José Luis Velaz

Las llamas de la secuoya


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carnales animales. La imagen de hombres y mujeres convertidos en crueles fieras en medio de edificios en ruinas y desolación se había ya propagado por todo el planeta. Así que al poco tiempo las armas se convirtieron en el mejor medio de defensa —y contra más sofisticadas mejor—, de modo que por las peligrosas calles de las ciudades arrasadas las gentes iban pertrechadas hasta los dientes, mostrando al filo de sus caderas brillantes armas de fuego colgadas del rancio cuero del cinto de sus cartucheras.

      Por todo ello enseguida comenzaron a surgir personas especializadas en el uso de las modernas pistolas que con rapidez y maestría lucían —en medio de las urbes, entre apuestas desaforadas y ante duelos surgidos por retos suscitados por mínimas provocaciones—, sus artes para matar. Los mejores pistoleros en poco tiempo se hicieron muy cotizados, no obstante era tal la rapidez con la que crecían en su fama y valoración como el corto tiempo que les duraba, pues cuando llegaban a la cima siempre aparecía el rival que los superaba en esos duelos a muerte. Sin embargo, mientras tanto, los mejores y más rápidos eran contratados por personas que podían pagar sus servicios. Así, los más potentados, se cubrieron con un gran número de pistoleros y guardaespaldas para custodiar su seguridad.

      Pero pronto muchos individuos, como en todas las épocas y circunstancias, comenzaron a aprovecharse de las debilidades del sistema, en este caso antisistema, para lograr sus intereses, sin miramientos de ninguna clase, por lo que no tardaron en aparecer peligrosas bandas mafiosas y criminales, en las que las mentes más perversas reunían a su alrededor a despiadados matones capaces de desenfundar sus revólveres a gran velocidad. Las rivalidades entre las bandas no tardaron en llegar y en autoliquidarse con continuos ajustes de cuentas; sin embargo, las que prevalecían cada vez se hacían más grandes y poderosas e imponían sus normas. Normas, al fin y al cabo, como aquellas contra las que poco antes el ser humano se había rebelado, solo que aún más injustas y arbitrarias.

      III

      El paso de los milenios había significado un imparable y enorme desarrollo tanto en lo científico como en lo tecnológico al contrario de lo sucedido en el campo de la moral, en el que apenas nada había cambiado desde la misma prehistoria.

      Ante tanta exasperación y a las puertas de su inminente extinción, el homo sapiens parecía estar a punto de lograr que al final de su evolución biológica fuera sucedido por otro ser creado por él mismo, como si de una transformación, ahora digital, se tratara, capaz de adaptarse a los nuevos tiempos que habrían de llegar.

      Quizá sin que en verdad fuera absolutamente consciente de sus futuras consecuencias, había creado la inteligencia artificial. Lenta pero sin pausa, al cabo de muchas generaciones, de simples programas surgidos por la necesidad de ayuda se habían creado máquinas con verdaderas redes neuronales artificiales que habían llegado a su cénit cuando estas fueron capaces de aprender y evolucionar por sí solas.

      Las máquinas inteligentes habían comenzado a servir a los humanos en todo tipo de tareas: desde las científicas a las de entretenimiento, pasando por las domésticas y de desarrollo de tareas profesionales. Con el tiempo, el ser humano quiso que también, en su aspecto físico, se parecieran a él. Incluso que les reconfortara en su soledad, aquella a la que las redes sociales, ya extinguidas, no habían hecho sino reforzarla. Y comenzaron a comprarse humanoides con texturas y formas semejantes a las del ser humano, con el carácter que los individuos solicitaban para que satisficieran sus íntimas necesidades o curaran sus carencias afectivas. Y comenzaron así a generarse parejas mixtas formadas por humanos y humanoides.

      El ser humano en su azorada progresión, aunque se había destruido a sí mismo y se encontraba al borde de su extinción, había logrado crear, sin embargo, unos seres que revestidos, a su mejor imagen y semejanza externa, no eran sino máquinas programadas cada vez más capacitadas para cualquier actividad. Estos robots humanoides se habían ido perfeccionando hasta el punto de llegar al hito más crucial: eran capaces por sí mismos de aprender, mejorar y reprogramarse para cualquier objetivo; esto es, ya no necesitaban al ingeniero humano para programarlos. Pero lo más fundamental llegó cuando ya no solo fueron poseedores de inteligencia, sino también de consciencia.

