Люси Мод Монтгомери

100 Clásicos de la Literatura


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participar del amor al bien y de los sentimientos de felicidad y alegría. Pero ahora que la virtud no es para mí más que una sombra, y la felicidad y la alegría se han tornado desesperación, ¿dónde tendría que buscar comprensión? No… Me conformo con sufrir solo, mientras tenga que sufrir. Y cuando muera, aceptaré que el odio y el oprobio descansen sobre mi memoria. En cierta ocasión mi imaginación se deleitó en sueños de virtud, de fama, y alegría. En cierta ocasión confié en encontrar a alguien que, ignorando mi aspecto externo, me apreciaría por las excelentes cualidades que sin duda poseía. En aquel tiempo estaba embargado por los altos ideales del honor y de la abnegación. Pero ahora la vileza me ha hundido hasta convertirme en una alimaña bestial… No hay crímenes que se asemejen a los míos; y, cuando repaso la horrenda nómina de mis actos, apenas puedo creer que yo sea aquel cuyos pensamientos estuvieron una vez animados por las sublimes y trascendentes visiones del amor y la belleza. Pero así es. El ángel caído se convierte en un demonio maligno. Pero él… incluso él, el enemigo del hombre, tuvo amigos y compañeros. Yo estoy absolutamente solo.

      »Usted, que se llama amigo de Frankenstein, parece saber algo de mis crímenes y mis desdichas. Pero, en el relato que él tal vez le ha hecho de mis sufrimientos, no ha podido contar las horas y los meses de miseria que he soportado mientras mi alma ardía de furia e impotencia. Porque cuando destruí su futuro, no satisfice mis propios deseos, que eran tan ardientes y devoradores como siempre. Aún deseaba amor y compañía, y siempre me despreciaban. ¿Acaso esto no era una injusticia? ¿Y soy yo el único criminal, cuando toda la humanidad ha pecado contra mí? ¿Por qué no odia usted a Felix, que expulsó de su casa a quien lo apreciaba de verdad? ¿O por qué no odia usted al hombre que deseaba matar a quien salvó a su hija? No, desde luego: ellos son seres virtuosos e inmaculados… mientras que yo, el miserable y el pisoteado, ¡solo soy un aborto que debe ser despreciado y apaleado y odiado! Incluso ahora me hierve la sangre cuando recuerdo semejante injusticia…

      »Pero es verdad que soy un miserable. He destruido todo lo bello y lo indefenso. He cazado a los inocentes mientras dormían y he estrangulado hasta la muerte el cuello de quien jamás me hizo daño. He conducido a mi creador al sufrimiento y lo he acosado hasta su muerte. Usted me odia, pero su aborrecimiento ni siquiera puede compararse al que yo siento por mí mismo. Miro las manos que han cometido esos actos, pienso en el corazón que los planeó, y me detesto. No tema: no volveré a hacer ningún mal; mi tarea está a punto de concluir. No necesito de usted ni de nadie para consumarla, me basto yo solo. Y no crea que tardaré en llevar a cabo el sacrificio. Abandonaré su barco; y, en el témpano que me trajo hasta aquí, buscaré el extremo de tierra más septentrional que pueda tener el globo. Yo mismo levantaré mi pila funeraria y me consumiré en cenizas, para que mis restos no puedan sugerir a ningún desgraciado curioso e ingenuo que puede ser capaz de crear a otro como yo. Moriré. Ya no volveré a sentir la angustia que me consume, ni seré presa de sentimientos insatisfechos y, sin embargo, eternos. Quien me creó ha muerto; y cuando yo muera, el recuerdo de mí morirá para siempre. Ya no volveré a ver el sol, ni las estrellas, ni sentiré el viento en el rostro. La luz, los sentimientos y la razón morirán. Y entonces hallaré mi felicidad. Hace algunos años, cuando las imágenes del mundo se mostraron abiertamente ante mí, cuando sentía la alegre calidez del verano y oía el murmullo de las hojas y el gorjeo de los pájaros, y aquello era todo para mí, habría lamentado morir; pero ahora la muerte es mi único consuelo. Enfangado en el crimen y corroído por los remordimientos más amargos, ¿dónde podré encontrar descanso, sino en la muerte?

      »Adiós. Me voy, usted será el último hombre que vean mis ojos. ¡Y adiós, Frankenstein! Si en la muerte aún os restara algún deseo de venganza, esta se vería más satisfecha si siguiera viviendo que con mi muerte. Pero eso no ocurrirá. Deseabais mi absoluta destrucción para que no pudiera causar mayores sufrimientos a otros, y ahora no desearíais sino que viviera para que siguiera sufriendo. Aunque estabas destrozado, mi agonía es mayor que la tuya, porque los remordimientos son la amarga punzada que atormenta mis heridas y me tortura hasta la locura.

