José Luis Velaz

Las llamas de la secuoya


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las culatas de sus pistolas. El que parecía el jefe hizo un gesto para que Antonio avanzara hacia el portal del que habían salido.

      Al recibir la orden de Sylnius las dos patrullas se dispusieron en torno a los payasos. El silencio hizo destacar el eco de los graznidos de los cuervos.

      —¡Alto! —dijo el cabecilla de una de las motos—. Ese hombre es de los nuestros.

      —¿Y qué hace por aquí, sin conocer las contraseñas? —preguntó el jefe de los payasos.

      —Este territorio es nuestro. Si estáis aquí es con nuestro consentimiento —dijo el cabeza rapada y tatuada, al tiempo que veían asomar armas por los huecos de las ventanas rotas del edificio, ante rostros parapetados de Payasos Asesinos que se movían ansiosos tras ellas. La tensión se acentuaba.

      Una voz ronca y fuerte apareció rodeado de hombres por el portal.

      —¿Qué ocurre?

      —Hemos cazado a este tipo paseando por esta calle sin conocer la contraseña.

      El de la voz ronca sabía que el hombre, por su pinta, podría tener algún valor, pero otras cuatro motos llegaban, con cuatro componentes cada una de ellas, fuertemente armados, de cabezas tatuadas con la imagen de la pantera de ojos brillantes y sabía que, con la banda de las Panteras Negras, como así eran conocidos, era mejor tener la fiesta en paz.

      —Dejadlo… —dijo el cabecilla sin mucho afán, antes de proseguir con una amenaza—, pero estamos empezando a cansarnos.

      El trío que mantenía a Antonio lo soltó y una de las motos se acercó a recogerlo. Uno de sus componentes se apeó dejando su sitio a Antonio mientras él se sentaba en un anexo corredizo que había extraído en el borde posterior del vehículo.

      —Nos ha ordenado Sylnius que te llevemos a tu casa. Es muy arriesgado andar por estas calles —dijo el jefe de la patrulla—. Está al teléfono y quiere hablar contigo.

      Antonio habló con Sylnius. Este le recriminó que no hubiera aceptado que sus hombres lo hubieran acompañado hasta su casa. Pensaba que había ido motorizado o de alguna forma más segura. En fin, que eran calles muy peligrosas. Que ya se lo había advertido. Que ahora lo llevarían sí o sí y volvieron a despedirse como antes habían quedado.

      5

      Por fin, un día, Antonio recibió la esperada llamada de Sylnius. Sus hombres le recogerían el sábado siguiente para llevarlo hasta la sede de la Hermandad de Aviamotola.

      Cuando divisó, entre la bruma tenebrosa, a lo lejos y desde abajo, el lugar, sagrado para la hermandad, que constituía su sede, a Antonio se le encogió el corazón. Se trataba de un antiquísimo monasterio en lo alto de una colina, rodeado de una muralla incrustada entre las rocas de la propia montaña. Un batallón de leales hombres a cargo de la sociedad lo protegían con armas sofisticadas, bajo la dirección de un antiguo y extraño ermitaño, reconvertido en uno de los pistoleros más rápidos del momento, a quien todos conocían como el Monje.

      Para el origen de la hermandad había que retroceder muchas generaciones atrás, cuando un insigne doctor en biología, Aviamotola, tras dedicar su vida por mantener el avance de la humanidad dentro de parámetros controlados, que no permitieran la destrucción del planeta ni de sus habitantes, iba a morir, desoído y abandonado, sin lograr sus pretensiones. Su último manuscrito hablaba del fin del mundo, con todo tipo de señales, evidencias y advertencias. De igual forma anunciaba que la raza humana antes de extinguirse se convertiría en la peor y más cruenta especie de todas las que habitaran en ese momento final el planeta, describiendo las calamidades y barbaridades que llegaría a producir.

