Julio Verne

Viaje al centro de la Tierra


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del globo ha sufrido una combustión, y cabe, por lo tanto. suponer que la corteza exterior se ha ido enfriando, refugiándose el calor en el centro de la tierra.

      -Eso es un claro error -dijo mi tío-; el calor de la tierra no reconoce otro origen que la combustión de su superficie. hallábase ésta formada de una gran cantidad de metales, tales como el potasio y el sodio, que tienen la propiedad de inflamarse al solo contacto del aire y del agua; estos metales ardieron cuando los vapores atmosféricos se precipitaron sobre ellos en forma de lluvia, y, poco a poco, a medida que penetraban las aguas por las hendeduras de la corteza terrestre, fueron determinando nuevos incendios, acompañados de explosiones y erupciones. He aquí la causa de que fuesen tan numerosos los volcanes en los primeros días del mundo.

      -¡Es ingeniosa la hipótesis! -hube de exclamar sin querer.

      -Hunfredo Davy me la demostró palpablemente aquí mismo mediante un experimento sencillo. Fabricó una esfera metálica. en cuya composición entraban principalmente los metales mencionados, y que tenía exactamente la forma de nuestra tierra. Cuando se hacía caer sobre su superficie un finísimo rocío, hinchábase aquélla, oxidábase y formaba una pequeña montaña, en cuya cumbre se abría momentos después mi cráter. Sobrevenía una erupción y era tan grande el calor que ésta comunicaba a la esfera, que se hacía imposible el sostenerla en la mano.

      Si he de ser del todo franco, empezaban a convencerme los argumentos del profesor, cuya pasión y entusiasmo habituales les inferían mayor fuerza y valor.

      -Ya ves. Axel -añadió-, que el estado del núcleo central ha suscitado muy diversas hipótesis entre los mismos geólogos: no hay nada que demuestre la existencia de ese calor interior; a mi entender, no existe ni puede existir; pero ya lo comprobaremos nosotros. y, a semejanza de Ame Saknussemm, sabremos a qué atenernos sobre tan discutida cuestión.

      -Sí. sí; ya lo veremos -contesté, dejándome arrastrar por su entusiasmo-; lo veremos, si es que se ve en aquellos apartados lugares.

      -¿Y por qué no? ¿No podremos contar para alumbrarnos con los fenómenos eléctricos, y aun con la misma atmósfera, cuya propia presión puede hacerla luminosa en las proximidades del centro de la tierra?

      -En efecto-respondí-, es muy posible.

      -No posible, sino cierto -replicó triunfalmente mi tío-; pero silencio, ¿me entiendes? Guarda el más impenetrable sigilo acerca de todo esto, para que a nadie se le ocurra la idea de descubrir. antes que nosotros, el centro de nuestro planeta.

      Capítulo 7

      Aquel fue el inesperado final de tan memorable sesión que hasta fiebre me produjo. Salí como aturdido del despacho de mi tío, y, pareciéndome que no había aire bastante en las calles de Hamburgo para refrescarme, me dirigí a las orillas del Elba, y me fui derecho al sitio donde atraca la barca de vapor que pone en comunicación la ciudad con el ferrocarril de Hamburgo.

      ¿Estaba convencido de lo que acababa de oír? ¿No me había dejado fascinar por el profesor Lidenbrock? ¿Debía tomar en serio su resolución de bajar al centro del macizo terrestre? ¿Acababa da escuchar las insensatas elucubraciones de un loco o las deducciones científicas de un gran genio? En todo aquello, ¿hasta dónde llegaba la verdad? ¿,Dónde comenzaba el error?

      Nadaba yo entre mil contradictorias hipótesis sin poder asirme a ninguna.

      Recordaba. sin embargo, que mi tío me había convencido, aun cuando ya comenzaba a decaer bastante mi entusiasmo. Hubiera preferido partir inmediatamente, sin tener tiempo para reflexionar. En aquellos momentos, no me hubiera faltado valor para preparar mi equipaje.

      Es preciso, no obstante, confesar que una hora después cesó la sobreexcitación por completo, se calmaron mis nervios, y desde los profundos abismos de la tierra subí a su superficie.