      »Pero pronto moriré», dijo, entrelazando las manos, «y lo que siento ahora ya no lo sentiré; pronto estos pensamientos… estas dolorosas heridas… ya no existirán. Levantaré triunfal mi pira funeraria, y las llamas que consuman mi cuerpo concederán la alegría y la paz a mi espíritu».

      Y tras decir aquello, saltó por la ventana del camarote y cayó sobre un témpano de hielo que permanecía junto al barco; y apartándose con fuerza de la nave, las olas lo alejaron, y muy pronto se perdió de vista en la oscuridad y la distancia.

      FIN

      El Mago de Oz

      Por

      Lyman Frank Baum

      CAPÍTULO 1

      EL CICLÓN

      Dorothy vivía en medio de las extensas praderas de Kansas, con su tío Henry, que era granjero, y su tía Em, la esposa de éste. La casa que los albergaba era pequeña, pues la madera necesaria para su construcción debió ser transportada en carretas desde muy lejos. Constaba de cuatro paredes, piso y techo, lo cual formaba una habitación, y en ella había una cocina algo herrumbrada, un mueble para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande situada en un rincón, y Dorothy ocupaba una pequeñita en otro rincón. No había altillo ni tampoco sótano, salvo un hueco cavado en el piso, y al que llamaban refugio para ciclones, donde la familia podía cobijarse en caso de que se descargara un huracán lo bastante fuerte como para barrer con cualquier edificio que hallara en su camino. A este hueco —pequeño y oscuro— se llegaba por medio de una escalera y una puerta trampa que había en medio del piso.

      Cuando Dorothy se detenía en el vano de la puerta y miraba a su alrededor, no podía ver otra cosa que la gran pradera que los rodeaba. Ni un árbol ni una casa se destacaba en la inmensa llanura que se extendía en todas direcciones hasta parecer juntarse con el cielo. El sol había calcinado la tierra arada hasta convertirla en una masa grisácea con una que otra rajadura aquí y allá. Ni siquiera la hierba era verde, pues el sol había quemado la parte superior de sus largas hojillas hasta teñirlas del mismo gris predominante en el lugar. En un tiempo la casa estuvo pintada, pero el calor del astro rey había levantado ampollas en la pintura y las lluvias se llevaron a ésta, de modo que la vivienda tenía ahora la misma tonalidad grisácea y opaca que todo lo que la circundaba.

      Cuando la tía Em fue a vivir allí, era una mujer joven y bonita; pero el sol y los vientos también la habían cambiado, robando el brillo de sus ojos, que quedaron de un gris plomizo, y borrando el rubor de sus labios y mejillas, los que poco a poco fueron adquiriendo la misma tonalidad imperante en el lugar. Ahora era demasiado enjuta y jamás sonreía. Cuando Dorothy quedó huérfana y fue a vivir con ella, la tía Em solía sobresaltarse tanto de sus risas que lanzaba un grito y se llevaba la mano al corazón cada vez que llegaba a sus oídos la voz de la pequeña, y todavía miraba a su sobrina con expresión de extrañeza, preguntándose qué era lo que la hacía reír.

      Tampoco reía nunca el tío Henry, quien trabajaba desde la mañana hasta la noche e ignoraba lo que era la alegría. Él también tenía una tonalidad grisácea, desde su larga barba hasta sus rústicas botas, su expresión era solemne y dura.

      Era Toto el que hacía reír a Dorothy y el que la salvó de tornarse tan opaca como el medio ambiente en que vivía. Toto no era gris; era un perrito negro, de largo pelaje sedoso y negros ojillos que relucían alegres a ambos lados de su cómico hocico. Toto jugaba todo el día y Dorothy le acompañaba en sus juegos y lo quería con todo su corazón.

      Empero; ese día no estaban jugando. El tío Henry se hallaba sentado en el umbral y miraba al cielo con expresión preocupada, notándolo más gris que de costumbre. De pie a su lado, con Toto en sus brazos, Dorothy también observaba el cielo. La tía Em estaba lavando los platos.

      Desde el lejano norte les llegaba el ronco ulular del viento, y tío y sobrina podían ver las altas hierbas inclinándose ante la tormenta. Desde el sur llegó de pronto una especie de silbido agudo, y cuando volvieron los ojos en esa dirección vieron que también allí se agitaban las hierbas.

      El