Nazario

Un pacto con el placer


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vida entre bordadoras de mantones de Manila y costureras

      No debía ser frecuente que los niños varones sintieran la irresistible fascinación que sentía yo desde muy pequeño, por el laborioso trabajo que mi madre, mis tías y sus amigas realizaban bordando mantones de Manila. ¡En absoluto nunca me sentí atraído por el trabajo que mi abuelo y mi tío realizaban con el carro y las bestias! Yo me quedaba embobado viendo moverse las ágiles manos femeninas, una que descansaba sobre el mantón y la otra escondida debajo. Los dedos de una y otra se acompasaban como una máquina de coser, llevando y trayendo la aguja, con el misterioso y rítmico ruido que esta hacía al atravesar el crespón tenso, como si lo desgarrara, seguido del suave deslizarse de la seda por el agujero hecho. Los dedos de la mano derecha esperaban atentos, apoyados momentáneamente sobre el crespón, justo en el sitio por donde emergería la punta de la aguja que era atrapada velozmente y, tirando de ella, surgía el hilo de seda que se alargaba hacia lo alto tensando el bordado lo suficiente para que quedase compacto pero no apretado. Los dedos giraban la aguja imperceptiblemente de forma que, ahora, quedase la punta para abajo volviendo a introducirla, justo al lado de la puntada anterior, en donde desaparecía velozmente atrapada por la mano izquierda. El dibujo iba desapareciendo convertido en unas masas de colores que tomaban las formas de margaritas, rosas, mariposas y flores. Sobre el mantón, una montaña de madejas de hilos de seda con brillantes gamas de rosas, verdes, oros o lilas, competía con los bordados. Mi tía, o sus amigas, o mi madre, echaban un rápido vistazo y cogían este o aquel color y lo colocaban junto al bordado reciente y lo desechaban y esculcaban en el montón en busca del color que necesitaban y, una vez hallado, sacaban una hebra de la madeja, ensartaban la aguja y continuaban. Yo no perdía ojo, embelesado, atónito casi, viendo surgir de la nada aquellas rosas grandes con varias franjas de distintos tonos que se iban añadiendo unas a otras, «pisándose», para conseguir un sutil efecto de degradado. Mis tías me veían allí al lado absorto, calladito, todo ojos, y sonreían y cantaban canciones de la iglesia, porque mi tía Antonia y Carmela cantaban en el coro y poseían preciosas voces. En verano bordaban en el patio o en la sesoria (palabra cuyo origen descubro que viene de accesoria, en este caso debía referirse a ser una entrada accesoria), en donde se estaba muy fresco y en invierno colocaban el mantón en el zaguán con la puerta de la calle de par en par para que entrara el sol, y cuando hacía frío, colocaban un brasero entre las piernas, lo que a algunas mujeres producía unas manchas rojas en la piel que llamaban cabrillas. Solo recuerdo haber intentado bordar en un par de ocasiones, en secreto, para darme cuenta de lo difícil que resultaba, y lo aburrido, porque no podía ir rápido. Casi resultaba tan complicado como hacer sonar la trompeta de mi tío. Era más bonito mirar cómo bordaban o manosear las madejas de seda. Algunas veces ayudaba a tensar los bastidores, a poner las puntillas en los agujeros de las tablillas, a traer o llevar los caballetes y, ya mayor, a ensartarle a mi madre varias agujas con sedas de diferentes colores que colocaba clavadas en el crespón en hileras.

      Aunque era Villamanrique el pueblo en donde había más bordadoras y en donde decían que habían tenido origen estas labores —tal vez nacidas a consecuencia de las necesidades e influencias de los empleados que trabajaban para los nobles que frecuentaban el palacio de la Condesa—, en Carrión había fraguado esta costumbre y eran muchas las mujeres que se dedicaban a este trabajo. La mayoría de las mujeres bordaban los mantones en sus casas y otras, más jóvenes, acudían a bordar en talleres.

      La jefa mantenía contactos con un señor de Sevilla que se llamaba Foronda que se encargaba de vender los mantones en una gran tienda que tenía en la calle Álvarez Quintero. El señor Foronda le proporcionaba los crespones de variados colores y medidas, las madejas de seda y los papeles con los patrones con los dibujos que debían reproducir calcándolos. Una vez bordados, los llevaba, los cobraba y, a la vuelta, les pagaba a las trabajadoras.

