metidos bajo el brazo para que no se enfriaran. En vano mi abuela le regañaba un domingo tras otro porque manchaba de aceite la chaquetilla. No lo imagino cometedor de graves pecados. Su fervor apasionado por la virgen del Rocío, que heredaría mi madre, lo hacía atravesar la marisma cada año a caballo, al oscurecer del domingo de Pentecostés, camino de la ermita del Rocío a donde llegaba al amanecer, justo a la hora en que los almonteños sacaban a la virgen en procesión. Mis tías contaban que ni siquiera se apeaba del caballo: veía a la virgen salir de la ermita, se quitaba la gorra, rezaba una salve y cogía el camino de vuelta llegando a su casa a la hora del almuerzo. Un año, sintiéndose quizás ya mayor, decidió dejar de ir.
Mi abuelo se relamía con la comida, como un enorme gato, saboreando cualquier sobra que sacaba de la cocina. Todas las tardes de verano cogía el dornillo con el gazpacho que había sobrado al mediodía y se sentaba, con él entre las piernas, en una silla que colocaba al lado del brocal del pozo. Con una navaja de cachas y hoja ancha, comenzaba a cortar, con parsimonia y ensimismamiento, trozos de pan que iban cayendo sobre los restos de gazpacho al que había añadido un buen chorreón de aceite. Una vez que el pan se había esponjado bien, dedicaba un buen rato a saborear lo que llamábamos bolo, con la mirada perdida y unos prominentes cachetes sonrosados que iban subiendo y bajando al ritmo de las mandíbulas.
La otra afición de mi abuelo, también heredada por mi madre, era el cante flamenco y concretamente los fandangos de Huelva. Mi abuelo elogiaba la amabilidad de su hermano que le «ponía» fandangos en el aparato de radio cada vez que iba a visitarlo. Me imagino que iría más o menos a la misma hora en la que emitían algún programa de flamenco que el hermano ponía cuando llegaba mi abuelo. En radio Huelva, emisora que mi madre tenía sintonizada constantemente, acostumbraban a emitir fandangos casi ininterrumpidamente.
Una perra ratonera negra y blanca, que se llamaba Pirula, lo seguía como una sombra a todas partes o permanecía tumbada a sus pies.
Siempre me causó una gran admiración el sombrajo que construía en lo alto de un cerro para vigilar la viña que tenía cerca del pueblo. Cuando la uva estaba para madurar, los dueños de las viñas erigían estas especies de torres de vigilancia que consistían en cuatro largos palos, bien clavados al suelo, sobre los que fabricaba una tarima con palos cruzados que se cubrían de ramas y paja para tumbarse sobre ella. También fabricaban con ramas de álamos o eucaliptos los toldos para dar sombra y una pared o dos para resguardarse del viento. La solidez y esmero de la construcción dependían del arte del constructor y mi abuelo no tenía mucho arte con lo que la estructura no quedaba demasiado «fiable», aunque no recuerdo haber oído contar que se hubiera caído nunca. Se subía por una escalera y por la tarde, cuando comenzaba a subir la marea, era placentero estar allí arriba viendo el paisaje y tomando el fresco. Mi abuelo se echaba allí —o en el sobrado de la casa—, unas largas siestas.
El campo ofrecía un curioso aspecto salpicado por aquellas extrañas atalayas. Constituían un leve freno para los ladrones de uva, de melones o de sandías. Contaban que uno de los guardas más celosos y agresivos era Pichín, nuestro vecino de Castilleja, que era capaz de perseguir, calabozo en mano, hasta extenuarlo, al incauto ladrón que sorprendía con uno de sus racimos de uva en la mano.
No recuerdo haber subido muchas veces al sombrajo con mi abuelo como tampoco acostumbraba a molestar subiendo al carro cuando él y mi tío hacían viajes transportando ladrillos. Mi hermano, en cambio, siempre estaba pidiendo que lo subieran al carro o lo llevaran al sombrajo. Yo prefería permanecer al lado de mis tías y sus amigas viendo cómo bordaban.
Mi madre hablaba de los cuarenta como de unos años casi más terribles que los de la guerra porque la guerra era algo lejano que conocían por referencia, pero el hambre de aquellos años era algo cotidiano. La gente no tenía nada para comer y había amigas del barrio que iban a casa de mi abuela a pedir pan o patatas para darles algo a los niños hambrientos.
