Nazario

Un pacto con el placer


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de buena mañana, el paso de los autobuses de la empresa Damas para ir a Sevilla.

      La gasolinera y el bar eran regentados por Pepe Calero, lustroso y grueso personaje con aspecto de vividor, un poco entre traficante de cualquier cosa y capo de cualquier otra. Era del pueblo y se había casado con una joven de Carrión de la que había enviudado dejándole una hija y un hijo con los que vivía.

      Pepito Calero, el hijo, primo de mi amigo Curro y siempre lo miré, por su reconocida homosexualidad, con una mezcla de miedo y admiración.

      En Carrión había una estación de tren pero, aquí en el pueblo, el único medio de transporte para desplazarse a Sevilla eran los autobuses Damas que comunicaban Hueva y Sevilla. El problema era que, a veces, no llevaban plazas libres. Entonces había que recurrir a la benevolencia de algún conductor que parara a echar gasolina y quisiera llevar al viajero aunque fuese hasta Sanlúcar en donde había autobuses. El medio más cómodo y seguro para ir a Sevilla era el taxi de Eugenio Pozo, pero como disponía de plazas limitadas, había que ir a casa de la hermana y reservar el asiento con un día o dos de antelación.

      El bar La Granja era el lugar en donde nos reuníamos los jóvenes los domingos alrededor de una enorme mesa de camilla. Tras largos paseos por la carretera, nos entreteníamos charlando, cantando, viendo la televisión o jugando a las prendas. El salón de este bar se disputaba, con el enorme patio del Palacio, las celebraciones de los banquetes de boda. El viejo dueño tenía un camión con el que hacía transportes y en él iba la banda de música de Carrión a los diversos pueblos en donde los contrataban.

      La casa del médico tenía la consulta en una pequeña habitación con muebles sobrios de estilo remordimiento —típico mobiliario de todos los despachos de médicos—, y una salita, más íntima, para auscultaciones con una camilla. Don Juan era el médico del pueblo de toda la vida como también, de toda la vida, era cura del pueblo don Felipe. En algunas viejas y amarillas fotos aparecen ambos, junto a mi abuelo Nazario, en la puerta del casino. La mujer de don Juan era una señora delicada que solo se dejaba ver en la iglesia, junto a sus dos hijas, como personajes postizos que no hicieran juego con nada ni nadie del resto del pueblo.

      Para adentrarse en el pueblo había que tomar la carretera que indicaba la dirección de Carrión y subir hasta llegar a un pronunciado repecho llamado la Cuesta del Palacio, al final de la que terminaba la calle y el pueblo. La carretera continuaba, camino de Carrión, subiendo entre un enorme talud a la derecha y las tapias de los corrales de las casas, a la izquierda.

      «El Palacio» era un enorme caserío con una gran fachada sin ventanas, como una fortaleza, que se extendía casi a todo lo largo de la pronunciada cuesta. Una puerta enorme daba acceso a un patio gigantesco empedrado con cantos rodados y adoquines que formaban cuadros. Al fondo, adosado a una alta tapia que servía de separación entre este patio y un extenso corral cercado y rodeado por caminos y callejones al que se accedía por una cancela, había un amplio pilón para beber las bestias. A través de los tupidos cercados, podía verse cómo se movían por el corral numerosos pavos reales y algunos ciervos. El enorme patio estaba rodeado por edificaciones con las cuadras, una pequeña casa con un sombrajo en la entrada en donde vivían el capataz y su familia y la casa de la dueña, la condesa de las Atalayas, D.ª María Gamero Cívico y de Porres conocida en el pueblo como «la señorita María». Al parecer su marido había hecho donaciones de cuadros a la iglesia y había costeado una nueva solería. El administrador de las fincas de la señorita María había sido Pedro Parias, famoso elemento fascista, conspirador, que había llegado a ser nombrado gobernador civil de Sevilla por Queipo de Llano, convirtiéndose en una de las personas clave en la represión y asesinato de militantes de izquierda. La administración de las fincas quedó en manos de José, hermano del cura, y al que todo el pueblo llamaba «don Josétopamí».

