sus conocimientos de las vidas privadas de la gente del pueblo podían ser casi absolutos.
De las pequeñas fincas que mi padre tenía distribuidas por el término municipal, una era la que llamaban «la Jeza». Este nombre era, como otra a la que llamaban «el Lejío» deformaciones de Dehesa y Egido. La finca de olivos de la Jeza estaba sobre un promontorio desde el que se divisaba la ribera del río Guadiamar con el pueblo de Sanlúcar la Mayor como una atalaya en lo alto del Aljarafe. Se llegaba por un camino empinado bordeado de altos terraplenes llenos de agujeros por los que asomaban sus cabezas los lagartos o entraban y salían los abejarucos durante la primavera y el verano. Mi padre me enseñaba a distinguir entre los olivos cañivanos, zorzaleños o gordales; me mostraba cómo se cazaban pájaros con encijeras que colocaba sobre los jincos para luego volver a recoger la caza o a cazar pájaros con red en la cercana fuente de Juanín, un pequeño manantial que brotaba de la nada, rodeado de un redondel de verdura de no más de un metro cuadrado, en medio de una ladera de tierra calma. Me aburrían estas cacerías a las que a mi padre le hubiera encantado que me aficionara siguiendo la tradición de muchos hombres del pueblo. Recuerdo lo aburrido y desesperante que resultaba la caza de la perdiz con reclamo a la que mi padre me había llevado un par de veces. Aguantar horas inmóviles y en silencio esperando; encerrados en aquellos escondites que se hacían con varetas de olivos entrelazadas y atadas; mirando atentamente y escuchando al reclamo que no paraba de cantar sin que ocurriera nada, e incluso temiendo que ocurriera algo que ocasionara el horrísono disparo de escopeta que yo temía tanto como el estallido de los cohetes o el estruendoso tañido de las campanas cuando estaba arriba de la torre, que apareciera una perdiz por algún lado respondiendo a las llamadas del reclamo.
Los frecuentes viajes con mis padres a Sevilla —bien por visitas a médicos o bien por estudios—, estaban jalonados de puntos estratégicos que esperábamos y disfrutábamos contemplándolos. El primero y más cercano era la vista de nuestra finca llamada El Verdejo que estaba al lado de la carretera. Nos complacía ver cómo evolucionaban los sembrados de trigo, algodón o girasoles. Más adelante escudriñábamos por el horizonte, entre las encinas, para descubrir la presencia de los toros bravos y luego, al pasar por el puente, contemplábamos la escasa corriente de agua que el río solía llevar. La raquítica corriente en invierno quedaba paralizada en verano formando frescas pozas bajo la sombra de los altos eucaliptus, los álamos y chopos. Los bellos y fieros ejemplares de la ganadería de Pablo Romero, que pastaban por los alrededores de la carretera, separados de ella por raquíticas alambradas, no nos arredraban ni a mí, ni los amigos, cuando nos acercábamos en bicicleta (ocho kilómetros de pedaleo desde el pueblo), para bañarnos en verano.
Yo no sabía nadar, pero era atrevido y me adentraba en el agua dando brazadas. Mi problema era que, cuando intentaba ponerme vertical y comprobaba que no tocaba el fondo con el pie, me ponía nervioso y no sabía cómo salir a flote. Alguien había ideado hacerse de una larga cuerda y atarla a mi cintura de forma que pudiera adentrarme en el agua con la seguridad de que, si me hundía, los amigos tirarían de mí y me arrastrarían hasta la orilla. En el momento en que veían que me hundía, tiraban todos de la cuerda y se partían de risa viendo la cara de sofoco con la que emergía del agua.
La bicicleta Orbea de media carrera que había sido azul, un poco oxidada y desconchada, en la que aprendimos a montar tanto mi hermano como yo, metiendo el pie a través del cuadro por no llegar a los pedales sentados en el sillín, era una herencia del malogrado tito Francisco. Las zapatillas de los frenos casi siempre estaban desgastadas y, mientras las arreglaban, frenábamos metiendo la suela del zapato entre la barra del cuadro y el neumático de la rueda, para desesperación de mi madre cuando veía las suelas de los zapatos, destrozadas. La bicicleta se convertiría en el vehículo imprescindible para ir y venir a Carrión.
Otro juguete que los dos hermanos heredamos del tío Francisco fue una escopetilla de balines. Una foto amarillenta lo mostraba en el patio de la casa, sentado en una silla, apuntando con la escopetilla. Aquella arma se convirtió en un juguete inofensivo cuando dejaron de fabricar balines.