Una noche desaparecieron dos cabras que tenía mi abuelo atadas a un peral en el corral y, aunque sospecharon y casi tuvieron completa seguridad de quién podía haberlas robado y comido, no se atrevieron a denunciarlos por ser gente muy pobre, por la imposibilidad de recuperarlas y quizás por miedo a las represalias.
Mi tío trabajaba con mi abuelo, desde pequeño, llevando y trayendo el carro y faenando en las pequeñas parcelas de tierra que tenían esparcidas lejos del pueblo. Cuando el trabajo en el campo escaseaba, mi abuelo y mi tío se dedicaban, casi exclusivamente, a acarrear barro y ladrillos para el tejar de Carrión.
Por las tardes, mi tío estudiaba con la trompeta en su habitación, frente a una partitura, las piezas (en su mayoría pasacalles y marchas) que luego ensayaba los fines de semana con la banda de música del pueblo. Esta banda actuaba en los desfiles procesionales locales, en los pueblos de los alrededores y, algunas veces, eran contratados para tocar en las procesiones de Semana Santa de Sevilla. Todos los años, para las fiestas de las Cruces, iban en un camión a tocar en un pueblecito de la sierra de Huelva que se llamaba El Berrocal, de donde volvía cargado de piñonates y alfajores.
Nunca sentí curiosidad por tocar aquel instrumento aunque, en alguna ocasión, había intentado soplar para sacarle algún sonido con pobres resultados. Hubiera preferido que mi tío tocase el saxofón, como su amigo Danilo o el clarinete como Bernabé, porque el sonido de la trompeta siempre me resultó pobre y estridente.
Mi tío y mi tata formaban parte de esa amplia y extraña hermandad de hombres y mujeres solteros que suelen salpicar las familias.
Supuestamente, la causa de que algunas mujeres permanecieran solteras en un pueblo podía deberse a que ningún hombre las hubiera «pretendido» jamás, pero había muchos casos en los que las mujeres habían tenido pretendientes y los habían rechazado. Resultaban mucho más extraños los casos de hombres que permanecían, incomprensiblemente, solteros. ¿Qué razones insondables podían ocultarse en cada caso de soltería? ¡No todos tendrían que ser casos encubiertos de lesbianismo y homosexualidad reprimidos porque, precisamente en esos casos, el matrimonio podría servir de enmascaramiento, tanto para la sociedad como para ellos mismos! Enfermedades secretas, timidez, indecisión, rechazos, manías y ocultas perversiones serían algunas de las posibles miles de causas que harían que hombres y mujeres, de excelente aspecto físico y desahogadas posiciones económicas, decidieran escoger ese camino de hibridez y soledad.
Castilleja del Campo
El pueblo
La carretera general de Sevilla a Huelva, tras cruzar el pueblo de Sanlúcar la Mayor, se enfrenta a un pronunciado desnivel de más de 100 metros que nos va dejando ver, poco a poco, un vasto espacio abierto al que llaman la campiña de Tejada que comenzará con las riberas del Guadiamar y continuará, ya en la provincia de Huelva, con las tierras del condado de Niebla. Una terrible curva cerrada interrumpe la vertiginosa bajada bordeando las altas tierras del Aljarafe que acabamos de abandonar para acercarnos a la orilla del pequeño riachuelo. Unos ocho kilómetros más adelante nos encontramos, casi de sopetón, con una pequeña hilera de casas a ambos lados de la carretera y una señalización con el nombre del pueblo: Castilleja del Campo. A la derecha se extiende una interminable y suave campiña que se recorta en el horizonte por una azulada línea de montes que forman la sierra de Aznalcóllar y a la derecha, en la falda de un cerro casi coronado por la torre de la iglesia, se desparrama el pequeño pueblo.
A lo largo de esta hilera de casas, bordeadas por viejas moreras, destacan la casa moderna del médico, como un chalet, en donde tiene su consulta; un edificio sólido y algo pretencioso con un espacio inmenso llamado bar La Granja; una carretera empinada, frente al bar, que sube al pueblo, con una señalización que indica que en aquella dirección, a 2 km, se encuentra Carrión de los Céspedes y, frente a esta señalización, en la misma esquina, el bar llamado La Gasolinera por tener un surtidor de gasolina en su puerta. A este trozo de carretera y casas lo llaman El Prado.
La Gasolinera era un bar de aspecto algo sórdido frecuentado por un público variopinto formado por camioneros; gente que paraba a echar gasolina y aprovechaba para tomar algo o usar los servicios; clientes asiduos del pueblo que acudían a tomar un café y jugar al dominó o a las cartas; borrachos de últimas