      Las casas que bordeaban la carretera, desde El Prado hasta la cuesta del Palacio, constituían una especie de cordón umbilical para acceder al centro del pueblo. Desde el comienzo de la cuesta, hasta el final del edificio del Palacio, partían tres calles hacia la izquierda, que confluían, como el vértice de un triángulo, en una especie de plazoleta, con una cruz en medio, desde la que, como un apéndice, partían dos caminos: uno que llevaba a fincas y cortijos pasando por la puerta del cementerio y otro que comunicaba con fincas del municipio. Al estar el pueblo justo en la falda del cerro, la mayoría de las calles estaban a diferentes niveles, lo que obligaba a las casas de las aceras más altas a tener unos porches a los que se accedía por escalerillas de ladrillo con pequeños arcos debajo que dejaban correr el agua de la lluvia por las cunetas. De las tres calles que comenzaban en la cuesta del Palacio, la primera, la calle de la Horca estaba formada por una hilera de casas frente a las que se alzaban, en alto, las traseras de la casa de la marquesa y los corrales de todas las casas que constituían la calle en donde estaba el Ayuntamiento.

      La siguiente calle era la del Ayuntamiento, que tenía delante un amplio porche del que se bajaba a la calle por una empinada escalera o por una cuesta que terminaba en una enorme rueda de molino de granito usada como escalón. Los bajos del Ayuntamiento estaban ocupados por un zaguán con una escalera al fondo y una puerta pequeña a la izquierda por la que se entraba al calabozo, que tenía una amplia ventana enrejada y un banco de cemento de medio metro de altura que debía servir de cama. Junto a la ventana había una puerta con un letrero en la parte superior en el que rezaba «Cámara Sindical Agraria» y dentro, en un minúsculo salón, despachaba Marcelo, amigo de mi padre y de su misma edad, que presidía el sindicato. Yugos y flechas y retratos de José Antonio y Onésimo Redondo decoraban las paredes junto a unas vitrinas llenas de legajos, papeles y revistas editadas por la Falange. A su lado, haciendo esquina, estaba la barbería de Aniceto, también amigo de mi padre y vecino nuestro. Tenía dos hijos, uno de mi edad, Juan Antonio, gran amigo mío y otro de la edad de mi hermano. La mujer era de Paterna, un pueblo cercano de la provincia de Huelva y, no recuerdo por qué, amiga de la mujer del médico y sus hijas.

      La puerta de la barbería estaba más baja porque el porche hacía desnivel hasta la esquina del Ayuntamiento, separándolo solo dos o tres escalones de la calle. La barbería era pequeña, con un solo sillón, presidida por un gran espejo y una repisa y mesitas con las máquinas y las brochas. Dos bancos de madera pegados a la pared servían para esperar turno o para echar un rato de charla con el barbero. Yo solía acercarme casi a diario para leer el ABC que recibía Aniceto para los clientes. El cura estaba suscrito al diario El Correo de Andalucía.

      Un lóbrego espacio abovedado, que según parece había sido la antigua cárcel del pueblo –esta, más mazmorra que calabozo—, ocupaba el resto de los bajos del Ayuntamiento y a él se accedía por la calle lateral y lo usaban como frutería o verdulería. Esta lateral era la calle General Sanjurjo, que subía a la plaza de la iglesia. Mi casa ocupaba la esquina formada por esta calle, la calle que iba desde la cuesta del Palacio hasta la cruz y la plaza de la iglesia.

      El Ayuntamiento era un gran salón con tres balcones, embaldosado con relucientes losas blancas y negras, en cuyo fondo había una mesa de despacho flanqueada por un retrato de Franco y otro de José Antonio. A un lado de la mesa, junto al balcón, había una mesita con una máquina de escribir Remington cubierta por una funda de hule negro y al otro lado una puerta daba acceso a los archivos y a un cuarto de aseo. Toda la pared, desde la puerta de entrada hasta la puerta de aseo, estaba cubierta por armarios acristalados en los que se guardaban los cientos de tomos del Diccionario Espasa. El alcalde solo ejercía de tal en puntuales ocasiones, pero, en el Ayuntamiento, quien realmente gobernaba era el secretario Hilario, mi «tito Hilario». En el pueblo los cargos solían acompañar, de por vida, a los nombres de los que los habían ostentado: así Juan el Alcalde sería Juan el Alcalde durante toda su vida o Manolito el Juez, Manolo el Alguacil o Antoñito el Municipal.

      Cuando mi padre decidió que estaría bien que aprendiera a escribir a máquina, nadie puso objeciones para que acudiera a diario al Ayuntamiento para utilizar la Remington. Podría escribir mis poemas y hacer copias de ellos con papel de carbón y así hacerme a la idea de que los publicaba o los enviaría a cualquier sitio para que fueran publicados. Los resultados de mi aprendizaje como mecanógrafo correrían parejos con los que obtendría estudiando inglés en televisión con mi amigo José Lutgardo o haciendo los ejercicios recomendados por Sansón Institut