Stefania Garassini

Smartphone


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ante nuestros hijos en este ámbito. Tenemos algo mucho más importante que movernos eficazmente en el ambiente digital. Podríamos decir que nuestras “maletas” provienen de un mundo total o parcialmente “analógico”, en el que hemos vivido durante un tiempo más o menos largo. Sabemos por experiencia qué significa desconectarse, no estar disponibles, terminar una conversación o un buen libro sin vernos interrumpidos constantemente por los tonos de las notificaciones, etc. Esto hace que nos resulte más difícil adaptarnos a lo nuevo pero, al mismo tiempo, nos ayuda a darle a lo “nuevo” un contexto, un significado y un valor.

      Es el comienzo de una emocionante aventura. Somos la única generación de educadores que está manejando esta transición. No hay tradiciones que respetar, ni costumbres establecidas, ni prácticas que replicar. Nosotros somos los que tenemos que trazar el camino. Tenemos nuestras maletas: abrámoslas, miremos dentro de nosotros mismos con realismo, y decidamos qué es lo bueno y cómo esto puede guiar nuestro uso de los medios y el que han de hacer nuestros hijos. Si no lo hacemos ahora, nadie lo hará por nosotros. Somos en gran parte responsables de cómo los medios de comunicación afectarán a las vidas de los jóvenes a partir de ahora. Si crees que eso no es mucho, tal vez este libro no sea para ti.

      * * *

      Por tanto,

       No dejemos que el “nativo digital” nos asuste. En verdad no existe. Hay desafíos, pero también oportunidades, que los adultos y los niños pueden afrontar juntos.

       Los adultos tienen habilidades, no “técnicas”, que pueden ser de gran ayuda: las maletas indispensables para afrontar el viaje.

       El primer paso es mantener el control, y decidir bien —muy importante— la edad en la que creemos que es correcto equipar a nuestro hijo con un smartphone.

      RAZÓN 2

      DARLE UN TELÉFONO INTELIGENTE A UN NIÑO SE CONVIERTE EN UNA INCITACIÓN A LA MENTIRA

      Un smartphone implica suscribirse a uno o más servicios de redes sociales. No todo el mundo sabe que para suscribirse a Facebook e Instagram hay que tener 13 años, mientras que para usar Whatsapp la edad mínima en Europa es de 16. Por lo que respecta a YouTube, que es propiedad de Google, la edad requerida para administrar una cuenta de Google de forma independiente varía de un país a otro y en cualquier caso es mayor de 13 años: en Italia es de 14 años. ¿Cómo crees que se puede resolver este problema? Tienes dos posibilidades: o bien le prohíbes a tu hijo el acceso a todos estos servicios, o le permites mentir e, implícitamente, romper las reglas.

      Probad a poner un viejo Nokia en las manos de un niño de 12 años, uno de esos que solo hacen llamadas. Una herramienta muy útil, si solo se necesita para contactarlo y ser contactado en caso de que, por ejemplo, recorra solo ciertos trayectos. Casi seguro que no querrá saber nada. Lo considerará una vergüenza y os responderá que está dispuesto a prescindir del teléfono: si hablamos de teléfono móvil, hablamos de smartphones, no bromeemos, y por tanto, obviamente, estamos hablando de medios de comunicación social.

      En este punto podemos decidir afrontar los límites de edad de los diversos servicios como imposiciones molestas que pueden ser eludidas de alguna manera, dando así a nuestros hijos la enésima lección sobre cómo la astucia paga más que el respeto a las reglas (como si no las recibieran ya suficientemente desde todas partes). O podríamos tratar de entender el significado de las pautas oficiales de edad para las redes sociales, los videojuegos y, en general, para todo el contenido online. Solo si somos conscientes de lo que está en juego podremos desarrollar una convicción seria, e identificar los medios para hacer cumplir esas directrices también dentro de la familia. La regulación de la edad de acceso a los servicios no es la solución —por supuesto—, pero es un primer paso imprescindible para caminar en la dirección correcta. Los límites de edad pueden ser una ayuda para los padres, uno de los pocos, como escribió el pedagogo Daniele Novara en Avvenire: «Es difícil esperar heroísmo de los padres y las madres cuando en todas partes, especialmente en nuestro país, reina la indiferencia sobre estas cuestiones, si no la estigmatización de quienes no compran un smartphone a un niño de 7 u 8 años. [...] Sin leyes claras, las familias quedan a merced de un marketing cada vez más cínico, que utiliza a los menores como blanco para vender herramientas inapropiadas para su edad».

      Debemos recuperar el valor de la gradualidad de los comportamientos, de las situaciones y del contenido según la edad. Si esto está claro para nosotros en muchos campos (uno de ellos es el de la comida: nadie soñaría con dar de comer langosta a un recién nacido), cuando nos aventuramos en el mundo de los contenidos de entretenimiento y las herramientas para relacionarnos con los demás, el paisaje es más confuso. Si bien pensamos que es obvio que un alimento —quizás muy bueno en sí mismo— ingerido cuando el cuerpo aún no está listo para asimilarlo puede perjudicar gravemente la salud, no estamos tan convencidos de que lo mismo ocurra con el “alimento para la mente”. Es decir, que lo que leemos, miramos, escuchamos influya en nuestros pensamientos y de alguna manera oriente nuestra atención, determinando tarde o temprano nuestros valores. Esto es cierto a cualquier edad, pero en las etapas de desarrollo el asunto es mucho más delicado.

      GOBERNANDO LAS EMOCIONES

      Durante la adolescencia «construimos quiénes somos y cómo somos vistos por los demás», recuerda la neurocientífica Sarah-Jane Blakemore: esta es la fase en la que «para muchos de nosotros se origina un profundo y complejo sentido del yo (en particular, nuestro yo social)».

      Solo alrededor de los diecinueve años —en la mayoría de los casos— se consolida la percepción de sí mismo y de cómo es visto por los demás. Esto explica, por ejemplo, la importancia desproporcionada que los adolescentes atribuyen a los factores sociales a la hora de tomar decisiones. Ser aceptado por un grupo, no sentirse excluido, son, a todos los efectos, prioridades que pueden eclipsar otros aspectos. Y ahora está demostrado que el entorno en el que el niño vive, afirma Blakemore, puede «jugar un papel importante en la formación de la corteza prefrontal». Recordémoslo en el momento de evaluar la influencia de los medios sociales (implacables termómetros de la aceptación social), pero también de los videojuegos y otros contenidos digitales, en la mente de los adolescentes.

      Una investigación del Comisionado Británico de los niños (una especie de garante o procurador Británico de la Infancia), publicada en enero de 2018 (“La vida en likes”), investigó el uso de servicios online por niños entre los 8 y los 12 años. Mirando los resultados del estudio, queda claro que los límites de edad son en realidad algo más que una buena motivación. Si entre los 8 y 10 años el uso de Internet es principalmente lúdico —las aplicaciones más difundidas son los juegos— e Internet es una forma de hacer nuevos descubrimientos o de expresar la propia creatividad, la situación cambia con la entrada en la preadolescencia; cambia tanto que los investigadores hablan de un verdadero “precipicio” cuando se llega a la escuela secundaria. Del uso recreativo se pasa a un uso más directamente relacionado con la interacción social y la construcción de la propia imagen. Es entonces cuando el medio se hace difícil de dominar, y en muchos casos se experimenta una verdadera dependencia de los like —“me gusta”— y de los comentarios, considerados esenciales para confirmar la propia autoestima, con una preocupación constante —que no pocas veces deriva en ansiedad— por el propio modo de comparecer online. El uso intensivo