Francesc Font Rovira

Arraigados en la tierra


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trigo de una de las variedades más productivas del mercado. Podría parecer una cantidad absurda por todo el trabajo realizado, pero si añadimos unos 150 euros de subvención, la cosa cambia mucho. Ahora ya hablamos de 240 euros por hectárea de beneficios, a pesar de que hay que ser conscientes que casi un 70 por ciento de esta cantidad proviene de una subvención y el 30 por ciento proviene de nuestro trabajo.

      A finales de junio también es un buen momento para hacer un balance económico provisional de los cultivos de la viña y el olivo. Sabemos cuánto dinero hemos gastado en esta campaña hasta hoy y tenemos una idea aproximada de la cosecha, puesto que el fruto ya está cuajado. Este ejercicio me sirve para comprender que este año tengo que limitar los gastos, o los beneficios serán similares a los del trigo o incluso menores. Las producciones no se presentan malas si el tiempo no las estropea, pero ya nos avanzan que los precios serán similares a los de la campaña pasada y las anteriores, y por lo tanto, nada favorables para nuestros intereses.

      Con mi conocimiento actual, no tengo muchas opciones para mejorar la situación. De hecho, solo diviso una: ser todavía más cuidadoso en la elección de los abonos, fitosanitarios y otros insumos. No se me ocurre cómo modificar el precio al que me compran los productos porque, en el caso del cereal, se define en función de los mercados globalizados, y en el caso de la uva y las aceitunas, depende de la gestión de la cooperativa de la cual formo parte. No puedo gastar menos en gasóleo ni en maquinaria porque son indispensables para la actividad. Iría muy bien que Europa decidiera aumentar la dotación de dinero que destina a los agricultores mediante la Política Agrícola Común (PAC), pero en eso tampoco puedo hacer nada. Que llueva más y mejor siempre ayuda, pero todavía no he aprendido a hacer la danza de la lluvia. Tampoco puedo pagar menos a los dos trabajadores que nos ayudan en la explotación familiar porque no se lo merecen; además, hemos tenido suerte de encontrarlos porque desgraciadamente cada vez es más complicado encontrar personas dispuestas y cualificadas para trabajar en el campo.

      ¿Podría dar el paso hacia la agricultura ecológica, asociada a una certificación y una subvención suculenta? Esta opción la valoramos desde hace tiempo, pero mi experiencia como asesor en agricultura ecológica, al menos según el modelo que conozco hasta hoy, me ha demostrado que hay que ser muy cuidadoso para no poner en riesgo la viabilidad económica de nuestra empresa. En la mayoría de cultivos, el aumento del coste de mano de obra y el precio de los productos ecológicos que comercializan las grandes compañías de fitosanitarios para sustituir los productos de síntesis provocan un incremento de los gastos que no estoy seguro de poder asumir, ya que el precio que pagan las empresas transformadoras de nuestra zona por la compra de productos ecológicos no es muy diferente del precio convencional, al menos siguiendo los canales de venta que conozco. En alguna ocasión he intentado profundizar más en esta materia, preguntándome si hay modelos sostenibles de gestión agrícola, hasta llegar a topar con conceptos como «la permacultura», «la agricultura regenerativa» o «la agricultura biodinámica». Francamente, solo conozco algunos pequeños ejemplos llevados a cabo por agricultores no profesionales y a menudo con unos resultados muy poco productivos. Además, estas palabras para mí tienen un componente entre hippy y esotérico que me echan atrás. Practicar una agricultura respetuosa con el entorno, sin química, alineada con las entidades conservacionistas y otros agentes sociales es una idea que me atrae, pero no me lo puedo permitir mientras los números no me digan lo contrario. Por otro lado, tampoco puedo continuar como ahora, no tiene sentido. Cuando analizo la situación en profundidad, me doy cuenta que el trabajo en el campo no nos permite a los agricultores ganarnos la vida dignamente. Cada día es más habitual que los diferentes agentes ecologistas de la sociedad nos acusen de practicar una agricultura que destruye el medioambiente, y probablemente tienen razón, pero nos tenemos que ganar la vida, ¿no? Y sin los agricultores, que cada vez somos menos, ¿quién gestionaría el territorio y alimentaría a la población de la Tierra?

