El placer lo conseguíamos rápidamente. Nada de sentarse y mucho menos de tumbarse porque no había tiempo y porque había que estar preparados para salir corriendo en cuanto oyéramos acercarse a alguien.
Había sitios insólitos en los que, en cuanto veíamos que estábamos en una intimidad casi absoluta y no había peligro de que nos sorprendieran, nos excitábamos y nos entraban unas ganas irresistibles de masturbarnos. Lo mismo daba que fueran las escaleras de la torre de la iglesia, el sobrado solitario de cualquier casa o las enormes pilas formadas por las sacas de algodón amontonadas en las naves inmensas de la casa de la marquesa. La casa de la marquesa estaba llena de vericuetos y el grupo de amiguitos correteábamos por allí dentro sorteando la vigilancia de los padres de mi primo o de su abuelo, encerrado siempre en la casita de la entrada. La casa de la marquesa solía estar vacía todo el año, excepto cuando «los señoritos» venían a pasar unos días para visitar el cortijo de Villanueva y montar a caballo; el molino, excepto en la época de su funcionamiento, estaba prácticamente cerrado todo el año. Pero los juegos sexuales más salvajes que recuerdo, cuando la palabra zoofilia aún no aparecía en mi diccionario, eran los que realizaba con uno de mis amigos en el corral de cabras del «Primales». Mi madre me mandaba todas las tardes a comprar la leche. A veces aún no había terminado de ordeñar o se le había terminado la leche y la mujer me mandaba ir al corral, situado detrás de la casa en donde estaba el Primales, para que me ordeñara la leche directamente sobre la lechera. El cabrero, célebre por su picardía y sinvergonzonería que frecuentemente hacía reír a todos con sus ocurrencias, se reía burlón contemplando cómo observaba boquiabierto las gruesas y redondeadas ubres que acariciaba hasta casi hacerme ruborizar, para luego escurrir con fuerza los largos pezones de los que iban saliendo fuertes chorros de leche que caían directamente al interior de la lechera en donde hacían abundante espuma. No sé si su intención al frotar y exprimir insistentemente aquellos pezones con malicia, como si estuviera masturbándolos, era intentar excitarme o no, pero sin lugar a dudas lo conseguía porque evocaban el placer que sentía cuando me hacía pajas o nos las hacíamos con los amigos que, en corro, nos masturbábamos unos a otros. Yo miraba de soslayo los sexos de las cabras con los rabos levantados exhibiéndolos impúdicamente. Otras veces entraba directamente al corral accediendo por el callejón empinado que subía frente al casino de Lucas.
Un atardecer que fui a comprar la leche a la casa del Primales acompañado de un amigo, aprovechando la ocasión de que el cabrero no estaba, pensamos que era la ocasión de llevar a cabo una idea que llevábamos un tiempo tramando: follarnos una cabra una noche que no nos viera nadie. Salimos de la casa y subimos por el callejón de Lucas hasta el corral, al que entramos saltando unas alambradas. Ya se había hecho oscuro, pero la luna iluminaba suficientemente el corral como para que pudiéramos distinguir una cabra, unos cuernos o un culo. La aventura debió resultar complicada y embarazosa: mientras mi amigo la sujetaba por los cuernos, yo me ponía detrás, alzándome de puntillas, intentando meter la polla en aquel agujero en donde me corrí al poco de meterla y sacarla varias veces. Cuando le tocaba el turno a mi amigo, teniendo yo sujeta a la cabra por los cuernos, dijo que había oído ruido, que tenía miedo, que le daba asco o alguna otra excusa que no recuerdo bien, pero sí recuerdo que salimos los dos corriendo del corral con miedo de que alguien nos hubiera visto. No volvimos a repetir la experiencia, aunque soñaba a menudo con ella, recordándola con añoranza. Por supuesto, estas aventuras no las contábamos a nadie, ni siquiera a los amigos y, mucho menos, al cura, quedando estos extravagantes e inclasificables pecados incluidos en el paquete de actos vergonzantes que solíamos esconder bajo el eufemismo «hacer cosas feas acompañado», sin entrar en detalles.
Uno de mis novios más ardientes, un cubano criado también en un pueblo, me contaba que cuando tenía quince o dieciséis años había una burra que llegó a aficionarse tanto a su polla que, cuando lo veía acercarse desde lejos, trotaba hacia él y se colocaba de culo justo en el lugar en donde había una gran piedra en la que acostumbraba a subirse para poder alcanzar la altura adecuada. Eran ese tipo de confidencias que solo se hacían entre gente que habían tenido experiencias similares y las solíamos contar con profusión de detalles. Debieron ser experiencias provocadas por unos ardores sexuales fuera de lo común y por una gran represión. Muchos novios musulmanes me preguntan si tengo vídeos porno de animales. Por casa solo tenía uno que había comprado de segunda mano en el mercado de los Encantes. Las pollas de los novios se empalmaban rabiosamente al contemplar la desgana de las pollas de los caballos manoseadas por mujeres, en general mayores y de aspecto ajado.
