Nazario

Un pacto con el placer


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La figura de un San Juan adolescente, que muestra con coquetería un hombro, es de gran belleza luciendo un exquisito y luminoso policromado original.

      En el otro extremo se yergue una apagada, lúgubre y extravagante imagen semidesnuda de San Sebastián. Su cuerpo esquelético, de largas y huesudas piernas, contrasta con los atléticos y jóvenes cuerpos de aquel capitán del emperador con los que la mayoría de los pintores y escultores deleitaban a los fieles. El aspecto famélico y la mirada perdida de esta imagen le da un aspecto de un San Sebastián zombi pintado por Baldung. Las cinco flechas que tiene clavadas sobre el cuerpo y los dos agujeros vacíos, su extrema delgadez y el sucio y sucinto taparrabos que lo cubre, con todo, no resultan tan chocantes al espectador como ese brazo derecho que se eleva a lo alto mostrándose libre de unas ataduras que no aparecen por ningún sitio. Su brazo en alto y la postura de su mano podrían sugerirnos el gesto de un violoncelista zurdo al que hubieran escamoteado el instrumento.

      Contaba Miguelito el Carpintero que siendo aún pequeño, a mediados de los años cuarenta, recordaba haber visto cómo levantaban con grandes esfuerzos unos gigantescos andamios erigidos con escaleras de coger aceitunas, atadas una a otras y sujetas a la verja de hierro del altar mayor. Macedonio, aún muy joven, se atrevió a encaramarse en lo alto y a decorar la bóveda del altar mayor. La nave de la iglesia lucía un hermoso artesonado de estilo mudéjar bastante bien conservado.

      El pintor oficial del pueblo, Macedonio, comenzó dando una discreta capa base en un tono marrón claro y sobre ella pintó volutas y hojarascas en marrones apagados que con una discreción elogiable, no chocaba con los tonos del retablo. Cuatro medallones en las esquinas con los cuatro apóstoles, sobre fondos celestes y unos círculos y semicírculos radiales que conducían hasta el centro de la bóveda, daban una cierta continuidad a los azules agrisados de los falsos mármoles del retablo.

      El cura aún lo animaría a cubrir una gran hornacina vacía que había frente a la pila de bautismo en el coro. Macedonio pintó al fresco un gigantesco San Cristóbal con los pantalones remangados saliendo del agua, llevando una inmensa palmera como cayado, aguantando sobre el hombro a un Niño Jesús con gran revuelo de ropajes y manto. Una ermita con un monje dentro da un toque de misterio a la escena. Un cielo de nubes tormentosas, unas montañas planas y unos cuantos matojos estilizados rematan la obra delatando cansancio, aburrimiento y falta de inspiración.

      Este trabajo debió reportarle bastante reputación entre el vecindario en donde vivió de su arte durante toda su vida. Con el tiempo perfeccionó su estilo haciendo hincapié en la pintura de ramos de flores y en la decoración de zaguanes y salas. En el pueblo se hablaba de su homosexualidad, lo que no menoscababa en absoluto sus aplaudidos méritos como jugador de futbol.

      A mi madre debían gustarle sus trabajos porque el zaguán de la casa estaba decorado por él y un enorme macetón con estampas rocieras de flamencas y caballos atravesando un río, por un lado, y caminando por la marisma entre pinares, por el otro, destacaba en el centro de la casa frente a la puerta de la calle, mientras en la cocina, junto a un bello plato de Manises —contaba mi madre que, un día, una señora rica del pueblo le ofreció comprárselo y ella se negó a vendérselo alegando que le gustaba verlo colgado en su casa—, también había otro plato del mismo tamaño, pintado con bellas flores por Macedonio.

      Carrión de los Céspedes

      La casa de mis abuelos

      El cuartel de la Guardia Civil estaba en la entrada de Carrión y nunca se sabía si «el cabo más esaborío que había parido jamás madre alguna» —como lo llamaba Adolfo el Chino— estaba en la puerta del cuartel apostado, impertinente y arrogante, para poner multas o para que todos corroborásemos la mala fama que había adquirido en los pueblos de los alrededores. Podía poner una multa por: ir dos personas montadas en la bicicleta; ir montado en bicicleta siendo menor de edad; ir montado en bicicleta sin llevar los papeles reglamentarios; ir a más velocidad de lo normal; ir paseando; o cualquier arbitrariedad que se le pudiera ocurrir para justificar su mala fama.

