fortalezca y desarrolle»[9].
El principiante, atento a evitar los asaltos de la concupiscencia y a practicar la piedad cristiana, va consolidándose en la gracia habitual o santificante. Evita decididamente no solo el pecado mortal y las ocasiones que a él pueden orillarlo, sino también el venial deliberado y las imperfecciones que advierte cada vez más claramente. Iluminado por el asiduo trato con Dios, otea en su horizonte diversas posibilidades de avance a través de sucesivas conversiones, de mejoras, de metas. Parece ir superando la mera obligatoriedad de la ley y va logrando la consolidación de virtudes, a través de lo que se suele llamar lucha ascética (del griego asketés: el que practica una profesión, el que se ejercita, el atleta).
La palabra ascética quizá no resulte muy familiar al lenguaje contemporáneo. Será más comprensible training. Todos sabemos que no es posible obtener ningún éxito deportivo ni profesional sin training, sin entrenamiento. El training lleva al dominio cada vez mayor de cierta disciplina, como el pianista o el futbolista. El proficiente se ejercita para consolidar las virtudes morales[10] que lo dotarán de una personalidad más rica, y constituirán la base donde se apoye su organismo sobrenatural.
La gracia de Dios —que ha acompañado al incipiente desde su conversión—, encuentra ahora un sustrato de hábitos buenos en los que descansar. Pero como esos hábitos buenos naturales necesitan un modo de actuación superior al humano —se trata de una meta divina—, la gracia recibida no llega sola, sino acompañada por las virtudes morales infusas y por los dones o regalos del Espíritu Santo. El cristiano está llamado a producir frutos más que naturales[11].
La gracia, la ascética —el training— y la acción del Espíritu Santo, han ido robusteciendo al proficiente o adelantado. Las virtudes infusas y los dones que acompañan a la gracia santificante encuentran apoyo. Los hábitos se consolidan y va quedando lejos la mera obligación. El training permite al proficiente moverse con soltura en el campo oracional y encuentra no solo mayor facilidad, sino un nuevo gozo en el ejercicio del bien. Al tener su casa sosegada[12] —es decir, habiendo superado apegos y desórdenes interiores—, vive ahora con mayor libertad y alegría. No son pocas las personas que llegan a esta edad espiritual.
Lógicamente, el sujeto que anda por esta segunda fase no ha alcanzado la meta: mantiene aún cierta rudeza natural. Son frecuentes sus distracciones al orar, le son gravosos el silencio y el recogimiento, vive en la exterioridad: los distractores ejercen sobre él un fuerte atractivo, que a veces lo aprisionan. Puede cansarse, dejar que se introduzcan el desaliento y detener ahí su ascenso. Se le va desdibujando su planteamiento inicial: una vida realmente empeñada en alcanzar a Dios. Deja entonces de aspirar a metas superiores.
Porque Dios es exigente. En cierto momento del training —que puede durar años— es muy probable que Dios intervenga, no para facilitar las cosas, sino al revés. Le enviará pruebas intentando consolidar sus hábitos. A esas pruebas las llama san Juan de la Cruz purificaciones pasivas. Como el mármol que recibe los golpes del escultor, así Dios modela el alma buscando purificar los pliegues que ella no alcanza. Entonces el sujeto se encuentra en una disyuntiva: o se abre y acepta las pruebas, o se acomoda en la cuneta de la horizontalidad. Si responde generosamente, manteniendo su vista en la meta, Dios le irá franqueando el paso a la etapa de la plenitud.
En la etapa ascética, el trato con Dios se realiza fundamentalmente a través de la oración de meditación[13]. En la siguiente etapa —la del amor—, lo que privará será la oración contemplativa[14]. Y como de las primeras dos etapas de la vida espiritual hay mucho escrito, el progreso espiritual que aquí tratamos se referirá principalmente al tránsito de la segunda a la tercera etapa, y de la permanencia en esta.
LA PERFECCIÓN O EDAD ADULTA ESPIRITUAL
Esta última etapa admite muchos grados. Cada alma es única, y lo es también la senda por la que Dios la conduce. Puede, no obstante, señalarse una característica común: lo que rige ahora no será tanto la ley, ni tampoco el ejercicio virtuoso, sino el amor entre Dios y el alma. Suele llamarse etapa mística o contemplativa, y el modo de orar será, dijimos, no tanto el meditativo o discursivo, sino el contemplativo.