Por mi memoria vagaban estas imágenes cuando un día, ya dibujante de cómics, decidí usarlas para ilustrar una de las diversas escenas que empleé para retratar la represión, el deseo, el sentimiento de culpa, el castigo y el sadomasoquismo. En la laberíntica doble página en la que pretendía mostrar la castración simbólica de San Reprimonio, un grupo de niños guarda cola para follarse a una cabra.
Años más tarde, los actos de zoofilia practicados por un Adán follándose a una cabra y una Eva jugueteando con una fálica serpiente, los utilizaría con un sentido transgresor y casi lúdico, en una de las viñetas del dibujo en color Expulsión del Paraíso 3, que realicé para la revista Por Favor. En la viñeta siguiente mostraría a Adán, Eva y la serpiente, siendo expulsados por un iracundo Dios mientras, la cabra, sola en el Paraíso, los miraba partir con cara desconsolada. Aún volvería a insistir en el tema en una historieta inspirada en un desgarrador cuento de Pu Songling. En un juicio, una mujer es acusada de haber mantenido relaciones sexuales con su perro en ausencia del marido y cuando este vuelve y yace con la esposa, el perro se abalanza contra él y lo mata. La mujer lo niega, pero los jueces conciben un ardid: la mujer está encerrada en un calabozo y deciden introducir al perro, que inmediatamente, se abalanza sobre ella intentando follarla. Ambos son condenados a ser decapitados en la ciudad y son conducidos atados por sendos guardianes. En su recorrido por los pueblos, los vecinos muestran curiosidad por saber el delito cometido por ambos prisioneros y comienzan a ofrecer dinero a los guardianes para que los suelten y se apareen. El patetismo de la historia alcanza sus más desgarradoras cotas cuando los guardianes ven el gran beneficio que estos números les ofrecen y retardan la llegada a la ciudad dando vueltas por todos los pueblos de la provincia. La mujer y el perro esperan con ansiedad la llegada a otro pueblo en donde podrán aparearse nuevamente. Al final llegan a la ciudad y ambos son decapitados.
«Deprederastas»
A veces jugaba con un amigo en la tienda que tenían sus padres. Mi amigo era más pequeño que yo y no formaba parte del grupo de los más asiduos de mi misma edad. Su madre era una señora de una gran presencia, con pelo negrísimo, peinado tirante, recogido en un grueso moño, con la que su padre, viudo, se había vuelto a casar. Fernando era el hijo mayor de los tres que había tenido con la primera mujer y estaba casado con María, una mujer pequeñita de la que todo el pueblo murmuraba que mantenía relaciones con Eugenio Pozo, el taxista.
Cierto día sentí claramente por qué vericuetos deambulaba la sexualidad de Fernando, un hombre de cuyo aspecto conservo la imagen difusa de un tipo algo encorvado, de piel cetrina, mirada torva, fino bigotito y voz apagada y grave. Los recuerdos que conservo de aquel hombre, al que jamás volvería a saludar ni a mirar a la cara, son profundos y sórdidos.
Un día en que jugaba en la tienda con mi amigo y otros chicos —yo debía tener diez o doce años—, estaba Fernando por allí en medio, supuestamente aburrido y curioseando. Yo estaba apoyado sobre el mostrador y aquel hombre, que entonces rondaría los treinta años, debió hacer algún comentario, señalar algo o buscar cualquier excusa de forma que se aproximó a mí por detrás y su cuerpo se pegó solapadamente al mío mientras yo sentía cómo algo duro se aplastaba contra mis riñones. Inmediatamente adiviné de qué se trataba y me aparté rápidamente como si algo me hubiera picado. Intranquilo y nervioso continué jugando, pero sintiendo su mirada clavada sobre mí, fija, intensamente, como esperando una respuesta a aquella insinuación. Al cabo del rato —yo seguía inquieto porque aquel hombre, ni se iba, ni dejaba de mirarme— decidí irme a mi casa. No me hacía falta mirar para atrás para saber que Fernando me seguía. Los hechos que fueron sucediendo a continuación me hacen pensar que mi papel en aquella aventura no debió ser el de una víctima totalmente inocente, aunque yo no los hubiera provocado. Posiblemente, en un combate entre