José Flores Ventura

Hasta donde llegue la vista...


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hermanos.

      Así es la odisea diaria de Toñito, un niño que vaga en el bosque, solo u ocasionalmente acompañado, cuando un aventurero se le atraviesa; vaga entre un mundo de peligros pero, a la vez, a salvo de la gente, el mayor de los peligros para un niño de 10 años. Sus manos, llenas de llagas, y el rostro colorado untado de costra, con el pelo suelto que esconde al niño juguetón a quien le da gusto platicar sus aventuras y travesear con las ramas de los pinos, o agarrando lagartijas que se le cruzan por los senderos.

      De vez en cuando, a lomo de burro cargado de leña y cuesta abajo hacia el pueblo, se detiene a descansar en el mar de flores silvestres, con la cara al sol que se recorta entre los trazos enramados de los pinos. Así lo conocí, él a un lado del árbol y yo del otro; recuerdo el tremendo susto que le di al levantarme camuflajeado, como es mi costumbre andar, sin que antes se diera cuenta de mi presencia.

      Como mucha gente del campo que no tuvo la gracia de la “educación civilizada”, Toñito no tendrá los placeres mundanos que los niños de hoy disfrutan, para bien o para mal. No conocerá más lujo que tener de techo un millón de estrellas, tal vez no tendrá nada material más que el burro que lo acompaña (el que lleva la leña), vivirá 100 años y será un sabio acuñado con la sagacidad de la naturaleza, la simplicidad será su constante y su ambición será ver de nuevo salir el sol por entre las montañas cada día de su vida.

      En su mirar hay algo que recuerda mi infancia: ojos grandes y tristes que se detienen hacia el horizonte en una tarde despejada, sentado en lo alto de una colina y viendo desaparecer el sol tras el filo de la sierra, tal vez con la esperanza de un nuevo amanecer, tal vez con la añoranza de que las cosas cambien mañana.

      Don Ancina de Cuauhtémoc

      Don Ancina, hombre de los de antes y sabio anciano como pocos, no atinaba a recordar los tiempos vividos en su pueblo natal, en el semidesierto del sur de Saltillo. Con frases recortadas por lagunas de memoria, nos relataba, bajo un mezquite a orillas del pueblo, los tiempos difíciles de pocas lluvias o de inundaciones, cuando las había en demasía. Contaba de tormentas o huracanes, de cometas y rarezas celestes como ovnis, y de espíritus ambulantes por estos lares.

      Don Ancina no era su nombre, se llamaba Martín, pero un día, cuando tramitó su credencial de elector, le preguntaron su apelativo, y les dijo con campirana autoridad: “¡Martín Becerra Trejo y Ancina quiero que me digan!”, y Ancina le empezaron a decir.

      Mencionaba repetidamente que en su niñez se oía hablar del “Chan”, un espíritu que salía de las orillas de los cuerpos de agua y asustaba a las mujeres y a los niños haciéndolos correr del miedo; éste era un ancestro chamán que, ataviado con pieles y plumas, reclamaba por ser natural de esas tierras suyas y perdidas por siglos. Don Ancina también platicaba que, en una ocasión, un oso secuestró a una bella y joven mujer, llevándosela a vivir a una cueva en la espesura del bosque, y no supieron más de ella, pero tiempo después vieron bajar a unos niños peludos en exceso, buen pretexto para decirle a un sancho, pensé, ya que por aquellos años habían llegado al pueblo unos leñadores a quienes les decían “Los Osos”, por estar fornidos y velludos.

      Minas abandonadas con tesoros escondidos esperando que el más osado los encuentre, relaciones con canastos de centenarios que se aparecen, cuevas que se abren en cuaresma y cierran al acabar el día, todas leyendas rurales clásicas que no faltan en un pueblo pero que, contadas por Don Ancina, adquieren singular atractivo.

      Se llenaban de brillo sus ojos al comentar las bellezas naturales de los montes, como en el caso de la espesura de los bosques de oyameles con atajos de venados que recorren las aún vírgenes praderas ubicadas muy arriba, cerca de las cumbres. Hacía mención del olor de la menta en las veredas anexas a los arroyos o del aroma del yerbanís después de llover, del aroma de los pinos que acompaña al ir a cazar conejos, el cielo azul profundo con nubes aborregadas y noches oscuras con estrellas entre las cumbres montañosas.