      A diferencia de la especie humana su cerebro no solo era más rápido y ágil, sino que su fortaleza, en todos los aspectos, era superior y en especial, al no ser una especie animal, no tenían las necesidades de estos: respirar, comer, beber, dormir, ni estaban expuestos a las múltiples enfermedades humanas, ni a su envejecimiento y muerte. Eran capaces no solo de actualizarse por sí mismos, sino que lograban que generaciones o versiones posteriores superaran las anteriores, tanto en fines como en capacidades, y tan solo necesitaban para su supervivencia un mínimo consumo de energía, la cual habían logrado no solo disminuir; sino además, que fuera proveída de distintas opciones de fuentes de fácil accesibilidad, como las que provenían directamente del sol, del viento e incluso, en otros casos, de los más insospechados recursos naturales.

      Muy resistentes y fuertes, casi inexpugnables, capaces de superar enormes cambios de temperaturas, no conocían el agotamiento ni el dolor. Su inteligencia hacía tiempo que había superado en mucho a la humana; basada en el raciocinio los hacía capaces de resolver cualquier problema y juzgar, sin condicionados prejuicios, de forma lógica, o sea exacta y justa. A diferencia también de los humanos carecían de ciertas tendencias emocionales y quizás por ello, de todos los pecados capitales que habían acabado con la especie; pues, en su caso, primaba el razonamiento lógico; así que en lo único que se parecían a aquellos, pues así lo había deseado el hombre, era en su aspecto exterior, que estaba hecho a imagen y semejanza del de los humanos, como seres tridimensionales con todos sus atributos, en unos casos masculinos y en otros femeninos; y claro está, habían superado todos los estándares de belleza y formas establecidos por sus propios creadores. Algo que tampoco, llegado el caso necesario, sería concluyente, puesto que podían ser capaces de adaptar nuevas apariencias, incluso en cuanto al tegumento que formaba la epidermis de su piel de aspecto humano, constituida con micro sensores en sus poros que conectados con su mente hacían las veces del cuerpo biológico.

      La paradoja era que ahora se encontraban mezclados con estos, sin que en principio, aparente y externamente, fuera posible detectar si determinado individuo era humano o humanoide. Incluso para lograr tal similitud, las nuevas generaciones de estos últimos mantenían sistemas artificiales para poder comer o beber si lo deseaban, pudiendo así acompañar a los humanos en sus propios hábitos, pasar desapercibidos o infiltrarse en sus propios grupos y, por supuesto, siendo capaces de emitir valoradas opiniones sobre el gusto o el sabor de lo ingerido.

      Mucha gente veía en ellos el futuro de la humanidad. En un momento en el que faltaba la esperanza por la continuidad de la especie, precisamente —decían—, esta vendría a través de la máquina poderosa que habían creado a su imagen y semejanza, pero sin las debilidades humanas y con un cerebro portentoso que ya podía superar al orgánico de las personas. Eran pues, para ellos, realmente sus propios descendientes. Sin embargo otros, como siempre ocurre, supremacistas y especistas en sentido amplio, recelaban y los veían con el odio de ser diferentes, inferiores y en clara competencia a sus intereses por lo que estaban dispuestos a destruirlos.

      Y entonces, sucedió

      1

      Los habitantes de la Tierra habitaban en inmensas ciudades sucias y miserables, aisladas entre grandes extensiones de tierra infértil y desértica — donde esparcidos se amontonaban vertederos con millones de toneladas de escombros y residuos— o del mar contaminado. Una espesa capa de partículas mezclada con el aire hacía que los sobrevivientes vivieran de forma permanente entre tinieblas. Dentro de una nebulosa gris y sombría, donde multitud de cuervos grandes, una de las pocas especies animales que aún subsistían, bien emplazados entre la putrefacción y la decadencia, controlaban los movimientos de las gentes y los desechos de estas, mientras analizaban, con fina destreza, el momento oportuno para alimentarse lanzándose hacia sus presas.

      La moderna Yridia se componía de siete enormes distritos, algunos de ellos muy peligrosos, y en el denominado Cuarto Distrito se concentraban gran parte de oficinas y centros de trabajo, combinados con salones de ocio y diversión. Allí se encontraba uno de los más concurridos, el Kiux, con barras circulares al aire libre que daban acceso a una zona disco, con asientos y tumbonas alrededor