José Flores Ventura

Hasta donde llegue la vista...


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baluarte tangible de las riquezas de Coahuila es, sin duda, su gente, sobre todo aquella que se aferra a las viejas usanzas de la vida en el campo o en la ciudad; tendré el gusto de citar algunas personas que, a lo largo de mis recorridos por el estado, he conocido, y lo haré en el primer capítulo.

      Beto Cano, Nacapa, Ramos Arizpe.

      Capítulo I

      Personajes pintorescos de Coahuila

7

      En los diversos territorios de nuestro estado habitan personas acostumbradas a la dureza del campo; sin embargo, la mayoría son de trato amable y no niegan ofrecer un vaso de café o tortillas al viajero que se interna por las humildes comunidades o las alejadas rinconadas. Su forma de ver y afrontar las cosas de la vida nos llena de asombro, siendo grandes enciclopedias vivientes de las que siempre es posible aprenderles.

      En 1996 conocimos a Juan Pugas, tallador de lechuguilla en una majada de Ramos Arizpe, y apodado por mi compañero Rufino como “El Quince Uñas”, ya que le faltaba una mano, perdida, según cuenta, en una faena agraria cuando era joven. Esto no era impedimento para tallar la planta, de la que lograba sacar hasta 10 kilos de fibra en un rato breve, al tiempo de que nos platicaba sus aventuras en el campo.

      Por el mismo año también conocimos a doña Cruz Hernández, a quien el tiempo le hizo una cruz de vida, al perder en un mismo hecho a dos de sus hijos en una comunidad de la Zona del Silencio. Entre las anécdotas de ella que recuerdo mucho, está la de la vez en que nos preguntó acerca de qué andábamos buscando, y le dije que fósiles, piedras con figuras de animales, y ella nos respondió: “¡Ah, sí!, ésas que hace Dios”. En otra ocasión, el cielo se empezó a nublar, y entonces fue y metió a las personas de mayor edad que estaban en la sombra de la tarde tomando el fresco, y al preguntarle por qué lo hacía, me dijo que porque como tienen mucho poder en su mirada, ahuyentan a las nubes y no llegan. Me quede pensando que si alguna vez llovió en esa región fue durante el diluvio, y creo que nomás chispeó.

      En otro poblado de casas de roca en ruinas, que por nombre lleva “Las Encinas”, habitaban tres hermanos, el mayor de 87 años había perdido completamente la audición, la hermana de 85, artrítica, casi no miraba, y el menor, de 83, era mudo. Entre los tres se las arreglaban mutuamente para las faenas del campo, que incluían el pastoreo de chivas, la talla de lechuguilla, el corte del oreganillo y las labores domésticas; todo lo hacían tan coordinadamente, y con tal eficacia, que parecía fácil, a pesar de sus impedimentos físicos.

      Otro habitante distinguido es, sin duda, Beto Cano, de Nacapa Viejo, quien cuando no está ebrio, está lo que le sigue, pero cuenta con un gran corazón y es conocedor de su región como ningún otro. En una ocasión, ya terminando enero, nos recibió con unos frijoles y unas tortillas de harina recién hechas por su esposa Reyes, y luego de un rato le reclamó a Rufino que si no traíamos “algo” para festejar el año, a lo cual Rufino le respondió: “Pero Beto, si todavía faltan 11 meses para que acabe”. Claro que Beto se refería al año que acababa de pasar. Horacio, otro habitante de esa comunidad, es sordomudo, pero a pesar de ello se va a cuidar a las chivas y, en una ocasión, llovió mucho y quedamos atrapados sin poder salir de la orilla de la presa; entonces apareció Horacio y, a puras señas, nos dijo que lo siguiéramos en la camioneta, yendo él adelante, y así nos sacó hasta el poblado, por caminos que solamente él conoce.

      Las chanclas de doña Josefa

      En una excursión por las cañadas del centro de Ramos Arizpe, documentando petrograbados y sitios con pinturas rupestres, habíamos estado encontrando en las rocas las iniciales MME en los lugares más recónditos, hasta que por fin un día conocimos al autor de éstas, un tal Marcos Molina Estrada, hombre de unos 80 años que por décadas, en su continuo pastoreo, ha marcado su estadía en las paredes de piedra de la región. Él habitaba una oquedad excavada en el barro de un arroyo y cercada por varas de albarda, pero tan increíblemente limpia y acomodada que causa asombro verla, a pesar de las condiciones ambientales en las que se encuentra. Las otras piezas de su hogar las conformaban la cocina con botellas con agua colgantes, una trastienda y su taller para tallar lechuguilla, igualmente ordenado y aseado. La primera vez que lo visitamos, habíamos comprado un cabrito y, a cambio de compartirlo, le ofrecimos que nos lo preparara y guisara; recuerdo que no había contemplado a alguien comer con tal ímpetu, gusto y desesperación a la vez, mencionándonos que llevaba ya varios años sin comer carne, a pesar de cuidar un tajo de chivas que son propiedad de su ex esposa. Se me hizo nudo la garganta y, a partir de entonces y cada vez que podíamos, le llevamos algo de despensa.

