de ojos azules», era la descripción que daban los clientes que deseaban hablar con ella pero no sabían su nombre. Aunque su aspecto era el típico de muchas chicas de la campiña, su carácter no era nada común. Era buena y sincera y, aunque hasta el momento había vivido completamente protegida del mundo y sus problemas, no era ninguna ingenua. Dotada de un buen gusto innato y un gran sentido del humor, era una de esas raras personas capaces de vivir felices y satisfechas con lo que tienen sin desear ningún cambio en su vida. La tempestuosa convivencia de los Hertford le afectaba incluso menos que a Laura. Para empezar, estaba menos expuesta a sus discusiones, y por otra parte se negaba a creer que fueran causadas por nada más grave que una acusada incompatibilidad de caracteres. Las parejas casadas, aseguraba, suelen tener esa clase de desencuentros. Y aunque Laura seguía convencida de que el motivo de las disputas de los Hertford obedecía a algo más grave que simples desacuerdos matrimoniales, al menos durante un tiempo se sintió más tranquila y reconfortada.
Pero lo que a Laura más le gustaba de Alma era su afición por la lectura, y en especial por la poesía. No tanto por la obra de los grandes poetas o por poetas menores de fuerte personalidad como por cosas más pequeñas y exquisitas con un toque de magia o fantasía. Recitaba de memoria El mercado de los duendes de Christina Rossetti, El tritón abandonado de Matthew Arnold o La belle dame sans merci de Keats. Rossetti era su poetisa favorita y gracias a ella oyó hablar Laura por primera vez de la obra de Coventry Patmore. A Alma parecía gustarle todo lo pequeño y exquisito. Las violetas y las campanillas de invierno eran sus flores favoritas y prefería encontrar un umbrío rincón del bosque cubierto de musgo donde las primaveras crecen sobre la nudosa corteza de un árbol a contemplar un vasto paisaje donde el brezo púrpura se extiende hasta el horizonte en toda su gloria. A veces se enzarzaban en pequeñas disputas sobre sus preferencias y en una ocasión Laura escribió para ella un pequeño poema que comenzaba así:
Tú hablas de primaveras en ramilletes fragantes [y hermosos,
de prímulas y cardaminas cuyo aroma inunda los prados [rumorosos,
pero yo el brezo prefiero,
el brezo con olor a miel,
el resplandeciente brezo gitano,
¡esa es la flor que yo quiero!
Aunque el buen gusto de Alma era innato, no por ello había dejado de cultivarlo. Ella, sin embargo, no se había visto obligada a llevar a cabo sus propios descubrimientos en literatura como había hecho Laura. Su padre era jardinero y la señora para la que trabajaba impartía una clase los domingos por la tarde y realizaba lecturas de poesía para un selecto grupo de chicas del que Alma formaba parte. Entre ellas estaban también dos sobrinas de la señora, su doncella, la encargada de la lavandería y una profesora en prácticas de la escuela del pueblo. Cada semana la señora Camden leía un poema escogido personalmente del cual comentaba los aspectos más bellos e interesantes y que las chicas debían aprender de memoria para recitarlo el domingo siguiente. De ese modo pretendía moldear su gusto y sin duda en el caso de Alma el plan funcionó a la perfección. El único inconveniente que Laura veía en dicho plan era que había limitado bastante las posibilidades de su alumna. Alma había asimilado de tal manera los gustos de la señora Camden que ya no tenía el menor interés en aventurarse más allá y no confiaba en absoluto en su propia opinión. Contaba con la ventaja de saber con buen criterio qué libros y poemas merecían su amor y respeto, pero de ese modo nunca llegaría a experimentar la emoción que Laura sentía al descubrir algún libro o poema que despertaba su admiración y averiguar más tarde que era considerado una obra maestra.
