Gloria María Gallego García

Violencias de género: entre la guerra y la paz


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y extensas formas de abuso que sufren las mujeres, no únicamente en las más extremas. Abarca el abuso constante presente en la vida cotidiana e inserto, en gran medida, en la cultura, los imaginarios populares y, por consiguiente, en la aceptación social de esas formas cotidianas de abuso. Podemos decir, en este sentido, que movimientos feministas actuales como el Me Too o Las Tesis, en Chile, han sacado a la luz ese constante y pertinaz continuum de la violencia, haciendo visibles esos abusos tan presentes masivamente en las experiencias cotidianas de las mujeres. En otro momento de este trabajo, veremos también cómo la tesis del continuum de la violencia se traslada a las situaciones de guerra y paz.

      Otra de las tesis que nos muestran la complejidad y diseminación de la violencia es la del “triángulo de la violencia”, del sociólogo noruego Johan Galtung. Aunque inicialmente se pensó para explicar los conflictos sociales, ha demostrado una gran relevancia y poder explicativo al aplicarla a terrenos como la violencia de género (Confortini, 2006)5. La parte visible de la violencia corresponde, en la explicación de Galtung, con la violencia directa, física. Desde una perspectiva feminista, aquí entrarían el feminicidio, la violencia sexual y la violencia interpersonal; pero también, formas más recientemente “nombradas” tales como el ciber acoso, el acoso callejero o el acoso sexual y laboral. Especialmente interesantes resultan las otras dos violencias, que sustentan y alimentan la aparición de la violencia física: la violencia estructural y la violencia simbólica. En la violencia estructural incluimos las desigualdades económicas leídas en términos de género. Así, por ejemplo, tenemos lo que Saskia Sassen ha denominado “feminización de la supervivencia” o la situación de “brecha salarial” presente en todos los países. La violencia cultural, por otra parte, se refiere a

      […] aquellos aspectos de la cultura, la esfera simbólica de nuestra existencia —materializados en la religión y la ideología, en el lenguaje y el arte, en la ciencia empírica y la ciencia formal (la lógica, las matemáticas)— que pueden ser utilizados para justificar o legitimar la violencia directa o la violencia estructural. (Galtung, 2016, p. 149).

      En esa línea, la violencia cultural sirve de justificación y legitimación, tanto para la violencia estructural como para la violencia directa. Al respecto podemos poner muchos ejemplos insertos en todas las culturas. Me centraré en dos que me parecen especialmente relevantes: los estereotipos de género y la “cultura de la violación” como imaginarios culturales que sustentan las violencias.

      Los estereotipos de género corresponden a “Una visión generalizada o una preconcepción sobre atributos o características de los miembros de un grupo en particular o sobre los roles que tales miembros deben cumplir” (Cook y Cusack, 2009, p. 9). Así, “presumen que todas las personas miembros de un cierto grupo social poseen atributos o características particulares o tienen roles específicos” (Cook y Cusack, 2009, p. 9). Por consiguiente, los estereotipos de género y su aplicación, la estereotipación, re(crean) ideas acerca de cómo deben ser, estar y experimentar el mundo las personas construidas como hombres y como mujeres. Comportarse “como un hombre” o “como una mujer” se define en categorías excluyentes y antagónicas, atravesadas por una estricta norma-tividad de género —sobre todo en el caso de las mujeres— las cuales, en caso de incumplimiento, acarrean sanciones que pueden ir desde la humillación, el desprecio, la exclusión social, la violencia física o la muerte. Si el género, de acuerdo con Joan Scott (1986), indica posiciones asimétricas de poder, los estereotipos de género suponen la consolidación cultural de la normatividad de género, su reificación y radicalización en patrones de conducta exigibles.

