hecho de que Lady Russell, de muy buena edad y agradable carácter, y en circunstancias ideales para ello, no hubiese querido pensar en segundas nupcias, no tiene por qué ser explicado al público, que está tan dispuesto a sentirse irracionalmente descontento cuando una mujer no se vuelve a casar. Pero el hecho de que Sir Walter continuase viudo merece una aclaración. Ha de saberse, pues, que como buen padre (después de haberse llevado un chasco en uno o dos intentos descabellados) se enorgullecía de permanecer viudo en atención a sus queridas hijas. Por una de ellas, la mayor, hubiese hecho en realidad cualquier cosa, aunque no hubiese tenido muchas ocasiones de demostrarlo. Isabel, a los dieciséis años, había asumido, en la medida de lo posible, todos los derechos y la importancia de su madre; y como era muy guapa y muy parecida a su padre, su influencia era grande y los dos se llevaban muy bien. Sus otras dos hijas gozaban de menor atención. María consiguió una pequeña y artificial importancia al convertirse en la señora de Carlos Musgrove; pero Ana, que poseía una finura de espíritu y una dulzura de carácter que la habrían colocado en el mejor lugar entre gentes de verdadero seso, no era nadie entre su padre y su hermana; sus palabras no pesaban y no se atendían en absoluto sus intereses. Era Ana, y nada más.
Para Lady Russell, en cambio, era la más querida y la más preciada de las criaturas; era su amiga y su favorita. Lady Russell las quería a todas, pero sólo en Ana veía el vivo retrato de su madre.
Pocos años antes, Ana Elliot había sido una muchacha muy hermosa, pero su frescura se marchitó temprano. Su padre, que ni siquiera cuando estaba en su apogeo encontraba nada que admirar en ella (pues sus delicadas facciones y sus suaves y oscuros ojos eran totalmente distintos de los de él), menos le encontrará entonces, que estaba delgada y consumida. Nunca abrigó demasiadas esperanzas, y ya no abrigaba ninguna, de leer su nombre en una página de su libro predilecto. Ponía en Isabel todas sus ilusiones de una alianza de su igual; pues María no había hecho más que entroncarse con una antigua familia rural, muy rica y respetable, a la que llevó todo su honor sin recibir ella ninguno. Isabel era la única que podría protagonizar, algún día, una boda como Dios manda.
Suele ocurrir que una mujer sea más guapa a los veintinueve años que a los veinte. Y, por lo general, si no ha sufrido ninguna enfermedad ni soportado ningún padecimiento moral, es una época de la vida en que raramente se ha perdido algún encanto. Eso sucedía a Isabel, que era aún la misma hermosa señorita Elliot que empezó a ser a los trece años. Podía perdonarse, pues, que Sir Walter olvidase la edad de su hija o, en última instancia, creerle únicamente medio loco por considerarse a sí mismo y a Isabel tan primaverales como siempre, en medio del derrumbe físico de todos sus coetáneos, porque no tenía ojos más que para ver lo viejos que se estaban poniendo todos sus deudos y conocidos. El carácter huraño de Ana, la aspereza de María y los ajados rostros de sus vecinos, unidos al rápido incremento de las patas de gallo en las sienes de Lady Russell, lo sumían en el mayor desconsuelo.
Isabel era tan vanidosa como su padre. Durante trece años fue la señora de Kellynch Hall, presidiendo y dirigiendo todo con un dominio de sí misma y una decisión que no parecían propias de su edad. Por trece años hizo los honores de la casa, aplicó las leyes domésticas, ocupó el lugar de preferencia en la carroza y fue inmediatamente detrás de Lady Russell en todos los salones y comedores de la comarca. Los hielos de trece inviernos sucesivos la vieron presidir todos los bailes importantes celebrados en la reducida vecindad y trece primaveras abrieron sus capullos mientras ella viajaba a Londres con el fin de disfrutar año tras año con su padre, por unas cuantas semanas, de los placeres del gran mundo. Isabel recordaba todo esto, y la conciencia de tener veintinueve años le despertaba algunas inquietudes y recelos. La complacía verse aún tan guapa como siempre, pero sentía que se le aproximaban los años peligrosos, y se habría alegrado de tener la seguridad de que dentro de uno o dos años sería solicitada por un joven de sangre noble. Sólo así habría podido hojear de nuevo el libro de los libros con el mismo gozo que en sus años tempranos; pero a la sazón no le hacía gracia. Eso de tener siempre presente la fecha de su nacimiento sin acariciar otro, proyecto de matrimonio que el de su hermana menor, le hacía mirar el libro como un tormento; y más de una vez, cuando su padre lo dejaba abierto encima de la mesa, junto a ella, lo había cerrado con ojos severos y lo había empujado lejos de sí.
