Lidenbrock -repetí, levantando la voz.
-¿Eh? -respondió él como quien se despierta de súbito.
-¿Qué tenemos de la llave?
-¿Qué llave? ¿La de la puerta?
-No, no; la del documento.
El profesor me observó por encima de las gafas y debió ver sin duda algo extraño en mi fisonomía, pues me asió enérgicamente del brazo, y, sin poder hablar, me interrogó con la mirada.
Sin embargo, jamás pregunta alguna fue formulada en el mundo de un modo tan expresivo.
Yo movía la cabeza de arriba abajo.
Él sacudía la suya con una especie de conmiseración, cual si estuviese hablando con un desequilibrado.
Yo entonces hice un gesto más afirmativo aún.
Sus ojos brillaron con extraordinario fulgor y adoptó una actitud agresiva.
Este mudo diálogo, en aquellas circunstancias, hubiera interesado al más indiferente espectador.
Si he de ser franco, no me atrevía a hablar, temeroso de que mi tío me ahogase entre sus brazos en los primeros transportes de júbilo. Pero me apremió de tal modo, que tuve que responderle.
-Sí -le dije-, esa clave… la casualidad ha querido…
-¿Qué dices? -exclamó con indescriptible emoción.
-Tome -le dije, alargándole la hoja de papel por mí escrita-; lea usted.
-Pero esto no quiere decir nada -respondió él, estrujando con rabia el papel entre sus dedos.
-Nada, en efecto, si se empieza a leer por el principio; pero si se comienza por el fin…
No había terminado la frase, cuando el profesor lanzó un grito… ¿Qué digo un grito? ¡Un rugido! Una revelación acababa de hacerse en su cerebro. Estaba transfigurado.
-¡Ah, ingenioso Saknussemm! -exclamó-; ¿con que habías escrito tu frase al revés?
Y cogiendo la hoja de papel, leyó todo el documento con la vista turbada y la voz enronquecida de emoción, subiendo desde la última letra hasta la primera.
Estaba redactado en estos términos:
In Sneffels Yoculis craterem kem delibat
umbra Scartaris Julii intra calendas descende,
audax viator, el terrestre centrum attinges.
Kod feci. Ame Sahnussemm.
Lo cual, se podía traducir así:
Desciende al cráter- del Yocul de Sneffels que la sombra del Scartaris acaricia antes de las calendas de Julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la tierra, como he llegado yo.
Ame Saknussemm.
Al leer esto, pegó mi tío un salto, como si hubiese recibido de improviso la descarga de una botella de Leyden. La audacia, la alegría y la convicción le proferían un aspecto magnífico. Iba y venía precipitadamente; oprímíase la cabeza entre las manos; chocaba las sillas; corría de lugar los libros: tiraba por alto, aunque en él parezca increíble, sus inestimables geodas: repartía a diestro y siniestro patadas y puñetazos. Por fin, se calmaron sus nervios, y, agotadas sus energías, se desplomó en la butaca.
-¿Qué hora es? -preguntó, después de unos instantes de silencio.
-Las tres -le respondí.
-¡Las tres! ¡Qué atrocidad! Estoy desfallecido de hambre. Vamos a comer ahora mismo. Después…
-¿Después qué… ?
-Después prepararás el equipaje.
-¿Su equipaje?-exclamé.
-Sí; y el tuyo también -respondió el despiadado catedrático: entrando en el comedor.
Capítulo 6
Al escuchar estas palabras, un terrible escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Me mantuve sereno, sin embargo. y resolví ponerle buena cara. Sólo argumentos científicos podrían detener al profesor Lidenhrock, y había muchos y muy poderosos que oponer a semejante viaje. ¡Ir al centro de la tierra! ¡Qué locura! Pero me reservé mi dialéctica para el momento oportuno, y eso me ocupó toda la comida.
No hay para qué decir las imprecaciones de mi tío al encontrarse la mesa completamente vacía. Pero, una vez explicada la causa, devolvió la libertad a Marta, la cual corrió presurosa al mercado y desplegó tal actividad y diligencia que. una hora más tarde, mi apetito se hallaba satisfecho y me di exacta cuenta de la situación.
Durante la comida, dio muestras el profesor de cierta jovialidad, permitiéndose esos chistes de sabio, que no encierran peligro jamás; y, terminados los postres, me hizo señas para que le siguiese a su despacho.
Yo obedecí sin chistar.
Se ubicó él a un extremo de su mesa de escritorio y yo al otro.
-Axel -me dijo, con una amabilidad muy poco frecuente en él-: eres un muchacho ingenioso: me has prestado un servicio excelente cuando, cansado ya de luchar contra lo imposible. iba a darme por vencido. No lo olvidaré jamás y participarás de la gloria que vamos a conquistar.
“Bien” pensé; “se halla de buen humor: éste es el momento oportuno para discutir esta gloria”.
-Ante todo -prosiguió mi tío-. te recomiendo el más absoluto secreto, ¿me entiendes? No faltan envidiosos en el mundo de los sabios, y hay muchos que quisieran emprender esta aventura de la cual, hasta nuestro regreso no tendrán noticia alguna.
-¿Cree usted -le dije- que es tan grande el número de los audaces?
-¡Ya lo creo! ¿Quién vacilaría en conquistar una fama semejante? Si este documento llegara a conocerse, un ejército entero de geólogos se precipitaría en pos de las huellas de Arne Saknussemm.
-No opino yo lo mismo. tío, pues nada prueba la autenticidad de ese documento.
-¡Qué dices! Pues, ¿y el libro en que lo hemos encontrado?
-¡Bien: no niego que el mismo Saknussernm pueda haber escrito esas líneas; pero. ¿hemos de creer por eso que él en persona haya realizado el viaje'? ¿No puede ser ese viejo pergamino una superchería?
Lamenté, ya tarde, el haber aventurado esta última palabra; frunció el profesor su poblado entrecejo, y creí que había malogrado el éxito que esperaba obtener de aquella conversación. No fue así, por fortuna. Esbozó una especie de sonrisa en sus delgados labios, y me respondió:
-Eso ya lo veremos.
-Bien -dije algo molesto-; pero permítame formular una serie de objeciones relativas a ese documento.
-Habla, hijo mío. no me opongo. Te permito que expongas tu opinión con entera libertad. Ya no eres mi sobrino. Sino un colega. Habla, pues.
-Ante todo, le agradeceré que me diga qué quieren decir ese Yocul, ese Sneffels y ese Scartars, de los que nunca oí hablar en los días de mi vida.
-Pues, nada más sencillo. Precisamente recibí, no hace mucho, una carta de mi amigo Paterman, de Leipzig, que no ha podido llegar en fecha más oportuna. Ve, y toma el tercer atlas del segundo estante de la librería grande, serie Z, tabla 4.
Fui a buscarlo, y, gracias a la gran precisión de sus indicaciones, di con el atlas en seguida. Abriólo mi tío y dijo:
-He aquí el mapa de Handerson, uno de los mejores de Islandia, el cual creo que nos va a resolver todas las dificultades.
Yo me incliné sobre el mapa.
-Fíjate en esta isla llena toda de volcanes- me dijo el profesor-, y observa que todos llevan el nombre de Yocuj, palabra que significa en islandés ventisquero.