      Bien, demasiadas reflexiones trascendentales para el día que marca el inicio del verano, cuyo único objetivo laboral era calcular los beneficios del trigo. Decido apagar el ordenador e ir a ducharme. A partir de mañana empezaré a recoger la información necesaria para valorar racionalmente estas nuevas ideas y plantear alternativas reales a las prácticas realizadas en la finca familiar hasta este momento.

      La parte positiva es que iré a la verbena de San Juan, donde comeremos, beberemos y podré hablar de agricultura con otros compañeros y explicarles mis producciones de trigo y la pulcritud de mis viñas y olivares, sin una brizna de hierba en ninguna parte, de los cuales me siento orgulloso. Y probablemente, a partir de la tercera copa de vino de la cena, nos quejaremos del tiempo, de la dificultad de encontrar mano de obra, del precio del gasóleo, de lo poco que nos pagan por los productos gracias a la maldita bolsa de Chicago y de los bajos importes de las subvenciones.

      COMO CIUDADANOS DEL MUNDO, ¿ESTAMOS ACTUANDO CORRECTAMENTE?

      La respuesta a esta pregunta es ya tan evidente que no hay que invertir mucha energía en responderla. De todos modos, creo que hay que exponer tantas veces como sea necesario los motivos por los cuales hace falta una alternativa al modelo social actual. La responsabilidad que tenemos ahora los habitantes del planeta es muy grande, puesto que las acciones que llevemos a cabo a lo largo de los próximos años podrían condicionar la Tierra durante los siglos venideros.

      Uno de los principales problemas que existen a escala global es y será el cambio climático, el calentamiento progresivo del planeta con todos los efectos que este pueda comportar. No podemos pretender que cambiar en pocas décadas la composición de una atmósfera creada a lo largo de millones de años no tenga un impacto sobre el clima. Actualmente hay una concentración de casi 420 partes por millón de dióxido de carbono en el aire1 que respiramos; para encontrar unos niveles similares a los actuales, habría que retroceder unos tres millones de años, hasta el periodo del Plioceno, momento en que la Tierra era muy diferente.

      El modelo de vida de la sociedad actual, basado en el uso y abuso de las energías derivadas de los combustibles fósiles, genera una gran cantidad de emisiones de gases de efecto invernadero, como el metano o el dióxido de carbono, entre otros. Cuando estos gases se concentran en la atmósfera, evitan que salga parte de la radiación solar que incide sobre la superficie de la Tierra. Esta radiación, básicamente los rayos infrarrojos, se queda en el interior de la atmósfera y contribuye así al calentamiento del planeta.

      Según los cálculos realizados por la comunidad científica, las prácticas agrícolas son responsables de casi un 21 por ciento de las emisiones antropogénicas de gases de efecto invernadero2. Si bien los agricultores somos, en gran parte, responsables de estas emisiones, también tenemos la capacidad de cambiar esta tendencia y de contribuir a la reducción de las emisiones como te explicaré a lo largo del libro. Y no solo esto, sino que cambiando las prácticas agrícolas predominantes en las últimas décadas, podremos devolver grandes cantidades de dióxido de carbono al suelo.

      Otro gran peligro para las personas que habitan la Tierra es la erosión y la desertificación progresiva del territorio. Cada año perdemos unos 36.000 millones de toneladas de tierra fértil que van directamente al mar, según un estudio de la Universidad de Basilea3. Más de 170 países sufren un elevado riesgo de desertificación, y en Europa el 40 por ciento del territorio se encuentra en riesgo de erosión. Los países más afectados son los que rodean el Mediterráneo, mientras que las zonas más septentrionales del continente son menos vulnerables a causa de las precipitaciones más regulares. Unos 250 millones de personas se ven afectadas por estos factores, según el Tribunal de Cuentas Europeo. Un ejemplo es el aumento de la migración de ciertos países del continente africano hacia Europa. Las desigualdades entre personas, las guerras por el poder y por el control de los recursos naturales o la calidad de vida tienen una estrecha relación con el grado de desertificación y la capacidad productiva de los suelos en cada uno de esos países. Este hecho es dramático para las personas que se ven obligadas a abandonar su país de origen, y complejo de gestionar para los países de acogida. En este contexto, parecería razonable que las entidades gubernamentales dedicaran grandes esfuerzos a la recuperación de los suelos agrícolas de los países con menor grado de desarrollo, ¿no?

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