      -¡Es absurdo! -exclamé-. ¡No tiene sentido común! No es una proposición formal que pueda hacerse a un muchacho sensato. No existe nada de eso. Todo ha sido una mera pesadilla.

      Entretanto, había caminado por las márgenes del Elba, rodeando la ciudad; y, después de rebasar el puerto, me hallé en el camino de Altona. Me guiaba un presentimiento, que bien pronto quedó justificado, pues no tardé en descubrir a mi querida Graüben que, a pie, regresaba a Hamburgo.

      -¡Graüben! -le grité desde lejos.

      La joven se detuvo turbada, sin duda por oírse llamar de aquel modo en medio de una gran carretera. De un salto me puse a su lado.

      -¡Axel! -exclamó sorprendida-. ¡Conque has venido a buscarme! ¡Está bien, caballerito!

      Pero, al fijarse en mi rostro, prestó atención en seguida a mi aire inquieto y preocupado.

      -¿Qué tienes? -preguntó tendiéndome la mano.

      En menos de dos segundos puse a mi novia al corriente de mi extraña situación. Ella me miró en silencio durante algunos instantes. ¿Latía su corazón al unísono del mío? Lo ignoro; pero su mano no temblaba cual la mía.

      Caminamos en silencio unos cien pasos.

      -Axel -me dijo al fin.

      -¿Qué, mi querida Graüben?

      -¡Qué viaje tan hermoso es el que vas a emprender!

      Tan inesperadas palabras lograron sobresaltarme.

      -Sí, Axel; y muy digno del sobrino de un sabio. ¡Siempre es bueno para un hombre el haberse distinguido por alguna gran empresa!

      -¡Cómo, Graüben! ¿No tratas de disuadirme con objeto de que renuncie a semejante expedición?

      -No, mi querido Axel; por el contrario, os acompañaría de buena gana si una pobre muchacha no hubiese de constituir para vosotros un constante estorbo.

      -Pero,¿lo dices de veras?

      -¡Ya lo creo!

      ¡Ah, mujeres! ¡Corazones femeninos, incomprensibles siempre! Cuando no sois los seres más tímidos de la tierra, sois los más arrojados. La razón sobre vosotras no ejerce el menor poderío. ¿Era posible que Graüben me animase a tomar parte en tan descabellada expedición, que fuese ella misma capaz de acometer, sin miedo, la aventura, que me incitase a ella, a pesar del cariño que decía profesarme?

      Me hallaba desconcertado y, hasta, ¿por qué no decirlo? sentía cierto rubor.

      -Veremos, Graüben -le dije-, si piensas mañana lo mismo.

      -Mañana, querido Axel, pensaré lo mismo que hoy.

      Y tomados de la mano, aunque sin despegar nuestros labios, reanudamos ambos la marcha.

      Yo me hallaba quebrantado por las emociones del día.

      “Después de todo” pensaba, “las calendas de julio están aún lejos, y, de aquí a entonces. pueden ocurrir muchas cosas que hagan desistir a mi tío de la manía de viajar por debajo de la tierra”.

      Era ya noche cerrada cuando llegamos a casa.

      Esperaba encontrarla tranquila. con mi tío ya acostado, como era su costumbre, y con la buena Marta dándole al comedor el último repaso antes de retirarse a la cama.

      Pero no había contado con la impaciencia del profesor, a quien hallé gritando y corriendo de un lado para otro, en medio de la porción de mozos de cordel que descargaban en la calle una multitud de objetos. Marta estaba atolondrada, sin saber adónde atender.

      -Vamos, Axel: ¡date prisa, por Dios! -gritó mi tío, en cuanto me vio venir a lo lejos-. ¡Y tu equipaje sin hacer, y mis papeles sin ordenar, y la llave de mi maleta sin aparecer y mis polainas sin llegar!

      Quedé estupefacto, no me salía la voz para hablar, y a duras penas pude articular estas palabras:

      -¿Pero es que nos marchamos?

      -Sí. criatura de Dios: y en lugar de estar aquí preparándolo todo, te vas de paseo.

      -¿Pero