Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


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montenegrino. Apreciaba en su conjunto la cadena de circunstancias nacionales que habían desembocado en la condecoración concedida por el pequeño y ardiente corazón de Montenegro. Mi incredulidad fue superada por la fascinación: era como ojear a toda prisa un montón de revistas baratas.

      Se metió la mano en el bolsillo, y un trozo de metal atado a una cinta me cayó en la palma.

      —Es la condecoración de Montenegro.

      Para mi asombro, la medalla parecía auténtica. «Orderi di Danilo», se leía en círculo, «Montenegro, Nicolas Rex».

      —Dale la vuelta.

      «Mayor Jay Gatsby», leí: «Por su extraordinario valor».

      —Hay otra cosa que siempre me acompaña. Un recuerdo de los días de Oxford. Está hecha en el patio del Trinity. El que aparece a mi izquierda es ahora conde de Doncaster.

      Era la foto de un grupo de jóvenes con la chaqueta de la universidad: perdían el tiempo bajo una arcada a través de la que se veía un ejército de chapiteles. Allí estaba Gatsby, que parecía un poco más joven, aunque no mucho. Tenía un bate de críquet en la mano.

      Así que todo era verdad. Vi la piel de los tigres, flamantes trofeos en su palacio sobre el Gran Canal. Lo vi abriendo un cofre de rubíes para aliviar en las profundidades de su fulgor carmesí el dolor de su corazón roto.

      —Voy a pedirte hoy un gran favor —dijo, mientras volvía a meterse sus recuerdos en el bolsillo con satisfacción—, y por eso he creído que debías saber algo sobre mí. No quería que pensaras que soy un don nadie. Ya ves, suelo mezclarme con desconocidos porque voy de un sitio a otro intentando olvidar eso tan triste que me pasó una vez —titubeó—. Esta tarde sabrás qué fue.

      —¿En la comida?

      —No, esta tarde. Me he enterado por casualidad de que tomas el té con miss Baker.

      —¿Quieres decirme que te has enamorado de miss Baker?

      —No, compañero, no. Pero miss Baker ha accedido amablemente a hablarte del asunto.

      Yo no tenía la menor idea de la naturaleza «del asunto», pero me sentía más contrariado que interesado. No había invitado a Jordan a tomar el té para hablar de mister Jay Gatsby. Estaba seguro de que iba a pedirme algo absolutamente fantástico y, por un momento, lamenté haber pisado alguna vez su césped superpoblado.

      No volvió a pronunciar una palabra. Su corrección crecía a medida que nos acercábamos a la ciudad. Pasamos Port Roosevelt y la visión de sus transatlánticos pintados con una franja roja, y aceleramos en las calles pobres, adoquinadas, flanqueadas por los bares oscuros, con clientes todavía, de los dorados y desvaídos primeros años del siglo XX. Entonces el valle de cenizas se abrió a derecha e izquierda, y, al cruzarlo, durante unos segundos vislumbré a mistress Wilson, afanándose en el surtidor de gasolina con jadeante vitalidad.

      Con guardabarros que sobresalían como alas, salpicamos luz a través de media Astoria, sólo media, porque, mientras zigzagueábamos entre los pilares del tren elevado, oí el conocido petardeo de una motocicleta, y un policía frenético corría a nuestro lado.

      —¡Muy bien, compañero! —gritó Gatsby.

      Redujimos la velocidad. Sacó una tarjeta blanca de la cartera y la agitó ante los ojos del motorista.

      —Todo en orden —admitió el policía, llevándose la mano a la gorra—. Le reconoceré la próxima vez, mister Gatsby. ¡Discúlpeme!

      —¿Qué le has enseñado? ¿La foto de Oxford?

      —Una vez tuve ocasión de hacerle un favor al jefe de la policía, y me manda todos los años una felicitación de Navidad.

      En el gran puente la luz del sol parpadeaba sin fin a través de las vigas sobre los coches en movimiento, y la ciudad se alzaba al otro lado del río en blancas aglomeraciones, en terrones de azúcar construidos, como por un deseo, con dinero inodoro. La ciudad vista desde el puente de Queensboro es siempre la ciudad vista por primera vez, virgen en su primera promesa de todo lo misterioso y maravilloso del mundo.