      La carretera de Castilleja a Carrión tenía una pronunciada pendiente, ideal para bajar a toda velocidad con la bicicleta. Tras una primera curva de la que partía un camino angosto que, bordeando el cerro de los Silos, iba a desembocar casi frente al cementerio y el camino que comunicaba con varios cortijos, siendo usado por los trabajadores de Carrión para evitar tener que dar un rodeo pasando por Castilleja, se llegaba a otra curva en donde encontrábamos con Los Huertos, dos fincas cuyas puertas de entrada estaban una frente a la otra. El huerto al que llamaban de La Cartuja tenía el aspecto de una finca señorial, con una cancela de hierro, siempre cerrada, que le daba un aire de misterio y flanqueada, junto a dos torretas blancas, por dos enormes jacarandas, únicos ejemplares de este árbol, que podían verse en muchos kilómetros a la redonda. Tras la verja se veía un paseo bordeado de palmeras que no llegaba muy lejos porque un gran caserón blanco y amarillo esperaba a la izquierda. Toda la finca estaba plantada de naranjos y protegida por una fuerte valla de postes de madera con alambres de púas y maleza. Siempre que pasaba por allí la miraba con una gran curiosidad. Me preguntaba si aquel caserío no sería propiedad de alguna condesa o marquesa como los palacios de mi pueblo.

      No sé porqué el fotógrafo de Carrión, al que todos conocían como «el Burra» —fotógrafo oficial de bodas y bautizos, procesiones, primeras comuniones y cualquier otro acontecimiento importante que tuvieran lugar, desde hacía años, en ambos pueblos–, eligió aquella avenida de palmeras, junto al arriate blanco, para hacerme la foto vestido de primera comunión.

      Posiblemente fuéramos a Carrión a buscarlo para que me hiciera la foto y nos lo encontramos en el camino. Rápidamente decidió que allí estaba el «marco incomparable» para posar con mi traje blanco. Me introdujo en el paseo de entrada del huerto y me colocó al sol, junto al arriate encalado. ¡El retrato, además de torcido, resultaba de una calidad infame! Los detalles de la banda con el cáliz dibujado, la pajarita del cuello, el cordón con la cruz y la vela rizada, todo, todo, aparecía totalmente quemado, confundido con la blancura de la cal del arriate. Por el contrario la cabeza quedaba en la sombra semioculta por la penumbra de la oscuridad de los arbustos del fondo. Al querer realzar la luz de la cara, la zona soleada había quedado totalmente blanca, apenas sin que se pudiera percibir detalle alguno.

      Contaban, con aires de chiste, que en una ocasión en que un cliente se había quejado de que, en la foto que le había hecho a su hijo, no lo había sacado nada favorecido, el Burra, con gran desparpajo y sinvergonzonería, le había contestado: «¡Cómo quieres que lo que tú no has podido hacer con la polla, pueda hacerlo yo con una máquina!».

      La historia de mi primera comunión fue un poco triste y humillante. Fue como una primera comunión de película de posguerra ideada por Azcona. Aparte de este infame recuerdo fotográfico y de haberme visto obligado por el cura, con una vergüenza tremenda, a leer un texto plagado de lamentaciones por nuestro incesante empeño en pecar y no ser lo suficientemente buenos como para recibir aquel regalo eucarístico, estuvo la historia de hacer mi primera comunión con un traje prestado.

      Isabelita era una prima segunda de mi madre que confeccionaba ropa de hombre y hacía diversos arreglos de costura en su casa o en casa de los clientes. Había sido víctima de una poliomielitis infantil que le había dejado una pierna más corta que la otra. Una bota ortopédica, que tenía una plataforma de casi un palmo de alto, intentaba suplir la desigualdad haciéndola andar de forma que se desplomaba hacia un lado a cada paso. Mi hermano y yo nos reíamos de su forma de andar imitándola caminando con un pie en la calle y el otro en el escalón de la acera. Como era muy pequeña y menuda, este defecto resultaba más acusado en ella que en Danilo, un músico amigo de mi tío que tocaba el clarinete y que, al ser más alto, la gran plataforma y el desplome no se le notaban tanto.

      La prima Isabelita usaba unas gafas de carey para coser y miraba por encima de ellas cuando hablaba con alguien; nunca tuvo novio y vivía con su hermana, la prima Enriqueta, su marido y sus hijos. Venía a casa de vez en cuando y se quedaba unos días para hacernos ropa. Mi hermano dormía en mi cama y ella dormía en la cama de mi hermano.

      Cuando se quitaba los zapatos para acostarse, yo miraba de reojo, muerto de curiosidad,