      Recordar su juventud le daba orgullo, ya que no había pelao que se atreviera a enfrentársele, por ser un fornido tallador de lechuguilla y leñador en Astilleros, ahora ejido Cuauhtémoc. Briago peleonero, en una ocasión mató a un hombre por faltarle al respeto a su novia, a la cual, cuando salió de la cárcel, encontró casada con el hermano del que había matado, con cinco chilpayates y cargando 50 kilos de más, “al cabo que no la quería”, mencionó al verla en esa condición, y luego se refugió en una cabaña escondida en la sierra, donde vive hasta nuestros días.

      La última anécdota ocurrió en pasados tiempos electorales, ya que no lo dejaban votar por llevar una maltrecha camiseta del partido que robó los colores patrios; entre discusiones a favor y en contra halló la solución, que fue voltearse la camiseta, y así ejerció el sufragio, derecho de todo ciudadano. Antes de irse, se devolvió y dijo: “Al cabo que ni voté por este #¡’*! partido, y vine porque ya me tienen hasta la chin… con su uno, dos, tres”, y salió encanijado rumbo a la sombra de aquel mezquite que le hacía compañía desde mucho tiempo atrás, para resguardarse del calor y recordar pasados tiempos, perdiéndose de vista entre las siluetas de las montañas lejanas.

      No atino a entender la vida de don Ancina o Martín, si es héroe o mártir de las circunstancias de la vida, cuando cayendo el atardecer se levanta y, sin despedirse, se va para su cabaña, hasta que vuelva al siguiente día a aquel viejo mezquite, o hasta que ya no se levante más.

      “El Mode”, el indigente del oriente

      Deambulando por las calles del oriente de la ciudad, el hombre más cuerdo de todos los que ahí habitamos no se inmuta ante el extremo calor ni ante las balas que, casi a diario, pasan zumbando por Otilio y el periférico, sus lugares predilectos, bajo la sombra del puente. Con pantalón rasgado, a veces sin camisa, si tiene frío un suéter tomado a un medidor de agua se lo quita; si necesita zapatos, más arriba, acude al mercado; no faltan donantes que le den algo, y tampoco lugares a los que no pueda llegar. Come cuando el hambre lo llama, trozos de melón y sandía recoge en la basura del supermercado y los ingiere hasta llenarse.

      Por su modo de hablar, se nota que alguna vez fue normal y hasta culto, aunque platicando con él, me preguntó: “¿El cuerdo de qué lado está?”. No cabe duda de que conoce de la vida y la política, además de las ciencias, pocos hay como él, todo un Demóstenes de las calles. A los niños pequeños y a las señoras les da temor cuando lo ven pasar, por su aspecto sucio y maloliente, pero a mí me dio curiosidad verlo leer a diario el periódico y vagar a todo lo largo de Otilio, su calle preferida, desde Las Tetillas hasta la González, hablando para sí, visitando los tianguis locales, las aceras y los rincones sombreados, donde duerme por unos instantes.

      “El Mode”, le llaman; se para junto a los voceadores muy de mañana y, entre tanto que se venden los periódicos, arranca páginas para leer las noticias frescas antes que nadie; por eso es un hombre enterado de las tragedias de la ciudad. Si le pregunto cómo vio las elecciones, contesta:

      Esto es pura basura, como aquél al que le dieron a escoger cuatro formas diferentes para fallecer: ahorcado con la lengua de fuera, fusilado con la tripa rellena de plomo, electrocutado todito achicharrado o de hambre comiendo trozos de lo que halle. Cuatro elecciones obligados a escoger, yo por eso a ni uno le iba, por más despensas podridas que me dieran para comer. Más vale vivir como yo, al rato más compañía tendré; a como veo las cosas, ya los veré limpiando parabrisas.

      Si le pregunto del fin del mundo para finales del 2012, me dice: “Le tengo más miedo a una devaluación con el cambio de la presidencia que al mismo fin del mundo, si éste llegara sería lo mejor para todos, así acabarían las penas del todo”.

      “¿Cómo ves la época violenta que vivimos?”, le pregunto con temor de enojarlo: “Las cucarachas, cuando son muchas, se comen unas a otras ante la escasez y lo reducido de su territorio, hasta que quedan muy pocas, y entonces su prole vuelve a crecer; por lo pronto hay que esperar a que casi se acaben, pero nunca desaparecen”.

      ¿Dígame usted quién es el loco?, ¿aquel que se preocupa de todos los días ir al o buscar trabajo, tolerar los aumentos cada mes, como el de la gasolina, vivir a la espera de que no lo asalten sin poder reclamar, o aquel que sólo se preocupa