extremo. Por aquel entonces, poco sabía del manejo de un barco y dependía por completo de las habilidades náuticas de mi amigo. También el viento se había intensificado de repente cuando abandonamos el socaire de tierra; aun así, me avergonzaba la posibilidad de dejar traslucir temor alguno, y durante casi media hora mantuve un inquebrantable silencio. Sin embargo, ya no pude soportarlo más y me dirigí a Augustus para hacerle ver la conveniencia de dar la vuelta. Igual que la vez anterior, pasó casi un minuto antes de que me contestase o de que diese muestras de haber oído mi sugerencia:
—Dentro de poco –dijo al fin–; hay tiempo de sobra. Dentro de poco nos iremos a casa.
Yo me había esperado una respuesta así, pero hubo algo en el tono de aquellas palabras que me llenó de una indescriptible sensación de temor. Volví a mirarlo con detenimiento. Tenía los labios completamente lívidos y las rodillas le temblaban y chocaban entre ellas con tal violencia que daba la sensación de mantenerse en pie con gran dificultad.
—¡Cielo santo, Augustus! –grité, ahora ya completamente aterrado–. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Qué vas a hacer?
—¿Pasarme? –balbuceó, con gran y evidente sorpresa al tiempo que soltaba el timón y caía de bruces al fondo del barco–. ¿Que qué me pasa? Pues no me pasa nada, que nos vamos a casa, ¿o es que no lo ves?
Ahora de repente comprendí toda la verdad. Fui volando a socorrerlo y lo levanté. Estaba borracho –como una cuba–, y ahora ya era incapaz de mantenerse en pie, hablar ni ver siquiera. Tenía los ojos vidriosos y al soltarlo, presa de una total desesperación, cayó rodando como un tronco hasta la sentina, de donde lo había sacado ya antes.
Era evidente que durante la tarde había bebido mucho más de lo que yo sospechaba y que su forma de comportarse en la cama había respondido a un estado de total y completa embriaguez –estado que, al igual que la locura, con frecuencia permite a la víctima imitar el comportamiento de quien está en posesión de todos sus sentidos–. El frescor de la brisa nocturna, sin embargo, había tenido su efecto habitual y bajo su influjo, empezaba a recuperar su capacidad de raciocinio, de modo que la confusa percepción que sin duda tenía de la peligrosa situación en la que se encontraba, había contribuido a acelerar la catástrofe. Había perdido el conocimiento por completo y no cabía la posibilidad de que esa situación fuese a cambiar hasta pasadas muchas horas.
Difícilmente podría alguien imaginar hasta qué punto estaba aterrorizado. Los vapores del vino que me había bebido se habían disipado, dejándome doblemente indeciso e irresoluto. Sabía que era completamente incapaz de manejar el barco y que aquel intenso viento, junto con la fuerte bajamar, nos precipitaban hacia la destrucción. Era evidente que se estaba formando una tormenta a nuestras espaldas, no llevábamos brújula ni provisiones y obviamente, si manteníamos el rumbo actual, habríamos perdido de vista la costa antes del amanecer. Estos pensamientos, acompañados de otros muchos igualmente espantosos, se agolparon en mi mente con una velocidad asombrosa y durante unos instantes llegaron a paralizarme, impidiéndome realizar ningún tipo de esfuerzo. El barco atravesaba el agua a una velocidad terrible navegando con el viento en popa –sin un rizo en el foque ni en la vela mayor–, con la proa completamente oculta bajo la espuma. Fue un milagro que no diese una guiñada, puesto que Augustus había soltado el timón, como ya dije antes, y yo estaba tan nervioso que ni siquiera se me ocurrió cogerlo. Sin embargo, por suerte mantuvo la estabilidad y al cabo de un rato logré recuperar parte de mi presencia de ánimo. El viento seguía arreciando de manera terrible y cada vez que subíamos tras un nuevo cabeceo del barco, el mar barría la cubierta de popa y se nos venía encima como un diluvio. Y yo, además, tenía las extremidades tan entumecidas, que era prácticamente incapaz de sentir nada. Hasta que al fin me armé con el valor que surge de la desesperación, me acerqué deprisa a la vela mayor y la solté del todo. Como cabía esperar, cayó sobre la proa y, al empaparse, tiró del mástil, que quedó a escasa distancia de la borda. Gracias únicamente a este último accidente, me salvé de la destrucción inmediata. Solo con el foque izado, avanzaba viento en popa mientras el oleaje barría la cubierta de cuando en cuando, aunque sentía un alivio enorme al haberme librado del terror que me producía pensar que mi muerte era inminente. Cogí el timón y comencé a respirar con cierto alivio al haberme dado cuenta de que todavía nos quedaba una posibilidad de salvarnos. Augustus yacía aún inconsciente en la sentina y como corría el riesgo de perecer ahogado de manera inminente (puesto que el agua llegaba a los treinta centímetros de profundidad en el lugar donde había caído), decidí incorporarlo parcialmente hasta sentarlo y mantenerlo de ese modo pasándole una cuerda alrededor de la cintura y amarrándola a un cáncamo de la cubierta de la tilla[2]. Una vez que lo dispuse todo lo mejor que pude, dado mi estado de nerviosismo y del frío que tenía, me encomendé a Dios y me propuse sobrellevar cualquier cosa que pudiese ocurrir con toda la fortaleza que lograse reunir.
