José Luis Velaz

Las llamas de la secuoya


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ha parecido muy interesante.

      —Por cierto, voy a presentarte a algunos amigos de la asociación.

      Pedro se acercó hasta un pequeño círculo donde unos hombres y mujeres charlaban animadamente y cuál sería la sorpresa de Antonio cuando, ante sus ojos, se aparecía con una bella sonrisa la mujer que intentó salvar y acabó siendo ella la que lo hizo llevándole al hospital.

      7

      Un escalofrío de emoción atravesó su cuerpo desde la nuca hasta los pies. Nunca antes había visto una mujer así. Ella lo miró con una encantadora sonrisa al tiempo que sus ojos mostraban toda su dulzura, desplegando una gran atracción sobre él.

      —Creo que ya nos hemos visto antes —dijo Antonio al tiempo que Pedro presentaba a Alba.

      —Es probable —dijo ella, sin querer dar más pábulo a aquella historia que recordaba perfectamente.

      Junto a Alba se encontraba un alto y espectacular joven llamado Martin que no se despegaba de ella, por lo que Antonio supuso sería su compañero, quizás su novio. Continuaron los comentarios acerca de otras cuestiones banales hasta que Pedro separó a Antonio para presentarlo en otro círculo y así sucesivamente fue pasando de grupo en grupo, aunque sin demasiado interés por parte de este.

      Tras el descanso continuaron los discursos que los oyentes seguían con atención, sin embargo Antonio no lograba concentrarse lo necesario, pues su mente seguía con la imagen de Alba y los recuerdos trágicos del fugaz tiempo en el que se topó con ella.

      Al término del evento Pedro le propuso ir con una pandilla de amigos que iban a celebrar una velada agradable en casa de uno de ellos. Antonio se excusó, dijo que quería ir a su apartamento alegando que tenía cosas que hacer y que intentaría ir caminando, deseaba andar un poco. Dentro de su distrito, con la debida cautela, resultaba menos peligroso, aunque nunca se sabía. De hecho, a poca distancia de su portal, varios cadáveres producto de alguna reyerta, llevaban días sin retirar de la acera. Poco iban a durar. Los cuervos habían comenzado a hacer su labor sobre los cuerpos putrefactos. Sobre algunos aleros se imponían impacientes buitres a la espera de su momento y en el silencio de las noches comenzó a escucharse el crujido de las mandíbulas de las hienas, que se habían acercado ya hasta el mismo centro del distrito. Cualquier cosa era posible y pensaba en ello, cuando apenas había avanzado unos metros de la puerta blindada de la asociación, y oyó que una voz femenina le llamaba. Era Alba.

      —Antonio, estaba esperando verte. Quería agradecer tu ayuda aquel día. No he querido decir nada antes. No parecía lo más oportuno.

      —¡Vaya! Nunca es tarde si la dicha es buena, solía decir mi padre. Me dejaste en un hospital y ni tan siquiera te interesaste por mi estado.

      —Tuve información desde el primer momento. Sabía que te habías restablecido perfectamente. No era posible ni conveniente que hubiera pasado a visitarte en ese momento; cuando lo pude hacer te habían dado el alta y habías salido.

      —En tal caso ya has cumplido.

      —¿No has tenido ningún problema desde entonces?

      Antonio se quedó pensativo: ¡habían sido tantos!

      —Ahora que lo dices. Cuando regresé a mi domicilio, tras el alta en el hospital, me encontré que alguien lo había allanado. Habían burlado el sistema de seguridad y revuelto todos mis enseres como si buscaran alguna cosa… O sea que tiene algo que ver contigo.

      —Quizás.

      —Vamos, que me he metido en un buen lío por intentar defenderte, cuando luego vi que, desde luego, no me hubieras necesitado para nada.

      —Te estoy muy agradecida. Quisiera explicarte…, pero ahora no es posible —dijo volviéndose hacia las personas que la esperaban en los accesos de la asociación—, ¿podría ser otro día? Quisiera también ayudarte para que no vuelvas a tener problemas.

      —¿Quieres decir que estoy en peligro?

      —Podría ser.

      —Bueno, ¿quién no lo está, hoy?