      Un muerto nos adelantó en un coche fúnebre cubierto de flores, seguido por dos carrozas con las cortinas echadas, y por carrozas más animadas para los amigos. Los amigos, que tenían el labio superior propio del sureste de Europa, muy fino, nos dirigieron miradas trágicas, y me alegré de que la visión del espléndido coche de Gatsby estuviera incluida en su fiesta sombría. Cuando cruzábamos Blackwell’s Island, nos adelantó una limusina conducida por un chófer blanco, en la que viajaban tres negros muy a la moda, dos chicos y una chica. Me reí a carcajadas cuando sus ojos giraron como huevos hacia nosotros con orgullosa rivalidad.

      «Todo es posible ahora que hemos cruzado este puente», pensé; «absolutamente todo». Incluso Gatsby era posible, sin especial asombro.

      Mediodía excelente. En una bodega bien ventilada de la calle Cuarenta y dos me reuní con Gatsby para comer. Parpadeando para quitarme de los ojos la luz de la calle, lo entreví en la antesala. Hablaba con otro hombre.

      —Mister Carraway, le presento a mi amigo mister Wolfshiem.

      Un judío menudo y chato levantó su gran cabeza y me miró con dos estupendas matas de pelo que le crecían generosamente en los orificios de la nariz. Tardé unos segundos en descubrir sus ojillos en la semioscuridad.

      —… Así que lo miré —dijo mister Wolfshiem, estrechándome la mano con energía—, ¿y qué cree que hice?

      —¿Qué? —pregunté por cortesía.

      Pero era evidente que no se dirigía a mí, porque me soltó la mano y apuntó a Gatsby con su nariz, muy expresiva.

      —Le di el dinero a Katspaugh y le dije: «Muy bien, Katspaugh, no le pagues ni un centavo hasta que cierre la boca». La cerró en el acto.

      Gatsby nos cogió del brazo y nos llevó hacia el comedor, y mister Wolfshiem, tragándose una frase que acababa de empezar, se quedó ensimismado, como un sonámbulo.

      —¿Whisky con soda y hielo? —preguntó el maître.

      —Está bien este restaurante —dijo mister Wolfshiem, mirando las ninfas presbiterianas del techo—. Pero me gusta más el de enfrente.

      —Sí, whisky con soda —asintió Gatsby, y a mister Wolfshiem—. En el de enfrente hace demasiado calor.

      —Hace calor y es pequeño, sí —dijo mister Wolfshiem—, pero está lleno de recuerdos.

      —¿Qué sitio es? —pregunté.

      —El viejo Metropole.

      —El viejo Metropole —repitió triste y meditabundo mister Wolfshiem—. Lleno de caras muertas y desaparecidas. Lleno de amigos que se han ido para siempre. No olvidaré mientras viva la noche que mataron a Rosy Rosenthal. Éramos seis a la mesa, y Rosy había comido y bebido mucho aquella noche. Cuando ya era casi de día, el camarero se le acercó con un gesto raro y le dijo que alguien quería hablar con él en la calle. «Muy bien», dijo Rosy, y empezó a levantarse. Yo lo obligué a sentarse: «Que vengan aquí esos hijos de puta si quieren verte, Rosy, pero no se te ocurra salir de esta habitación». Eran las cuatro de la mañana, y si hubiéramos levantado las persianas habríamos visto la luz del día.

      —¿Y salió? —pregunté inocentemente.

      —Por supuesto que salió —la nariz de mister Wolfshiem se dirigió fulminante hacia mí, indignada—. Se volvió en la puerta y dijo: «¡Que el camarero no se lleve mi café!» Luego salió a la acera, le pegaron tres tiros en la barriga y se dieron a la fuga.

      —Electrocutaron a cuatro —dije, haciendo memoria.

      —A cinco, contando a Becker —las ventanas de la nariz se abrieron ante mí con interés—. Tengo entendido que busca usted coneggsiones para sus negocios.

      La yuxtaposición de aquellas dos frases me dejó perplejo. Gatsby