Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


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desmayándose ante la idea de su hermana muerta, hubiera caído también al pavimento de no impedirlo Ana y el capitán Benwick, que la sostuvieron a tiempo.

      -¿No hay quién pueda ayudarme? -fueron las primeras palabras del capitán Wentworth, en tono desesperado y como si hubiera perdido toda su fuerza.

      -¡Acudan a él! -gritó Ana-. ¡Por el amor de Dios, acudan a él! -Dirigiéndose a Benwick-: Yo puedo sostenerla. Déjeme y vaya a él. Frótenle las manos, los miembros; aquí hay sales, tómelas usted, tómelas.

      El capitán Benwick obedeció y Carlos, librándose de su esposa, acudió al mismo tiempo. Luisa fue levantada entre todos, y todo lo que Ana indicó se hizo, pero en vano. El capitán Wentworth, apoyándose contra el muro, exclamaba en la más amarga consternación:

      -¡Oh, Dios! ¡Su padre y su madre!

      -¡Un cirujano! -dijo Ana.

      El escuchó la palabra y su ánimo pareció renacer de pronto, diciendo solamente:

      -¡Un cirujano, eso es, un cirujano!

      Se dispuso a partir, cuando Ana sugirió:

      -¿No será mejor que vaya el capitán Benwick? El sabe dónde encontrar un cirujano.

      Cualquiera capaz de pensar en aquellos momentos había comprendido la ventaja de la idea, y al instante (todo esto pasaba vertiginosamente) el capitán Benwick había soltado en brazos del hermano la pobre figura desmayada y partía a la ciudad a toda prisa.

      En cuanto a los que quedaron, con dificultad podría decirse de los que conservaban sus sentidos, quién sufría más, si el capitán Wentworth, Ana o Carlos, quien siendo en verdad un hermano cariñoso, sollozaba amargamente y no podía apartar los ojos de sus dos hermanas más que para encontrar la desesperación histérica de su esposa, quien reclamaba de él consuelo que no podía prestarle.

      Ana, atendiendo con toda su fuerza, celo e instintos a Enriqueta, trataba aún a intervalos, de animar a los otros, tranquilizando a María, animando a Carlos, confortando al capitán Wentworth. Ambos parecían contar con ella para cualquier decisión.

      -¡Ana!, ¡Ana! -clamaba Carlos-, ¿qué debemos hacer después? Por Dios, ¿qué debemos hacer?

      Los ojos del capitán Wentworth estaban también vueltos a ella.

      -¿No es mejor llevarla a la posada? Sí, llevémosla suavemente hasta la posada.

      -Sí, sí, a la posada -repitió el capitán Wentworth, algo aliviado, y deseoso de hacer algo-. Yo la llevaré, Musgrove, encárguese usted de los demás.

      Por entonces, el rumor del accidente había corrido entre los pescadores y boteros de Cobb,, y muchos se habían acercado a ofrecer sus servicios, o a disfrutar de la vista de una joven muerta, mejor dicho, de dos jóvenes muertas, que eso parecían, lo que por cierto era una cosa poco usual, digna de ser vista y repetida. A los que tenían mejor aspecto les fue confiada Enriqueta, quien, a pesar de haber vuelto algo en sí, no era aún capaz de caminar sin apoyo. Así, con Ana a su lado y Carlos atendiendo a su esposa, se pusieron en marcha con sentimientos inenarrables, sobre el mismo camino por el que hacía tan poco, ¡tan poco!, habían pasado con el corazón rebosante.

      No habían salido de Cobb, cuando los Harville se les reunieron. Habían visto pasar a toda prisa al capitán Benwick con un rostro descompuesto, y habían sido informados de todo mientras se encaminaban al lugar. No obstante la conmoción, el capitán Harville conservaba sus nervios y su sentido común, que desde luego se volvían inapreciables en el momento. Una mirada cambiada entre él y su esposa resolvió lo que debía hacerse. La llevarían a casa de ellos - todos debían ir a su casa- y esperar allí la llegada del doctor. No querían oír ninguna excusa; fueron obedecidos. Luisa fue llevada arriba siguiendo las indicaciones de la señora Harville, quien le proporcionó su propio lecho, su asistencia, medicinas y sales, mientras su esposo proporcionaba calmantes a los demás.