Consolidadas las virtudes morales en la segunda etapa —o, al menos, suficientemente ejercitadas—, el adelantado o adulto espiritual atenderá ahora preferentemente a las virtudes teologales, al tiempo que experimenta una más intensa actuación de los dones del Espíritu Santo[15]. La persona se enraíza más y más en un trato personalizado con Jesús, que otorga a su vida sentido y felicidad. «El tercer deber es aplicarse principalmente a unirse con Dios y gozar de Él: y es lo propio de los perfectos, que desean verse libres de las ataduras del cuerpo y morar con Cristo (Fil 1, 23). Es en síntesis lo que vemos en el movimiento corporal, en el que distinguimos tres momentos: primero, arrancar del punto de partida; segundo, acercamiento al término; finalmente, descansar en él»[16].
Según la terminología clásica, el adelantado llega ahora a la edad superior de los perfectos. Su mundo interior se eleva, espiritualizándose. Comprende con nueva visión no solo los acontecimientos terrenos sino sobre todo lo que atañe a la vida futura. Habitualmente iluminado y movido por el Espíritu, razonará con las coordenadas de la fe y será movido a actuar por la caridad, descansando en la seguridad de un Amor infinito volcado sobre él. Vive cristianamente, es decir, de y en Cristo: en y desde el Espíritu de Jesús que ahora experimenta como principio vital.
Ha crecido su amor: ahora lo invade, expulsando los miedos ante la pérdida de apoyos humanos: «No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor»[17]. Su vida se totaliza y unifica en el amor. Dios se va dejando sentir y gustar.
No es que el cristiano adulto esté eximido de la ley, sino la cumple mejor que nadie: desde el corazón. Tampoco de la lucha ascética, pero ahora atiende a ella —más y mejor— gracias a las mociones internas del Espíritu. Se ve a sí mismo desatado de las ataduras de lo que antes le suponían condicionamientos y, libre de ellos y de sí mismo, en decidida abnegación, experimenta habitualmente a Dios, vive con Él y desde Él. Avanza, decíamos, en términos unitivos y totalizadores, si bien a través de un abanico de gradaciones y desde los impredecibles modos del Espíritu.
Así se explica esta enigmática sentencia paulina: «Si sois llevados del Espíritu, ya no estáis bajo la ley»[18]. El cristiano adulto obedece la ley sin estar debajo de ella, porque no es para él yugo exterior, sino principio intrínseco que lo mueve. Lejos de esclavizarlo y oprimirlo, «la ley del Espíritu de vida lo libra de la ley de la muerte y del pecado»[19]. San Agustín invita a «morir a todo lo que es muerte, para poder vivir solo de la verdadera vida»[20].
La verdadera vida es la nueva, la de Cristo, comunicada por la gracia y las virtudes, continuamente asistidas y perfeccionadas por los dones. Es ahora cuando el cristiano adulto se va configurando a su Señor paciente y glorioso, y alcanza ante el Padre una cada vez más plena identidad filial. Entra gozoso en la contemplación mística y se torna radiante y eficaz en su actividad apostólica.
Como en las etapas previas, en esta no solo no está ausente la cruz, sino suele estarlo de manera más intensa. Si se requirió para transitar de la primera a la segunda etapa, será aún más imprescindible de la segunda a la tercera, y de las posteriores ascensiones dentro de la tercera. San Juan de la Cruz habla aquí de las purificaciones del espíritu, tanto activas como pasivas. La purificación entra en lo hondo del alma, como una más cerrada noche, pero ya no de los sentidos sino del espíritu. Ahora la cruz es sobre todo interior[21]. Como si Jesús dijera: si vives de mi Amor, no pretendas vivir de nada más: tendrás que hacer la donación total de tu ser.
Una de las pruebas que Dios suele enviar al cristiano determinado a lograr su intimidad es la noche oscura o sequedad, que puede admitir muchas formas e intensidades. El adulto espiritual deberá probar lo real de su amor al no experimentar consuelos sensibles, y le parezca transitar por cañadas tenebrosas. Otra prueba podrá ser la incomprensión, el sentimiento de ir en solitario. Encontrará extrañeza incluso entre sus más cercanos. Pero, en cualquier tipo de prueba, se trata de ser fiel durante las arideces, contradicciones