      Había mantones grandes, medianos y pequeños. Los grandes los bordaban mujeres escogidas entre las más expertas y tenían enormes rosas y complicados bordados de flores, pájaros e incluso chinos y puentes de inspiración claramente oriental. Los demás solían tener bordados en el centro con una cenefa que rodeaba el cuadrado del mantón quedando el resto sin bordar. Había bordadoras que tenían alguna preferencia por el color del mantón no queriendo casi nadie bordar los crespones blancos porque se ensuciaban fácilmente. Raramente se bordaban mantones monocromos y, en general, independientemente del color del crespón, los colores solían ser vivos y de gran vistosidad. La elección de los colores de los bordados era todo un arte conseguido con la experiencia, y sobre todo, con el buen gusto. Una vez bordados decían que los llevaban a un pueblo llamado Cantillana en donde trenzaban los flecos de seda.

      Mucho más tarde me enteré que también los bordaban en otros pueblos del Aljarafe. Era un trabajo considerado «ilegal», por ser clandestino, y perseguido por los inspectores de Trabajo que iban por los pueblos intentando descubrir a los infractores. A estos inspectores los llamaban «lechuzos» y, cuando sonaba la voz de alarma anunciando su presencia, las bordadoras tenían que hacer desaparecer el género rápidamente. Cuenta mi tata que tuvo que correr un día, saltando tapias de un corral a otro, arrastrando mantones y caballetes, para ocultarlos, mientras las demás barrían cuidadosamente para hacer desaparecer los restos de hebras de seda esparcidas por el suelo. Algunas niñas comenzaban a bordar a los 12 años y combinaban el trabajo con la escuela. A otras las obligaban a hacer filigranas con el tiempo y además de ir a la escuela, las obligaban a bordar y a trabajar en el campo ayudando a los padres y hermanos. Era frecuente que un mismo mantón fuera bordado por dos mujeres con lo que, además de estar acompañadas, se emulaban y terminaban más rápido.

      En Castilleja, algunas mujeres procedentes de Carrión que, como mi madre, se habían casado con hombres del pueblo, continuaban bordando para aportar una ayuda a la economía, un poco precaria, de la mayoría de los hogares. Mi madre se levantaba a las seis, cuando Miguelito daba unos golpes en su ventana, antes de entrar en la iglesia para dar el primer toque de campanas para la misa. Cuando volvía de la misa, tomaba café y se ponía a bordar hasta la hora de despertarnos para ir a la escuela o para ponernos a estudiar. Si mi padre tenía que ir al campo, se levantaba con ella. Después, durante el día, en cuanto tenía un momento libre, corría al mantón para dar unas puntadas. Ella decía que no bordaba muy bien, pero que tenía mucha gracia combinando los colores. A veces las niñas de alguna vecina venían a aprender y mi madre disfrutaba, charlando con ellas, al lado soñando con que podían haber sido «sus» niñas. Durante toda su vida mostraría, machaconamente, su gran frustración, repitiendo la misma cantinela siempre que tenía ocasión: «¡La gran pena de mi vida fue la de no haber tenido una niña! Yo lo hubiera intentado una tercera vez pero tu padre decía: —¡Y si sale otro niño!— y así lo fuimos dejando, con una gran pena por mi parte, porque con dos hijos, con un poco de esfuerzo podíamos daros una carrerita, pero con tres, hubiera sido imposible».

      Mi madre continuó bordando mientras la vista se lo permitió pero llegó un momento en que sus bordados resultaban un poco tranfulleros y Gracita, la mujer que se los encargaba, no se cansaba de repetirle que estaba muy mayor, que no tenía ya la vista buena, que el pulso... Pero ella se empeñaba con tozudez y cogía otro pequeño y lo iba bordando a trancas y barrancas, con fullerías, borrando algunas flores más complicadas y dibujando otras en su lugar y «estirando» mucho el bordado. «Si no bordo, qué voy a hacer en todo el día, con lo larguísimos que se hacen los días cuando una no tiene nada que hacer». Solo más tarde, y cuando a mi padre lo operaron por segunda vez del cáncer de páncreas y nos dieron a entender que no viviría mucho tiempo, mi madre dejó de bordar.

      Además, mi madre hacía pañitos de ganchillo o de crochet y no comprendo de dónde podía sacar tanto tiempo libre para hacer todas aquellas cosas. Algunos paños eran bien grandes y cubrían la mesa del comedor o la mesa de camilla, pero, en general, solían ser de tamaño mediano o pequeñitos para decorar tibores, maceteros, o los colocaba bajo el cristal del tocador de su dormitorio o de las mesitas de noche. Siempre solían ser de hilo de color crudo.

      Un pañito redondo de crochet cubría la parte superior de la radio. Durante mucho tiempo el aparato de radio estuvo colocado en un rincón del comedor, sobre una frágil mesita, al lado del aparador. Yo arrimaba una silla y me sentaba a su lado para escucharlo con el oído pegado al altavoz. Era un aparato Philips, de madera color miel, y la tela que