      Tras la muerte de Aviamotola, muchos años después, se publicó el manuscrito en una pequeña edición de bolsillo de apenas 850 ejemplares. Uno de ellos llegó a manos de cierto prohombre emprendedor que comprendió que el tiempo al que Aviamotola se estaba refiriendo iba a llegar, de forma imparable, en pocas generaciones. Reunido con otros hombres, en general industriales y profesionales con importante poder adquisitivo, decidieron constituir una sociedad secreta e irregular, que denominaron la Hermandad de Aviamotola, entre cuyos fines se encontraba la unión de todas las fuerzas y capitales que los socios mantuvieran para la defensa y la protección de las vidas e intereses privados de cada uno de ellos. Así pues, además de los medios con que cada uno contara, en caso de grave necesidad contaría, además, con los propios de la hermandad, financiada por las muy importantes aportaciones iniciales, cuya debida gestión hacía acrecentar; a lo que habría de añadirse, como mero mantenimiento, las cuotas anuales de los socios. También se comprometían los miembros de la hermandad, en caso de extrema necesidad y tras el improbable supuesto de ser insuficiente la ayuda de la institución, a aportar sus fuerzas privadas e incluso su propia vida en pro del miembro necesitado.

      Fueron exactamente 198 los socios constituyentes que conformaron la hermandad. Para ello adquirieron un viejo monasterio del siglo XIV, que constituiría su sede social, reacondicionándolo para sus obras y objetivos, siempre dentro del más estricto secretismo. Desde el principio dotaron a todos sus actos con un gran simbolismo. De una de las paredes de piedra de la abadía colgaba un tapiz de pergamino, de autor y fecha desconocidos, con un grabado que representaba una enigmática visión del fin del mundo, donde ángeles endemoniados ardían en las llamas del infierno, mientras un prisma pentagonal multiplicaba los ojos que contemplaban tan desgarradora escena. Dicho pergamino, con unas medidas de 360 centímetros de ancho por 220 de alto, lo cortaron en 198 cuadrados de 20 centímetros de lado, que numeraron, a su reverso, del 1 al 198. Cada uno de ellos, por tanto, se utilizó para representar, desde el mismo acto constitucional, el título de pertenencia a la sociedad secreta. Además, confeccionaron 198 papiros, también numerados, con un texto en latín extraído de la Sagrada Escritura, donde se harían constar las sucesivas transmisiones y ordenaron a un afamado orfebre la fabricación de otros tantos collares de bronce con las inscripciones, en oro, del citado texto. Finalmente, para perfeccionar la inscripción, todos los miembros habrían de llevar tatuado, a la altura de la columna cervical, el símbolo de la hermandad: una estrella de diez puntas con un círculo en medio que contenía un ojo abierto y que, según se decía, tenía la propiedad de verlo todo.

      Los estatutos de la sociedad permitían, única y exclusivamente —debido al carácter personalísimo del hermano-socio—, la transmisión de la titularidad a la persona que el miembro de la hermandad antes de su muerte o incapacidad designara —y así lo hiciera constar de su propio puño y letra en el papiro—, para ocupar su propio puesto y solo para el momento en que perdiera la vida o la razón. No era posible la enajenación onerosa o de otro tipo de la participación. Para el proceso de transmisión se instauró un sistema de formalidades que era necesario cumplir: verificación de títulos y condiciones, padrinaje e investidura y jura como miembro, en una junta plenaria de socios en la que se llevaban a cabo los actos simbólicos de la secreta hermandad.

      Tras las formalidades previas que habían confirmado la veracidad de los documentos, ahora se iba a proceder al nombramiento de Antonio en la hermandad como sucesor de la cuota de su padre en un acto con gran solemnidad, estando todos los miembros reunidos, en la sala capitular, cubiertos con túnicas negras, con los collares colgando de sus cuellos, sentados en círculo sobre unos recios asientos de rústica madera, escalonados y numerados, que pertenecían en exclusiva a su titular. El miembro más anciano, en medio del aula magna, dirigía la ceremonia. El candidato, desnudo y despojado de cualquier pertenencia, era investido caballero de la hermandad tras unos ritos, entre los que se encontraba un corte, que uno de los padrinos le efectuaba en su muñeca, depositando su sangre en un cáliz donde se concentraba la sangre de todos los miembros actuales y desaparecidos de la hermandad, el cual, terminada la ceremonia, se cerraba herméticamente y se guardaba en un habitáculo refrigerado. Tras las palabras de rigor, en las que se ensalzaba que la sangre y las fuerzas de todos servirían al miembro que lo necesitara, se remarcaba el voto secreto de los miembros y empleados, cuyo incumplimiento se hallaba penado con la muerte, y se le instruía al investido de sus derechos y obligaciones y de las formas instauradas para el contacto entre los miembros y de estos con la hermandad.

      La sesión terminaba con el juramento y el tatuaje y entonces unos auxiliares vistieron a Antonio