Había tenido, además, un desencanto que le impedía olvidar el libro y la historia de su familia. El presunto heredero, aquel mismo William Walter Elliot cuyos derechos se hallaban tan generosamente reconocidos por su padre, la había desdeñado.
Sabía, desde muy joven, que en el caso de no tener ningún hermano, seria William el futuro baronet, y creyó que se casaría con él, creencia siempre compartida con su padre. No lo conocieron de niño, pero en cuanto murió Lady Elliot, Sir Walter entabló relación con él, y aunque sus insinuaciones fueron acogidas sin ningún entusiasmo, siguió persiguiéndolo y atribuyendo su indiferencia a la timidez propia de la juventud. En una de sus excursiones primaverales a Londres, y cuando Isabel estaba en todo su esplendor, el joven Elliot se vio forzado a la presentación.
En aquella época era un chico muy joven, recién iniciado en el estudio del derecho; Isabel lo encontró por demás agradable y todos los planes en favor de él quedaron confirmados. Lo invitaron a Kellynch Hall; se habló de él y se le esperó todo el resto del año, pero él no fue. En la primavera siguiente volvieron a encontrarlo en la capital; les pareció igualmente simpático y de nuevo lo alentaron, invitaron y esperaron. Y otra vez no acudió. Al poco tiempo supieron que se había casado. En vez de dejar que su sino siguiera la línea que le señalaba la herencia de la casa de Elliot, había comprado su independencia uniéndose a una mujer rica de cuna inferior a la suya.
Sir Walter quedó muy resentido. Como cabeza de familia, consideraba que debió habérsele consultado, en especial después de haber tomado al muchacho tan públicamente bajo su égida.
-Pues por fuerza se les ha de haber visto juntos una vez en Tattersal y dos en la tribuna de la Cámara de los Comunes -observaba.
En apariencia muy poco afectado, expresó su desaprobación. Elliot, por su parte, ni siquiera se tomó la molestia de explicar su proceder y se mostró tan poco deseoso de que la familia volviese a ocuparse de él, cuanto indigno de ello fue considerado por Sir Walter. Las relaciones entre ellos quedaron definitivamente suspendidas.
A pesar de los años transcurridos, Isabel seguía resentida por ese desdichado incidente. Desde la A hasta la Z, no había baronet a quien pudiese mirar con tanto agrado como a un igual suyo. La conducta de William Elliot había sido tan ruin que aunque allá por el verano de 1814 Isabel llevaba luto por la muerte de la joven señora Elliot, no podía admitir pensar en él de nuevo. Y si no hubiese sido más que por aquel matrimonio que quedó sin fruto y podía ser considerado sólo como un fugaz contratiempo, pase. Pero lo peor era que algunos buenos y oficiosos amigos les habían referido que hablaba de ellos irrespetuosamente y que despreciaba su prosapia así como los honores que la misma le confería. Y eso era algo que no podía perdonarse.
Tales eran los sentimientos e inquietudes de Isabel Elliot, los cuidados a que había de dedicarse, las agitaciones que la alteraban, la monotonía y la elegancia, las prosperidades y las naderías que constituían el escenario en que se movía.
Pero por entonces otra preocupación y otra zozobra empezaban a añadirse a todas ésas. Su padre estaba cada día más apurado de dinero. Sabía que iba a hipotecar sus propiedades para librarse de la obsesión de las subidas cuentas de sus abastecedores y de los importunos avisos de su agente Mr. Shepherd. Las posesiones de Kellynch eran buenas, pero no suficientes para mantener el nivel de vida que Sir Walter creía que debía llevar su propietario. Mientras vivió Lady Elliot, se observó método, moderación y economía, dentro de lo que los ingresos permitían. Pero con su muerte, terminó toda prudencia y Sir Walter empezó a sucumbir a los excesos. No le era posible gastar menos y no podía dejar de hacer aquello a lo que se consideraba imperiosamente obligado. Por muy reprensible que fuese, sus deudas se abultaban y se hablaba de ellas tan a menudo que ya fue inútil tratar de ocultárselas por más tiempo y ni siquiera en parte a su hija. Durante su última primavera en la capital aludió a su situación y llegó a decir a Isabel:
-¿Podríamos reducir nuestros gastos? ¿Se te ocurre algo que pudiésemos