      Luisa había abierto una vez los ojos, pero volvió a cerrarlos; parecía del todo inconsciente. Esta prueba de vida había sido, sin embargo, útil a su hermana. Enriqueta, absolutamente incapaz de permanecer en el mismo cuarto con Luisa, entre el miedo y la esperanza, no podía recobrar sus sentidos. María, por su parte, parecía calmarse poco a poco.

      El médico llegó antes de lo que parecía posible. Todos sufrieron horrores mientras duró el examen, pero el cirujano no perdió la esperanza. La cabeza había recibido una seria contusión, pero había visto contusiones más graves que no habían resultado fatales; en modo alguno parecía descorazonado: hablaba confiadamente.

      Nadie se había atrevido a concebir un desenlace que no fuese desgraciado. De allí la dicha profunda y silenciosa experimentada por todos, después de dar gracias al cielo.

      El tono y la mirada con que el capitán Wentworth dijo: “¡A Dios gracias!”, fueron algo que Ana jamás olvidaría. Tampoco habría de olvidar cuando, más tarde, con los brazos cruzados sobre la mesa, como vencido por sus emociones, parecía querer calmarse por medio de la oración y la reflexión.

      Los miembros de Luisa estaban a salvo; sólo la cabeza había sido dañada. Era el momento, entonces, de pensar qué convenía hacer para resolver la situación general planteada. Podían ahora hablar y consultarse. Que Luisa debía quedarse allí, a pesar de la molestia que experimentaban todos de abusar de los Harville, era algo que no admitía dudas. Llevársela era imposible. Los Harville silenciaron todo escrúpulo, y, en cuanto les fue posible, toda gratitud. Habían preparado y arreglado todo antes que los demás tuvieran tiempo de pensar. El capitán Benwick les dejaría su habitación y conseguiría una cama en cualquier parte; todo estaba arreglado. El único problema era que la casa no podía albergar a más gente. Sin embargo, “poniendo a los niños en la habitación de la criada” o “colgando una cortina de alguna parte”, podían albergarse dos a tres personas si es que deseaban quedarse. En cuanto a la asistencia de la señorita Musgrove, no debía haber ningún reparo en dejarla enteramente bajo el cuidado de la señora Harville, quien era una enfermera experimentada, y también lo era su criada, quien la había acompañado a muchos sitios y estaba a su servicio desde hacía tiempo. Entre las dos la atenderían día y noche. Todo esto fue dicho con verdad y sinceridad irresistibles.

      Carlos, Enriqueta y el capitán Wentworth consultaban algo entre ellos: Uppercross, la necesidad de que alguien vaya a Uppercross... dar las noticias..., la sorpresa de los señores Musgrove a medida que el tiempo pasaba sin verlos llegar..., el haber tenido que partir hacía una hora..., la imposibilidad de estar allí a una hora razonable... Al principio no podían más que exclamar, pero después de un rato dijo el capitán Wentworth:

      -Debemos decidirnos ahora mismo. Todo minuto es precioso. Alguien debe ir a Uppercross; Musgrove, usted o yo debemos ir.

      Carlos asintió, pero declaró que no deseaba ir. Molestaría lo menos posible a los señores Harville, pero de ninguna manera deseaba o podía abandonar a su hermana en ese estado. Así lo había decidido; Enriqueta, por su parte, declaró lo mismo. Sin embargo, muy pronto se la hizo cambiar de idea. ¡La inutilidad de su estadía!... ¡Ella, que no había sido capaz de permanecer en la habitación de Luisa, o mirarla, con aflicciones que la tornaban inútil para cualquier ayuda eficaz! Se la obligó a reconocer que no podía hacer nada bueno. Pese a ello no quería partir hasta que se le recordó a sus padres; consintió entonces, deseosa de volver a casa.

      Ya estaba el plan arreglado, cuando Ana, volviendo en silencio del cuarto de Luisa, no pudo menos que oír lo que sigue, porque la puerta de la sala estaba abierta:

      -Está, pues, arreglado, Musgrove - decía el capitán Wentworth-, usted se quedará aquí y yo acompañaré a su hermana a casa. La señora Musgrove, naturalmente, deseará volver junto a sus hijos. Para ayudar a la señora Harville no es necesario más que una persona, y si Ana quiere quedarse, nadie es más capaz que ella en estas circunstancias.

      Ana se detuvo un momento para reponerse de la emoción de oírse nombrar. Los demás asintieron calurosamente las palabras del capitán, y entonces entró Ana.

      -Usted se quedará, estoy seguro -exclamó