo bajo el sol» (Ecle 1,9). No mucho más tarde entendí que salí ganando.

      Con la ayuda de mi buen amigo Javier Calvo, a quien dedico este libro, fui viendo posibilidades de seguir estudiando en otros sitios y, al final, de forma inesperada, apareció SEUT. Debo reconocer que al poco de estar allí descubrí que era –y sigue siendo– la experiencia académica más gratificante de mi vida y, a nivel personal, un lugar que me enriqueció con la amistad de personas que me acogieron sin reservas y cuyo aprecio y amistad, a día de hoy, conservo como un tesoro. La vida –realmente el Espíritu– te sorprende cuando las circunstancias se vuelven adversas por decisión de quienes, por una parte, te juzgan como no válida en sus coordenadas y, por otra, porque, cuando alguien pone mucho empeño en cerrar puertas, llega el Espíritu y abre portones. Al Espíritu –por su acción resolutiva– y a algunos –por su miedo religioso–, gracias. Porque esa situación que apuntaba al fracaso se tornó un gran regalo. Con el tiempo y, al apreciarlo de ese modo, pensé en Angelus Silesius cuando decía: «Ve allí donde no puedes, mira donde no ves; escucha donde nada susurra, estás entonces donde Dios habla» 6.

      En todo caso, esta maravillosa experiencia en la que, como digo, doy por hecho que el Espíritu desplegó la fuerza esencial, me abrió un horizonte teológico amplio; me enseñó a sacudirme el polvo de la visión unidireccional y a disfrutar plenamente; a descubrir algunas teologías maravillosas y a ser de verdad, como teóloga, feliz. Y ahí sigo, construyéndome con la ayuda de la Rúaj mi felicidad cotidiana, la cual no sería completa si no tuviera alguna pequeña alteración cromática que permitiera contrastar y resaltar la tónica general de esa felicidad que, para mí, tiene mucho que ver con ser teóloga.

      No tengo nada de competitiva. Sinceramente, creo que el mundo y la vida son lo bastante amplios como para que todos tengamos cabida, todos podamos aportar para el bien común y cada uno lo haga desde el campo en el que se encuentre más a gusto y pueda contribuir más y mejor. Por eso no entiendo que la presencia de las teólogas cause, todavía, un cierto recelo entre una parte considerable del clero. Bien es verdad que, al principio, cuando las mujeres llegaron a la teología, se pudo crear esa situación porque los varones ordenados intuyeron, tal vez con motivo, que el siguiente paso sería reclamar el sacerdocio ministerial para nosotras 7. Sin embargo, fueron incapaces de ver más allá y perdieron –y todavía se pierden algunos de ellos en buena medida– lo positivo que el acceso de la mujer a esta formación podía conllevar.

      La gran ventaja de la buena teología, su gran atractivo, es que te permite ver la vida con una mirada diferente y bucear en muchos aspectos de ella con mirada incisiva y misericordiosa al mismo tiempo. La teología abre la mirada, y así como he dicho que mi competitividad es nula, debo admitir que mi curiosidad es total y me lleva a leer, analizar, pensar y tomar notas muy a menudo, no siempre sobre temas teológicos, aunque es verdad que siempre, sea el tema que sea, con una mirada donde la teología anda prestándome la lupa o el catalejo, que no toda realidad tiene el mismo tamaño ni está a la misma distancia.

      La Conferencia Episcopal Española aprobó en su 113ª Asamblea Plenaria el plan de formación de los seminarios mayores de España; con curiosidad siempre renovada me volví a acercar al documento base sobre el que se ha elaborado ese plan, Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis 8 (2016), donde siempre intento averiguar qué lugar nos darán a las mujeres los obispos en la futura formación de los seminaristas 9. Veremos en qué queda el plan aprobado. De momento dice que habrá más presencia de mujeres impartiendo clase en los seminarios. Bien, pero teniendo en cuenta que la mayoría de seminaristas vienen ya de colegios mixtos en alumnado y profesorado, tampoco es un gran avance. Pero vamos a quedarnos con el buen propósito, que siempre es un avance. También se contempla que haya mujeres en la formación. Iremos viendo, porque este sí es realmente un tema sumamente importante tanto para seminaristas –futuros sacerdotes– como para las mujeres y, sin duda alguna, para la Iglesia en sí misma. En la enseñanza puedes transmitir conocimientos, formas de adquirirlos y herramientas para ello; en la formación tienes posibilidad de enseñar a crear reciprocidad, que es muy diferente y necesario en estos momentos en la Iglesia.

      Como dice Caterina Ciriello: «El papa Francisco no se cansa de recordar la importancia del lugar de la mujer en la Iglesia, pero cuanto dice parece que cae en el olvido, o al menos en el silencio, como si tratara de la “ruptura dogmática” en el pensamiento compartido y arraigado en muchos hombres de Iglesia». Añade Ciriello que

      en la Pastores dabo vobis 10 se señala la connotación esencialmente relacional de la identidad del sacerdote, que «no se puede definir la naturaleza y la misión del sacerdocio ministerial si no es bajo este multiforme y rico conjunto de relaciones que brotan de la Santísima Trinidad y se prolongan en la comunión de la Iglesia, como signo e instrumento, en Cristo, de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (n. 12) [...] «De particular importancia es la capacidad de relacionarse con los demás, elemento verdaderamente esencial para quien ha sido llamado a ser responsable de una comunidad y “hombre de comunión”» (n. 43). La relación varón-mujer es un acto querido por Dios desde el momento de la creación [...] Si queremos sacerdotes afectivamente maduros, se les debe dar necesariamente la oportunidad de ejercer su propia libertad, esto es, la capacidad de elegir cada día a Cristo frente a las realidades mundanas y a las posibles provocaciones –lógicas y legítimas en las relaciones varones-mujeres– creadas por la presencia femenina, que no se pueden, evidentemente, evitar [...] porque varón y mujer han sido creados no para la división, sino para la complementariedad 11.

      Esto, que parece tan obvio y normal, todavía no ha calado en el imaginario colectivo –más eclesiástico que eclesial–, como ilustra el asombro que causó en el año 2016 la divulgación de unas fotos y el comentario de la amistad