Casi no me había dado tiempo a formular este propósito cuando de repente, un grito o un alarido prolongado y ensordecedor, como si proviniera de las gargantas de mil demonios, reverberó en el aire envolviendo el barco por completo y resonando por encima de él. Jamás mientras viva lograré olvidar la agonía del pánico que experimenté en ese momento. Se me pusieron los pelos de punta, sentí que la sangre se me congelaba en las venas, mi corazón dejó de latir y sin llegar a levantar la vista para averiguar qué me había causado semejante terror, caí de cabeza y sin sentido sobre el cuerpo de mi desplomado acompañante.
Cuando me desperté, me encontré en el camarote de un enorme barco ballenero –el Penguin– que iba rumbo a Nantucket. Había varias personas de pie a mi alrededor y Augustus, más pálido que un muerto, se afanaba en frotarme las manos para calentármelas. Al ver que abría los ojos, sus exclamaciones de gozo y gratitud provocaron alternativamente la risa y las lágrimas de aquellos hombres de aspecto rudo que se encontraban presentes. Al poco nos explicaron el misterio de que aún siguiésemos con vida. El barco ballenero se nos había echado encima mientras navegaba de bolina y como un rayo rumbo a Nantucket, haciendo uso de todas las velas que se atrevían a largar, de modo que su trayectoria era prácticamente perpendicular a la nuestra. A pesar de que había varios hombres vigilando desde la proa, no se percataron de nuestro barco hasta que resultó imposible evitar el choque; habían sido los gritos de advertencia que profirieron al vernos allí los que tanto me habían alarmado. Según me contaron, la enorme embarcación nos abordó con la misma facilidad con la que nuestro pequeño barco habría pasado por encima de una pluma y todo ello sin que le supusiera el mínimo freno en su avance. De la cubierta del barquito no se escapó ni un crujido –solo se oyó un leve chirrido que se mezcló con el rugir del viento y del agua cuando el frágil velero se rozó contra la quilla de su destructor antes de hundirse, pero eso fue todo–. Creyendo que nuestro velero (que, según recordarán, había perdido los mástiles) no era más que un barco de remos soltado a la deriva por inservible, el capitán (capitán E. T. V. Block de New London) estaba decidido a continuar su rumbo sin dar mayor importancia al asunto. Por suerte, dos de los vigías aseguraron no tener la más mínima duda de que habían visto a alguien al timón y defendieron la posibilidad de poder salvarlo. A esto siguió una discusión durante la que Block se enfadó, y al rato dijo que «no era de su incumbencia estar eternamente pendiente de si había un cascarón; que no había motivo para hacer virar el barco por semejante tontería y que si habían atropellado a un hombre, no había más responsable que él mismo y que bien podía ahogarse e irse al d……. », o alguna otra expresión por el estilo. Henderson, el primer oficial, volvió entonces sobre el asunto y, justamente indignado, al igual que el resto de la tripulación del barco, habló para manifestar con total claridad que aquello le parecía de una enorme vileza y una despiadada atrocidad. Habló sin tapujos y, al sentirse respaldado por los hombres, le dijo al capitán que a su juicio era carne de patíbulo y que desobedecería sus órdenes, aunque eso le supusiera que lo colgaran nada más poner pie en tierra.
Se dirigió a la popa apartando a Block –que había palidecido y no contestó– de un empujón, cogió el timón y con voz firme gritó la orden de: «¡Todo a sotavento!». Los hombres volaron a sus puestos y el barco viró con habilidad. Todo esto les había llevado casi cinco minutos y era de suponer que difícilmente cupiera la posibilidad de salvar