Gloria María Gallego García

Violencias de género: entre la guerra y la paz


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a su carácter sexual, señala Claudia Card, en una cultura patriarcal la violación tiene un potencial especial para crear una fisura entre la comunidad (2002, p. 129).

      En tercer lugar, tras el análisis de MacKinnon y otras autoras de las violaciones masivas ocurridas en las Guerras Yugoslavas, se constató la importancia del sexo, del deseo sexual masculino, exhibido públicamente como una representación pornográfica. En Bosnia-Herzegovina, relata Mac-Kinnon, la pornografía se convirtió en un instrumento del genocidio mediante la filmación teatralizada de las violaciones en los “campos de violación” y la posterior distribución de ese material como propaganda de guerra (MacKinnon, 2006 y Salzman, 1998). Con un enfoque similar a la hora de poner el sexo en primer plano en la violencia contra las mujeres, Jean Franco examinó el genocidio en Guatemala y en Perú, poniendo el acento en la masculinidad extrema, en la que “el montaje grupal de una fantasía colectiva desempeña un papel importante” (2016, p. 34).

      En cuarto lugar, incorporar el sexo en el análisis de la violencia en conflictos, nos permite también dotar de significado a las violaciones “oportunistas” frente a las “violaciones genocidas” o “estratégicas”. Un debate recurrente al analizar los patrones predominantes de la violación en las guerras, sobre todo en la década de los noventa a raíz de las resoluciones de los Tribunales Penales Internacionales de Yugoslavia (1993) y de Ruanda (1994), fue la asimilación de la violencia sexual con el genocidio, con una violencia estratégica guiada por un propósito genocida (Sánchez, 2021). Esta asimilación posibilitó, desde un punto de vista jurídico, considerar la violencia sexual como un crimen contra la humanidad.

      Sin embargo, la exitosa estrategia de reconocimiento e inclusión de la violencia sexual en el Derecho Internacional supuso el silenciamiento de otras violencias sexuales “oportunistas” con una clara motivación sexual, es decir, aquellas no planificadas como arma de guerra genocida, pero que se aprovechan de la impunidad del marco bélico14. El resultado no deseado del énfasis en el genocidio y no en el carácter sexual de la violencia fue el establecimiento de una jerarquía de las violencias sexuales cometidas en escenarios de conflicto entre una violencia sexual (ordinaria, no genocida) y una violencia sexual genocida (extraordinaria), esta última digna de la atención del derecho internacional.

      Por último, no podemos olvidar aquellas situaciones históricas en las que la violencia sexual masiva contra un determinado grupo de mujeres sí ha tenido una clara motivación de satisfacción sexual. Se trata de los casos de esclavitud sexual, donde las niñas y jóvenes son secuestradas por las fuerzas militares, paramilitares o guerrilleras para ejercer la prostitución forzada o actuar como “esposas”; aquellos otros casos masivos históricos, como el de las “comfort women” (esclavas sexuales —la mayoría de ellas coreanas y chinas— confinadas por el Ejército Japonés durante la Segunda Guerra Mundial) (Askin, 2001); o las violaciones de las mujeres berlinesas por parte del Ejército Ruso cuando este entró a la ciudad15.

      Por consiguiente, parece que desechar el componente sexual de las violaciones en los escenarios armados elimina aspectos relevantes para el análisis. La tesis que aquí defiendo al respecto es que esta violencia debe interpretarse como una política sexual, acudiendo al término acuñado por Kate Millet en 1970. Si la interpretación de Segato, Brownmiller y otras podía resumirse diciendo “no es sexo, es política”, ahora de la mano de Millet, diremos “es política porque es sexo”.

      En su obra, Política sexual, Millet indagaba sobre qué papel juega el sexo como instrumento de dominación y si el sexo es un exponente de las relaciones de poder. Su respuesta, acorde con las preocupaciones teóricas del feminismo radical de la Segunda Ola, era la siguiente: “Aun cuando hoy en día resulte imperceptible, el dominio sexual es tal vez la ideología más profundamente arraigada en nuestra cultura, por cristalizar en ella el concepto más elemental de poder” (1995, p. 70). De acuerdo con ello, “el sexo es una categoría social impregnada de política” (1995, p. 68). De esta manera, Millet desnaturaliza la sexualidad. Ya no es prepolítica, sino que:

      Aunque se considere la tendencia sexual de los seres humanos un impulso, es preciso señalar que esa importantísima faceta de nuestras vidas que llamamos ‘conducta sexual’ es el fruto de un aprendizaje que comienza con la temprana socialización del individuo. (1995, p. 82).