      —Toma. Es mi número de teléfono. Me gustaría que me llamaras.

      Quizá fuera aquella atractiva sonrisa, quizá fuera otra cosa, el caso es que Antonio se sintió en ese momento tan perturbado como un chiquillo cuando habla por vez primera con la chica que anhela. Levantó la vista de la tarjeta de visita que le acababa de entregar siguiéndola con la mirada. En un mundo que se desmoronaba con una terrible rapidez no parecía lícito vivir una ilusión, pero al menos se permitió la licencia de pensar que Alba era la clase de mujer por la que los hombres suspiraban: de esas que solo pertenecen a los que ellas desean.

      8

      ¿Qué sentido tenía seguir trabajando?… O incluso seguir viviendo, se preguntaba Antonio apoyado sobre el escritorio de la empresa donde colaboraba desarrollando programas que ya poco sentido podían tener. Esa pregunta se la hacía mucha gente. Los suicidios se estaban convirtiendo en la principal causa de mortandad lo que con unas estadísticas tan elevadas por muertes violentas parecía increíble. La depresión era una plaga: se había convertido en la enfermedad de los que aún sobrevivían ese tiempo. Una tristeza profunda cubierta de una crónica melancolía, que inhibía las funciones psíquicas más elementales, se había apoderado de los seres vivos. Era la sensación de mirar por una ventana alejada, en medio de la bruma y de la nada, en un campo áspero y sin futuro.

      —¿Has visto la última amenaza? —Richard, compañero de trabajo, que pasaba en ese momento junto a la mesa de Antonio, lo despertó de su pensamiento.

      —Sí. ¿Te refieres a la última que han pintado en la puerta?

      —Claro.

      —Bueno. Una más.

      Ya no había noticias. Y cuando las había, siempre eran negativas. Hacía mucho, pensó Antonio, que no se recibía una positiva. Bastante bueno era, solía decir él, que al menos no hubiera noticia alguna, pues cuando esta llegaba resultaba desesperanzadora. Y recordaba cuando, siendo adolescente en el colegio, fundó con la colaboración de otros compañeros la que llamó La Voz de Quinto. Un periódico para los escolares que, en sus mejores sueños, quería extender en el futuro como un medio general de noticias con una condición previa: solo se darían noticias positivas. Con eso, pensaba, se ayudaría al mundo a ser mejor y a avanzar sin dar eco a lo negativo que lo único que esto hacía, aparte de informar, era causar un efecto propagador de dichas acciones perniciosas. Aquel sueño nunca se hizo realidad y ahora pensaba: «¡Cuánto se hubiera ganado si ese condicionante hubiera triunfado en los medios de comunicación!». Pero las noticias que, curiosamente, más se vendían eran las de la podredumbre de la sociedad. Al final siempre el dinero.

      En eso estaba cuando introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sintió la cartulina de la tarjeta. La sacó y la miró con detenimiento: Alba Tiether. No decía nada más, solo un número telefónico.

      ¿Quién sería esa dulce criatura que había llegado tarde a lo que quedaba de un mundo afligido? Desde luego carácter no le faltaba, pensaba recordando cómo había sido capaz de eliminar a los dos atacantes de largas capas de color negro, con un dragón alado blanco al dorso, por las que dejaban entrever cintos de doble pistolera. Estaba claro que su determinación en ese crítico momento le había salvado la vida. Así que realmente era él quien debía expresar su agradecimiento. Lo hubieran matado allí mismo... «Igual hubiera sido lo mejor. Para qué continuar sufriendo. ¡Ay!... Mejor no seguir con ese pensamiento». No era su día. Sabía por muchos casos cercanos que se empezaba con eso y se acababa paulatinamente cediendo y cayendo en el abismo que la misma mente procuraba. Siempre había luchado por mantener un cierto talante optimista, el que siempre tenía en su infancia, cuando lo elegían como líder de la clase. Pero en estas condiciones cada vez era más difícil mantenerlo. Sin embargo, se sentía desplazado en ese mundo de violencia que se perdía para siempre. Era de las pocas personas, le decían, que no portaba armas.

      Finalmente se decidió a marcar el número de Alba.

      —¡Antonio!