      Tal y como expresan Cook y Cusack, una característica particular de los estereotipos de género “es que son resilientes, son dominantes y son persistentes” (Cook y Cusack, 2009, p. 22). En la cuestión que nos atañe, esos estereotipos en sí mismos pueden constituir una expresión de la violencia simbólica, encorsetando a las mujeres dentro de un papel determinado que implica una vulneración de sus derechos. Así, por ejemplo, el estereotipo de la mujer como ama de casa, reproductora en el hogar, cuestiona y viola la igualdad de las mujeres en el mercado laboral. Sin embargo, hay un ejemplo particular de especial significación en esta interpretación, que estamos sosteniendo de la estereotipia como una forma sustancial de violencia simbólica: los denominados “mitos de la violación” (Schwendinger y Schwendinger, 1974). Aunque estos mitos presentan algunas variantes culturales, la gran mayoría se asientan sobre la afirmación del consentimiento de la víctima, que anula el carácter violento del hecho. Como señalábamos al principio de estas páginas, a propósito del caso Kunarac, Kovac, Vukovic en el TPIY, la actitud de los acusados resulta evidente al respecto, pues pensaban que, en el fondo, las chicas también se estaban divirtiendo (“realmente, ella lo deseaba”, “no opuso resistencia, luego no se oponía”). Se intenta reinscribir un hecho violento en la esfera de la privacidad, hurtándolo, por lo tanto, de una significación público-política, donde las relaciones de poder juegan un papel fundamental6.

      Los estereotipos de género están tan asentados en las prácticas sociales que no escapan tampoco a las prácticas jurídicas y, muy especialmente, a las prácticas judiciales. En este sentido, el derecho internacional de los derechos humanos ha hecho hincapié en la necesidad de eliminar los estereotipos que vulneran los derechos de las mujeres en la práctica judicial, pues podrían revictimizarlas. Así, en el contexto internacional, la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), en su artículo 5 recoge que:

      Los Estados Partes tomarán todas las medidas apropiadas para:

      a) Modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con miras a alcanzar la eliminación de los prejuicios y las prácticas consuetudinarias y de cualquier otra índole que estén basados en la idea de la inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres7.

      En el terreno de las violencias masivas contra las mujeres, los estereotipos han ocupado un rol relevante como se puso de manifiesto, por ejemplo, en el caso del Campo Algodonero, en el 2009, donde la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado mexicano8.

      En escenarios de conflicto armado, los estereotipos de género también representan un papel importante pues refuerzan los roles patriarcales. En este sentido, Zillah Eisenstein señala cómo en tiempos de guerra “la violación permite reactivar la continuidad de la definición de género de la mujer como víctima en lugar de agente” (2008, p. 65). Además, sobre todo, se produce una redefinición del territorio, del espacio político, en términos de remasculinización y desmasculinización o feminización. La nación enemiga se desmasculiniza, tras no haber protegido los varones a “sus” mujeres, esto es, por no haberse comportado como “propietarios” de sus cuerpos y, en su lugar, mediante la violación, otros pasan a ser sus dueños, “el cuerpo de la mujer se convierte en la representación universalizada de la conquista” (Eisenstein, 2008, p. 68). En la misma línea, los varones enemigos sometidos a violencia sexual son “feminizados”, despojados en su misma indefensión del estereotipo de masculinidad guerrera. Así pues, la violencia sexual actúa de forma definidora —y decisiva— en el escenario bélico, puesto que “contribuye a definir y crear enemigos, naciones y sus respectivas guerras” (Eisenstein, 2008, p. 68). El enemigo se desmasculiniza y la parte victoriosa se remasculiniza; algo que podemos observar, además, en la simbología asociada a algunos líderes políticos actuales9.

      De acuerdo con este análisis, podríamos decir que la violencia sexual es una violencia performativa, es decir, es un tipo de violencia que “crea género”, produce y reproduce líneas de demarcación las cuales, además, en el caso de los conflictos armados, cumplen un papel estratégico fundamental (Sánchez, 2015). Cada vez que una mujer es violada, los roles y estereotipos de género —sumisión femenina y masculinidad violenta— se reproducen y se muestran. De esta manera, tanto en Yugoslavia como en Ruanda las violaciones masivas se utilizaron como arma de guerra con el propósito de exterminar al enemigo mediante el uso del cuerpo de las mujeres y niñas. No obstante, para que la violencia sexual sea realmente “efectiva” en su propósito de aniquilación debe entenderse como “una acción patriarcal cargada de significado dentro de una sociedad patriarcal” (Card, 1996, p. 11).