      La política sexual, como expresión del patriarcado, desarrolla estereotipos característicos de género —sumisión-pasividad— y decreta para cada sexo un código de conducta altamente elaborado16. Retomar la idea de una “política sexual” no pretende eliminar la idea de la violencia sexual como manifestación de poder y sumisión; contrario a esto, politiza la sexualidad y señala que el sexo contiene en sí un elemento de poder dada la socialización patriarcal. Kate Millet fue realmente pionera al señalar “lo personal es político”, queriendo decir con ello “lo sexual es político”. Trasladar esta afirmación al escenario de los conflictos armados nos permite ver cómo se ejerce el poder —en el sentido weberiano del término, como “poder sobre alguien”— por medio del sexo. Puesto que este es en sí mismo poder no se sitúa al margen de él, tal y como se evidencia en el uso del sexo en las guerras.

      Otro elemento importante que introduce Millet en su análisis de la política sexual es la violencia. “La firmeza del patriarcado se asienta también sobre un tipo de violencia de carácter marcadamente sexual, que se materializa plenamente en la violación” (1995, p. 101). Esa violencia sexual se torna cierta y efectiva en escenarios de conflicto armado especialmente —aunque no de forma exclusiva— y, aunque no se produzca en realidad, funciona como una amenaza, en todos los contextos, como “un instrumento de intimidación constante” (Millet, 1995, p. 100) con consecuencias restrictivas en la vida cotidiana de las mujeres. Así, en nuestras sociedades democráticas, las mujeres tienen que planificar y variar sus desplazamientos, principalmente de noche, ante la amenaza de la violación. Las mismas autoridades policiales insisten en difundir mensajes que limitan su libertad de movimientos (“no salgas”, “quédate en casa”). Para las mujeres y niñas, en muy diversos contextos, existe un permanente “toque de queda” interiorizado por ellas mismas e implícito en las normas sociales.

      Una vez visto el marco teórico de la política sexual, profundicemos ahora en cómo se manifiesta en escenarios de conflictos armados, cómo la violencia sexual articula la estrategia geopolítica de las “nuevas guerras” mostrándonos su centralidad. Nos enfocaremos para ello en los informes anuales del Representante Especial para la Violencia Sexual en Conflicto del Secretario General de Naciones Unidas (SRSGSVC)17. El informe del 2018, en el apartado correspondiente a “Panorama general de tendencias actuales y nuevos motivos de preocupación”, señala el aumento o resurgimiento de conflictos, el extremismo violento y el desencadenamiento de patrones de violencia sexual. Entre estos últimos cabe resaltar los siguientes: el uso estratégico de la violencia sexual para forzar los desplazamientos de poblaciones y para impedir el retorno a los lugares de origen18.

      Como veíamos, la amenaza de este tipo de violencia lanza un mensaje extremadamente eficaz a la comunidad en su totalidad. Persiste la violencia sexual contra minorías étnicas, en lo que podríamos denominar una política sexual “de depuración étnica”. Sin embargo, además, como señala el informe, esto repercute a su vez en el silenciamiento de la violencia sexual cometida al interior del grupo, ya que no se denuncia la violencia perpetrada por miembros de la misma comunidad debido a las presiones de lealtad al grupo (S/2018/250, p. 5). Otro patrón importante relaciona la violencia sexual con la economía, tanto a nivel micro como macro, en una economía política de la violencia sexual. Por medio de la violencia sexual, se redistribuyen recursos económicos en varios planos: las mujeres son utilizadas como “moneda fungible” entre grupos armados, mediante el secuestro y la trata, aumentando la riqueza de estos. Adicionalmente, las mujeres que tienen títulos de propiedad de tierras huyen de los territorios en disputa, dejando las propiedades abandonadas y listas paras ser ocupadas. De esta manera, mediante prácticas ilícitas, los combatientes complementan y aumentan sus propias micro-economías, “mientras que las mujeres sufren discriminación estructural