La iglesia
Durante el mes de mayo, los niños salíamos de la escuela en fila después de la última campanada de las doce en el reloj de la torre. Las niñas esperaban en la puerta de su escuela a que pasara el último niño para unirse a la fila que, de uno en uno, nos encaminábamos a la iglesia. Separados, los niños en un lado y las niñas en otro, cantábamos la canción «Venid y vamos todos con flores a María», frente a un altar lleno de velas y flores que despedían un intenso olor. Cuatro o cinco gradas escalonadas acercaban el altar mayor a los feligreses. Cubiertos por paños blancos bordados con cenefas de encaje; sobre ellos, un ejército de candelabros de diferentes alturas y blandones con largas velas, pugnaban por asomar entre una caótica variedad de jarros, jarrones, jarras, floreros, vasos y todo tipo de recipientes de cristal, de cerámica, de plata o alpaca rebosantes de flores.
Las palabras de don Felipe el cura, los cantos coreados por los niños mecánicamente y el recitado monótono del rosario, como un lejano eco, acompañaban nuestras miradas que se perdían ante la espesura blanca de las gradas del altar coronada por un retablo rutilante. Era inevitable que las miradas se sintieran atraídas por la imagen que ocupaba el centro: una escultura de San Miguel, patrón del pueblo, pisando triunfante a un extraño e inofensivo diablo rojo, mitad hombre, con unos cuernos como de vaca y largas orejas, y mitad serpiente. Su cuerpo servía de pedestal sobre el que descansaba el pie del arcángel. La imagen era la de un joven fuerte, de mejillas sonrosadas, nariz recta, boca pequeña y mirada perdida, carente de dramatismo. Su cabeza estaba coronada por una especie de turbante formado por una rebujina de joyas sobre las que se empenachaban unas plumas de colores. Inmediatamente la mirada de cualquiera de aquellos niños se podía desplazar hacia su mano derecha, protegida por una ancha y labrada empuñadura que, a la altura de la cara, blandía despreocupadamente una espada de plata, como podía haber portado una antorcha, una lámpara votiva o un manojo de llamas. Su hermoso vientre cubierto por una ajustada malla, se muestra hasta el pubis recortándose por una cinta dorada que remarca su pliegue inguinal. La cintura queda quebrada por una graciosa inclinación de cadera, manteniendo la pierna derecha firmemente asentada, mientras la izquierda avanza, con un giro algo femenino, posándose delicadamente sobre el pecho de Luzbel. La flexión de la cintura y el gesto de la pierna adelantada resultan idénticos a la postura que hacen adoptar los pintores a las Inmaculadas pisando las serpientes. Una corta faldita le deja las rosadas rodillas al descubierto, mientras su mano izquierda se adelanta sujetando una leve balanza de plata del tamaño justo para pesar monedas o corazones. A sus espaldas se adivina un revuelo de alas de plumas multicolores y un manto al viento que se enrosca en el brazo izquierdo.
El hecho de ocupar el retablo todo el frontal de la amplia nave de la iglesia; de haber solo tres tallas relevantes (una pequeña Inmaculada y un minúsculo Crucifijo resultan insignificantes) y, no solo no estar dorado, sino decorado con pinturas de colores suaves imitando mármoles, le dan cierto desvaimiento, como si los colores se hubieran desteñido. Alguien decidió decorar las superficies planas con una confusa mezcolanza de enloquecedoras vetas de mármol pintadas de tonalidades rojizas en el piso alto, con forma de media luna, y de tonos cenicientos, celestes, ocres, naranja y verde claro turquesa, en la parte inferior, pugnando por destacar entre ellas los marcos, volutas, guirnaldas de frutas, jarrones y cabezas de angelitos pintados de albayalde, quizás con la baldía esperanza de ser un día recubiertos de oro. O quizás aquella profusión de vetas, más efectista que real, de tonalidades pontormianas, fuera un capricho del artista, pero resulta bastante improbable que, tanto al artista como a los patrocinadores, les gustara un retablo que no fuera dorado como los de la mayoría de las iglesias. No obstante, cuando uno observa los dos altares laterales, también de estilo neoclásico, decorados con idénticos mármoles veteados y con los mismos colores que el altar mayor y con el único toque dorado en los capiteles de las columnas, de nuevo nos asalta la duda de si fue premeditada esta decoración desde el principio o hubo un ancestro del pintor oficial del pueblo, Macedonio, que se encargó de marmolear las maderas del retablo y de estos dos altares. Casi resulta chocante la diferencia que se observa entre la decoración de la calle central, con dorados y ángeles policromados, y el resto del retablo, como si no pertenecieran a la misma época.
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