      Arroyo arriba, a escasos 40 metros de donde vive don Marcos, en las ruinas de una antigua casona de piedra, habitaba su ex esposa, doña Josefa, mujer de unos 75 años, algo dura de carácter, pero amable y dueña del tajo de chivas. A pesar de la cercanía entre ambos, no atinan siquiera a dirigirse una mirada, siquiera una palabra y, al preguntarle la causa, sólo alcanza a decir, agachada: “Qué tan grande ha de haber sido el agravio”, acompañada la frase de un gran silencio. Un hermano de doña Josefa, Genaro, de unos 70 años, la visita ocasionalmente, éste de tez morena, alto y distinguible desde muy lejos, por su gran casco blanco de obrero que no se quita ni para dormir, y tiene un buen humor que acompaña casi siempre con etílicas palabras entrecortadas; tales son sus rasgos característicos.

      Entre los tres personajes, con sus diferencias notables, dan algo de luz y de vida a este derruido pueblo de roca donde, alguna vez, hubo un manantial con parcelas de duraznos y membrillos, recuerda don Marcos. Los hijos de ambos sólo de vez en cuando los visitan, y ellos siguen reacios a abandonar sus tierras que los vieron nacer y, en tiempos mejores, crecer; sólo esperan la muerte, a la cual abordan con singular burla y sin tapujos, como únicamente sabe hacerlo la gente de campo.

      Un día en nuestras andanzas, alejados a varios kilómetros del pueblo, por una honda cañada divisamos en la vera empinada de la sierra un tajo de chivas que bajaba y, tras de ellas, a doña Josefa, quien penosamente se abría paso entre las espinas de los matorrales, las rocas y las lechuguillas. Cuando nos emparejamos en la vereda hacia el pueblo vimos, con asombro, que iba descalza, y en la espalda llevaba una par de huaraches colgados. Con sus maltratados pies hacía a un lado los tallos espinosos de la lechuguilla, esquivando las rocas sueltas de la pendiente, mientras con la mano sostenía el báculo de mando para guiar a unas 30 chivas. Le preguntamos, entonces: “Oiga, doña Josefa, ¿por qué no se pone las chanclas?”, a lo cual respondió: “Porque se me gastan”. Así, al llegar a lo más plano de la vereda, procedió a ponérselas, ya casi llegando al pueblo. Así es la vida en el campo y así es su gente.

      El niño de la montaña

      La odisea de la vida comienza muy temprano para Toñito, un niño cuyo pecado fue nacer en una joven familia numerosa y sin un padre que la sustente, alejado en una comunidad rural en las montañas de Arteaga. Bajo estas circunstancias se ve obligado a trabajar para aportar a la precaria economía familiar y, por lo tanto, no conoce la escuela y el campo es casi permanentemente su segundo hogar, permeándolo, forjándole un carácter duro y melancólico, a pesar de sus escasos 10 años.

      Desde muy temprano sale a la espesura de los bosques, ahora recolectando piñones para vender, otras veces tunas silvestres, robando mazorcas en las parcelas de modernos caciques, juntando tierra para macetas, así como pitahayas, limas o cabuches, según la temporada, antes de que se desequen; así, el año se le va de aquí para allá, cosechando lo que da la madre naturaleza. Esto, a pesar de su corta edad, lo ha hecho un gran conocedor de su entorno; él me ha guiado hasta donde habitan las lechuzas de tierra, donde hay flores multicolores, las cuevas escondidas entre farallones o en el hábitat del oso negro, muy dentro en la serranía.

      Con gusto le hecha diente a la comida chatarra que llevo, a la otra le traigo algo mejor; le fascina, al igual que a mí, llegar hasta la cima de las montañas y detenerse a contemplar la grandeza del mundo que lo rodea, mimetizarse entre los árboles para no ser visto