Carmen Ollé

Monólogos de Lima


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aquellos fugitivos aristócratas, culpables ante sus ojos de su miseria y olvido.

      En este cuento la autora nos revela los sentimientos de venganza y la crueldad de las «mujeres que blandían agujas o espumaderas y que se encontraban presas de una sed de odio y destrucción».

      Sábado por la noche y domingo por la mañana es diferente: no estamos en guerra y sucede allá por los años sesenta en Londres. Los empleados y obreros son la mira de los escritores obreros como Alan Sillitoe.

      Este mismo autor tiene un personaje fascinante por vagabundo, supongo que eso de «fascinante por vagabundo» ahora no significa nada, pero para mí fue toda una revelación. Dejarlo todo, familia, trabajo, amor, para internarte en la nada; en este caso el personaje se sube a un camión que cruzará el Sahara. Punto final de la historia. Final abierto, totalmente incierto y a la vez misterioso. El lector se pregunta qué será de aquel fulano, si volverá a saber de él. Por supuesto que no volverá a verlo ni a saber de él, pero la pregunta es válida solo porque es intensa, razón esta de corazón de lector (o de jirafa).

      No he dicho en dónde estoy perdiendo el tiempo con estas reflexiones literarias. Ni qué hora es, o si es de día o es de noche. A las ideas eso no les importa, pero a la acción sí. La ficción es tendenciosa, parcial, subjetiva.

      Estoy en el baño tomando una ducha y suena el teléfono. Desde hace un par de horas el teléfono timbra cada quince minutos.

      Pienso, si tuviera una hija o un hijo caminando en la noche por esta ciudad saldría despavorida a contestar el teléfono. ¿Por qué? Para darle gusto al miedo, a la desesperación, a la angustia, y puedo seguir enumerando más sensaciones típicas de un padre o madre limeños cuando sus hijos no están en casa durmiendo, protegidos del crimen organizado, y aunque estén dentro, arropaditos, también pueden ser presa del ogro de la ansiedad. Esta sí que es la parca mayor.

      En mi caso puedo darme el lujo de dejar sonar el timbre del teléfono y que el estúpido o estúpida que quiere hablar conmigo se pegue la patinada del siglo, porque me gusta llegar hasta el final, cuando ya no soportas más la profundidad del lodo en el que hundes la cabeza. Sí, la vida se merece que te tomes tu tiempo para perderlo mansamente.

      Perderlo, eso es, pienso en cuál sería la mejor manera de perderlo. Hace tiempo que me gustaría viajar a mi Tahití, así como Gauguin. Se trata de tomar un simple ómnibus hacia el sur, pasar el desierto de Atacama, llegar a Valdivia, visitar a una amiga poeta y seguir viaje a la Patagonia, y, ¿después?, pensar en ti, mi pequeña Fischlein, que te fuiste sin despedirte o a quien yo no alcancé a decir adiós, adiós a tu juventud de piel abrillantada, a tu olor a menta, a tus recuerdos balcánicos, pero, ¿de quién iba a despedirme? Tú no eras ya ese salmón saltarín, yo no era tampoco la osa en el río... Pero pensaría en ti y en tu olor a menta y luego tomaría de vuelta la misma ruta quizá a pie, claro solo un tramo, el suficiente para creerme tan intensa como para componer un haiku a tu vestido verde.

      Dejemos que timbre el teléfono, será la llamada más importante de mi vida probablemente la que dejaré perderse en el silencio de la noche. Ay, qué alivio, no esperar nada importante ya, nunca más.

      SAUDADE

      (EL AMOR FICTICIO PARECE MÁS REAL)

      En una oportunidad, cuando celebrábamos la aparición de su última novela, una amiga me confesó que había hecho el amor con su protagonista, un detective privado. Le pregunté si creía que se podían tener sensaciones lúbricas con los personajes de ficción; me aclaró que no se trataba de creer sino de poseerlo a él, a ella.

      Para los bisexuales como mi amiga, la ficción es un terreno propicio donde no hay principios, solo probabilidades. Ella no le temía a la crítica, dividida como en el siglo XIX entre contenidistas y formalistas. Los primeros quieren saber qué pasa; los segundos, cómo pasa. No se dan cuenta de que nosotros apreciamos todo lo que sucede en una obra gracias a la forma cómo está contada por el narrador o la narradora: si es mostrado o solo dicho; si resumido o escenificado. Nos entusiasma la manera de utilizar las elipsis, es decir, las transiciones o saltos en el tiempo y en el espacio. Nos interesa el ritmo, la lentitud o velocidad en que son presentados los hechos, para lo cual el resumen o la escenificación y los cortes son esenciales. Pero el lector puede conocer mejor estos detalles en un manual de escritura creativa, a su disposición en cualquier librería especializada o en Internet.

