José Luis Velaz

Las llamas de la secuoya


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si querías que nos viéramos… para hablar… ya sabes…

      —¡Claro! Estaba esperando ansiosa tu llamada, desde que me dijiste lo que había ocurrido en tu casa.

      Quedaron, esa misma tarde, en un parque cercano a su domicilio, donde destacaba el único árbol, una secuoya milenaria, que aún se mantenía erguido.

      9

      Antes de ir a la cita del parque Antonio pasó por su casa. Nuevamente sintió que algo no iba bien. Otra vez el sistema de seguridad había sido manipulado. Un mal presentimiento recorrió como un relámpago por su cuerpo. Algo no iba bien. Abrió con cierto temor sin saber qué le esperaba. «¡Atila!», llamó con preocupación. Al contrario de lo que siempre hacía su compañero de apartamento, esta vez no se acercó a recibirle en la puerta ni tampoco maullaba. Cuando Antonio entró, por fin, en la cocina pudo ver horrorizado a su querido gatito colgando de la lámpara. Lo habían ahorcado.

      Sacando fuerzas de donde no había se acercó a la hora prevista al parque. Allí, en un apartado banco, al borde de la secuoya, esperaba Alba leyendo un viejo libro de bolsillo. Cuando vio a Antonio de cerca comprendió que algo le pasaba.

      —¿Qué ha ocurrido Antonio? —preguntó preocupada.

      Antonio, manos en los bolsillos de su cazadora, miraba cabizbajo moviendo la cabeza.

      —Eso quisiera saber yo. ¿Qué está pasando y espero que me lo cuentes?

      —¿Ha vuelto a suceder algo?

      —Han entrado de nuevo en mi casa y esta vez no han revuelto nada. Solo han ahorcado a mi mascota, algo de lo que más quería en esta mierda de mundo.

      —¿Han dejado alguna nota, algún mensaje?

      —Nada. No he visto nada, desde luego.

      Antonio se sentó junto a Alba, que lo miraba compasiva.

      —Me gustaría ayudarte.

      Antonio mostraba un semblante de preocupación mirando al frente. Ella puso su mano sobre la de él, en actitud comprensiva. Entonces este se volvió hacia ella, lo que hizo que apartase la mano:

      —¿Quién eres? ¿Por qué me persiguen? ¿Qué he hecho yo para merecerme esto?

      —Quiero ser sincera contigo, Antonio, pero hay cosas que no te puedo decir.

      —Pues a eso no le llamo yo sinceridad.

      —Hay cosas que es mejor, por tu bien, que no sepas.

      —Pero ¿quién diablos eres?

      —Quédate con que soy una especie de…, cómo lo diría…, de agente. Miembro de una organización, de la que ahora no puedo dar más detalles.

      —¿Tiene algo que ver con la asociación STF?

      —No. Lo de la asociación es algo que nos gusta, pensamos que es de esa poca gente que queda buena o que al menos comprenden la realidad del destino al que nos abocamos y quieren que sea de la mejor forma posible.

      —¿Nos? ¿A quiénes te refieres cuando hablas en plural?

      —Bueno, me refiero a las personas que como yo piensan así. Entre ellos estamos algunos amigos o compañeros.

      —Pero aún no me has dicho por qué ahora soy perseguido.

      —Tenemos muchos enemigos.

      —Bueno, eso hoy es lo normal. Es raro hablar de amistad, la enemistad se ha propagado por todo el planeta como una calamidad.

      —Pensamos que al haberme querido defender el día de la agresión es posible que los Dragones Blancos, como así se hacen llamar los pistoleros vestidos de negro y con largas capas hasta las botas, o gente a su servicio, hayan logrado conocer quién eres y dónde vives. Esa podría ser la explicación de que quieran saber más de ti y ahora te quieran amedrentar…

      —Supongo que para pedirme algo luego.

      —Probablemente. Son grupos criminales peligrosos.

      —¿Y cómo piensas que puedes ayudarme?

      —Quizá lo mejor sería que cambiaras de domicilio. Podríamos proporcionarte otro. Si a pesar de todo quieres seguir con el tuyo, podríamos mejorar tu sistema de seguridad y blindaríamos tu apartamento.

      —¿Te importa que andemos un poco? Necesito el aire que apenas queda… Estoy totalmente confuso.

      10

      Antes de salir del parque observaron a una multitud que rodeaba a un orador. Antonio se subió a un banco para poder ver mejor de quién se trataba, que era capaz de mantener semejante expectación. Su sorpresa fue mayúscula. El hombre enjuto iba desnudo y descalzo, cubierto tan solo por una tela blanca que rodeando su cintura cubría sus partes íntimas, largo su cabello como la barba; de su cabeza brotaba la sangre que una corona de espinas le provocaba. Apenas tenía fuerzas para predicar y, cuando aspiraba con cierto esfuerzo para coger aire, se marcaban sus costillas débilmente cubiertas por una leve piel lactescente y fustigada. A su alrededor unos hombres con túnicas, de cabellos y barbas semejantes, fuertemente armados lo escoltaban. Sus seguidores lo escuchaban con atención. Alba se encaramó al mismo banco sujetándose a Antonio para no perder el equilibrio. El orador hablaba del mundo perdido, pero decía que el Mesías no tardaría en volver.

      Antonio y Alba prosiguieron su camino. Cuando se hallaban dos calles más allá del parque escucharon una fuerte explosión proveniente del mismo, luego aterradores gritos de angustia recalcitrante y gente corriendo. Habían llegado a la cafetería en la que Alba había quedado con su compañero Martin. Cuando este llegó poco después besó a Alba en la mejilla y dio la mano a Antonio saludándolo afectuosamente. La llegada de Martin hizo que aquel bajara a la realidad. Era un verdadero apolo y Antonio se preguntaba ¿de dónde habría salido semejante pareja sin igual? Parecían tenerlo todo. Guapos e inteligentes. En un planeta acabado y alicaído se antojaban como dos ángeles perfectos llegados de un lugar desconocido. Al menos esa era la sensación que percibía Antonio y al ver de nuevo a aquel junto a Alba, el rato tan entrañable, inexistente en aquellos tiempos, que había experimentado estando a su lado, se esfumaba al sentirse un don nadie recién llegado a la vida de esa hermosa mujer.

      —Bueno, os dejo. Me voy para casa. Tengo cosas que hacer —dijo Antonio.

      —¿Quieres que te acompañemos? —preguntó Alba, mirando de soslayo a Martin, que asintió.

      —No. Muchas gracias.

      —¿Seguro?

      —De verdad. Seguid con vuestros planes.

      Cuando Antonio acababa de separarse, Alba se acercó a él sujetándolo del brazo:

      —Tengo tu teléfono. Te llamaré, pero si algún problema, a cualquier hora, me llamas… por favor. Recuerda también lo que hemos hablado. Piensa qué prefieres. —Tras decir esto, una nueva sonrisa iluminó su suave y terso rostro y luego se despidió dándole un beso en la mejilla.

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