Carmen Ollé

Monólogos de Lima


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en una ciudad como Iquitos y tanto horror ante la miseria en un solo barrio: Belén. Ahí encontré mi África, el rincón que andaba buscando. Volé hacia la vieja ciudad del caucho y del esplendor perdido para asistir a un seminario. Una pausa, necesaria y urgente.

      ¿Quién estuvo conmigo durante toda la semana que duró mi estadía en Iquitos? ¿Quién seguía mis pasos por el bulevar, contemplaba conmigo el río, paseaba en canoa por el agua estancada de Belén, bajaba también hundiendo sus pies por la calle de los carboneros? París del siglo XIX, Iquitos en el XX, XXI, XXII, solo el tirano sabe hasta cuándo.

      En Iquitos el calor destroza el cráneo del forastero. De día, el sol y las iguanas que imagino: me espera un mundo más allá del río; de noche, aquella sombra arrastrando sus muletas por el bulevar: Noa Noa, estoy contigo, ¿nunca dejaré de ser tan esnob?, es verdad, pero sus ojos alargados, su quijada dura y pómulos sombríos, Dios, aquella sombra acurrucándose en mi hombro para contarme cosas que me guardaré para siempre.

      ¿Pero no había acaso un nexo entre esa sanguijuela y yo? Ambas alimentándonos del sol del pasado. Lo adiviné en la manera como ambas arrastrábamos las palabras comiéndonos los sufijos: paaquenombotnssnoora y un frío suspiro, es todo lo que puedo decir de las dos.

      Aquella sombra sin padres deambula ahora por los bares y conversa con los turistas, se acurruca en el hombro de quien la escucha. Es soñada por un príncipe encantado, una rana que canta abajo, en la ribera; de noche hay un concierto de ranas en el bulevar.

      Belén se ha quedado grabada en mi pensamiento: su apacible miseria, los estancos de peces de piel oscura, el bar flotante donde se citan las carachamitas de noche para hacer el amor en las canoas, en el río negro. Una escuela allá arriba, los servicios higiénicos cubiertos con un plástico celeste.

      EL JIRÓN DE LA UNIÓN

      («LA CORTE DE LOS MILAGROS»)

      En mi tiempo no había karaoke ni mendigos que usaran tecnología de punta para chillar con sus cánticos, pero sí pantomima, gitanas, vendedores de lotería –las antiguas bulas papales–, enfermos de párkinson a la entrada de la iglesia de La Merced, borrachines, alcohólicas despotricando o predicando.

      Llegamos así al sublime contrahecho: Quasimodo, el rey de los locos, una especie de rey momo. No es necesario recordar una lectura tan antigua como Nuestra Señora de París y al anciano Víctor Hugo, quien se confiesa a sí mismo romántico al empezar la obra con una palabra que actúa como disparador de la historia: Anatkh (trágico final), solo para afirmar que hemos perdido en la actualidad el alcance de lo trágico. Tal vez el humor negro, el temperamento mórbido, el genio grotesco nos lleve a otro hemisferio, al de la risa soterrada, al de la autoironía... soy capaz de reírme de mí misma, santo remedio de todos los males, dicen. Soy capaz de ponerme la capa raída del cínico, de cargar los pinceles de Hokusai para ir por el mundo captando la gracia de una ola encrespada. Sobre esa ola donde jamás estaré. ¿Cómo ser el atleta que una debiera ser para izar la bandera al viento? Esa ola con la que soñó Julio Ramón Ribeyro al final de sus días en «Surf», un cuento póstumo maravilloso. «Surf» expresa todo lo que ya no podía ser ni alcanzar; filosóficamente –odio tener que recalar en el esnobismo del conocimiento bruto u ordinario– esa cresta de la ola señala el momento final, quiero decir, los breves segundos que nos quedan para ver la vida en panorámica. Luego el adiós, solitario y final.

      ¿Pero a dónde va Gringoire, el estudiante de Nuestra Señora de París, en la noche, sin casa, sin abrigo y con el jubón hecho jirones, solo y hambriento, después de fracasar en la representación de una alegoría en el Gran Salón del Palacio de Justicia?; episodio con el que se inicia la novela de Víctor Hugo. Aquel día festivo el autor de «El buen juicio de nuestra Señora, la Virgen» fue abucheado por el populacho que prefirió la coronación de quien ostentara la mueca más fea del París miserable del siglo XV. Ese sería el rey de los locos y los feos. Víctor Hugo narra la persecución de Gringoire a Esmeralda, una gitanilla de dieciséis años, a través de las callejuelas de la ciudad medieval. Nos dice que atraviesa infinitas callejas, infinitas plazas. En aquel tiempo las ciudades eran villas rodeadas de murallas, pero París era un conjunto de tres ciudades. Largo, sí, es el tiempo que debemos emplear en la lectura para seguir a Gringoire, a la gitana y a Djali –su graciosa cabrita– por las notas añadidas de Víctor Hugo, maestro de la digresión, al igual que Balzac. Una herramienta ausente al parecer en la novela realista burguesa: la elipsis, figura capital de la narrativa contemporánea.

      Víctor Hugo escribe:

      Gringoire, filósofo práctico de las calles de París, tenía observado que nada es más propicio para dejar volar la imaginación que seguir a una mujer bonita sin saber a dónde va.

      Perfecto, asocio este párrafo incluso con los vagabundos que suelen sentarse en el parque frente a mi casa. No se me había ocurrido llamarlos así, filósofos prácticos, magnífico término, para señalar a los homeless, ya que cuando los escucho hablar atrapo siempre una frase genial que no abusa de la retórica, todo lo contrario, va directo al grano, a uno lleno de pus. En cambio, arteros, desde el ministro de cualquier cartera hasta el obispo de cualquier diócesis –pedófilos universales, estos clérigos– se las dan de sabios, pero, ni teóricos ni prácticos, la religión ha convertido a nuestros ancianos en beatos impurificados. Los homeless de Nueva York, echados cual zombis en Penn Station, estación terminal del metro de Manhattan, la habían convertido en un gran dormitorio hacia finales del siglo XX. Ningún alcalde se atrevía a expulsarlos, un pool de abogados defensores de los derechos humanos impedía tamaño atropello a los desheredados de la fortuna –así los llaman los traductores al español de la novela decimonónica–. Pero con derechos o sin ellos, si una descendía en esa estación para hacer una conexión o salir a la calle en busca de un taxi, harta de tanta oscuridad, podía verlos alzarse bajo sus sábanas blancas. Entonces apresurabas el paso y salías corriendo a la luz de la avenida.

      «...en esta voluntaria abdicación del libre albedrío», continúa Víctor Hugo, «en este someterse de la fantasía a otra fantasía, la cual está ignorante de ello, existe una mezcla de independencia caprichosa... no hay mejor disposición de ánimo que no saber dónde dormir».

      El estudiante se ve emboscado en el callejón de los menesterosos y truhanes, conocido como la Corte de los Milagros, y el rey de los ladrones Clopin Trouillefou decide ahorcarlo. Gringoire parece que no tiene sangre en las venas, contesta a las preguntas del pueblo que funge de jurado como si este estuviera compuesto de burócratas aburridos y obesos que solo quisieran dictar sentencia con tal de irse a beber, a dormir o a fornicar.

      Que yo recuerde, lo que más me atrajo de la lectura de esa novela a mis catorce