      Tienes que asesinar a x me dijo aquella amiga esa vez, mirándose las uñas mal cortadas de sus manos pequeñas. Para mí ella era un personaje ideal: misántropa, bisexual, soltera, amante de la cetrería –característica esta última muy extraña en una escritora limeña–. Me hubiera gustado darle vida eterna a ella como un personaje de ficción, pero no lo hice; sabía a lo que me exponía: conozco su carácter vengativo. Además, la vida eterna es incierta en las novelas que pergeñamos. Ya tengo bastante con plagiar a una de sus criaturas literarias más estimadas: el detective privado con el que había hecho el amor, y que yo suponía no era verdadero sino imaginario, pues mi amiga era casta. ¿Acaso puede calcarse un personaje literario de su supuesto homólogo de carne y hueso? La escritora rusa Nina Berberova escribe apasionadamente sobre la vida de los exiliados rusos en La peste negra y en Crónicas de Billancourt. Su mirada penetra las miserables buhardillas de Billancourt –barrio de París destruido durante la Segunda Guerra Mundial– donde viven los exmilitares de la Guardia Blanca y mujeres y hombres rusos que huyeron de la Revolución.

      Ella registra las palpitaciones de aquellos condenados apátridas en las casas de empeño, en bares de quinta categoría de los suburbios parisinos. Y, sin embargo, qué fallida es Nina Berberova en sus novelas de amor; sus personajes languidecen y carecen de verosimilitud. El amor romántico no es verosímil, no en las novelas de Berberova.

      ¿Qué es verosímil tratándose de un romance? Una mujer relativamente joven encuentra a su amante con otra en una función de teatro sobre los celos y el engaño amoroso. La mujer que asiste a esta función es escritora y descubre que su amado le es infiel. He aquí el juego de las cajas chinas o de las muñecas rusas.

      El sabueso con el que mi amiga hizo el amor no le pertenece, ni a mí ni a su sosias. El tema del amor tampoco nos pertenece en esta época; probablemente debería venir envuelto en un halo tragicómico como en los sonetos de la poesía medieval. ¿La pasión que nace del laboratorio en los trovadores, encajaría más en nuestro tiempo? Quizás el escarnio en Horacio o la falta de pathos en Catulo.

      La escritora de la función de teatro ha de plantearse un dilema: escribir sobre el paralelismo que le tocó en suerte esa noche; sus divagaciones deberán leerse como si se tratara de una obra de teatro más, de lo contrario regresará a casa indignada para terminar con su amante.

      En cuanto a x, tiene razón mi amiga, no existe otra solución sino la muerte, muere un crítico y nacen varios, cada uno con su estética indefendible. Harold Bloom –el crítico más intolerante del eje occidental frente a las tendencias reivindicativas de los lectores y el más odiado por gays, lesbianas, feministas, afrodescendientes, etcétera– se inmola inútilmente al defender una sola manera de acercarnos a la obra de arte, pues el sesgo es nuestro, decimos los lectores.

      Escribir una novela a partir de personas reales es un riesgo. Por más esfuerzo que se haga en camuflar a los personajes, estos terminan por mostrar su verdadera identidad a los lectores paranoicos, aunque no necesariamente hayan sido el modelo de la inspiración; no obstante, algunos reivindican su supuesto papel a toda costa. Los autores no tienen otra salida sino tomarse un café pacientemente mientras esperan que se disipe la ira.

      * * *

      He vuelto a Luz de agosto: Faulkner y Lena, pero es como si hubiera reencontrado a mi amiga Fischlein y estuviéramos comiendo anticuchos en una fonda de La Victoria, conversando sobre lo único que nos importa, el personaje Lena, de la placidez de esta mujer, que está preñada y va en busca del padre de su hijo. Ella pasa por aserraderos donde dicen que lo han visto, aunque nadie sabe quién es Bunch, tampoco si estará donde dicen que está. Lena: sin ninguna certeza, sin dinero, con hambre, pero sin desesperarse. Lena no escucha a los demás, solo fija la mirada desde la carreta en la que viaja, que se pierde a lo lejos. La mirada obstinada en un camino que se desvanece.