Alma era alegre y optimista por naturaleza. Las desgracias, injusticias y desigualdades de la vida humana no se cernían sobre ella como una oscura nube en el horizonte. Cuando se enteraba del infortunio de alguna persona se apenaba sinceramente y hacía todo lo posible por ayudar o consolar a los afectados. Sin embargo, esos eran para ella casos aislados, no indicios de que el mundo no funcionaba del todo bien. Laura, por otro lado, tenía tendencia, como solía decirle la gente, a ver el lado oscuro de la vida. En aquellos años había estallado la guerra de los Bóers y ella no podía evitar imaginar las escenas de sufrimiento que tendrían lugar en aquellos campos de batalla —en los que, no obstante y según muchos de los que la rodeaban, pronto alcanzarían la victoria— y apenarse pensando en los hogares destrozados del enemigo o en las mujeres de los bóers encerradas en campos de concentración y llorando a sus muertos o angustiadas pensando en el destino de los que aún vivían, igual que las mujeres británicas lloraban y se angustiaban por los suyos. Y lo cierto es que sufría profundamente pensando en su hermano que estaba allí con su regimiento, en especial cuando transcurrían meses sin que ni ella ni su familia recibieran una carta suya.
Cuando Alma la encontraba «melancólica», como ella misma solía decir, trataba de animarla de la manera más encantadora e inocente, que a menudo resultaba simple hasta la estupidez, hasta que conseguía robarle una sonrisa. Mientras ordenaba el correo nocturno leía en voz alta las direcciones de las cartas pronunciándolas de forma grotesca —Swanage… Swanaggie, Metropole… Metropoly, Leicester… Lycester, etcétera—; escondía el anillo de Laura, que solía quitarse para lavarse las manos, o encerraba al gato de la oficina en la consigna del correo certificado y fingía que era un tigre en una jaula. Un día apareció con una mosca muerta en la palma de la mano y se la enseñó a Laura con gesto serio diciendo: «¿No era este el moscón que te atosigaba?».
Tras conocer a Alma, Laura creyó durante un tiempo que al fin había encontrado aquello que aún no tenía, una verdadera amiga de su mismo sexo y edad. Sin embargo, nunca llegaron a ser íntimas. Alma vivía en el pueblo y allí tenía sus intereses y amistades de siempre. Además, pasaba gran parte del tiempo libre con el muchacho que después sería su marido. De modo que su vida ya estaba completa. No obstante, mantuvieron la buena relación que había nacido entre ambas desde que se conocieron, y cuando años después Laura recordaba aquellos tiempos sentía que le debía mucho a su dulce y saludable influencia.
A pesar de la compañía de Alma, con quien pasaba varias horas al día, y la de los nuevos amigos que iría conociendo, Laura se encontraba en una posición incómoda, pues las semanas transcurrían y seguía sin encontrar una habitación en el pueblo, por lo que en numerosas ocasiones estuvo a punto de presentar su renuncia para buscar un puesto más agradable en otro lugar. Pero lo cierto es que al final pasaba muy pocas horas en compañía de los Hertford. Estaba más que satisfecha con su trabajo en la oficina, pues disfrutaba del ajetreo y el estímulo que suponía tener muchas cosas que hacer. La nueva clientela era interesante y en su tiempo libre, mientras duraba la luz del día, tenía a su alcance un paisaje completamente nuevo y emocionante que explorar. Y lo cierto es que carecía del dinero necesario para volver a mudarse. Estaba segura de que su madre habría movido cielo y tierra con tal de ayudarla de haber conocido sus circunstancias, pero hacerlo habría supuesto para ella un enorme sacrificio. Y aunque tenía otros parientes que lo habrían hecho gustosos, el horror que le habían inculcado desde niña a pedir prestado le impidió recurrir a ellos.
De modo que se quedó en Heatherley y allí tuvo todo tipo de experiencias, agradables y desagradables. «Si los diecinueve son malos, peores son los veintiuno», decía un viejo refrán de la región donde nació. Un autor contemporáneo se había referido a ese periodo vital como «la Calle Siniestra». A pesar de todo, la calle siniestra de Laura no lo fue tanto. Pero de todas formas tuvo que recorrerla de principio a fin y el destino quiso que lo hiciera en Heatherley.
GENTES DEL LUGAR
Durante sus primeros tiempos en Heatherley, Laura sentía de cuando en cuando que se había extraviado en un mundo completamente nuevo. Uno más próspero y cómodo, más sofisticado y en muchos aspectos mejor comunicado e informado, pero también menos amable, sólido y estable que el que ella había conocido al nacer. Esa impresión se podía achacar en parte a las constantes idas y venidas de visitantes y turistas que por allí pasaban con un ánimo estrictamente vacacional, pero también a que en ese nuevo municipio pocos de los que allí vivían lo habían hecho desde su nacimiento o desde que eran niños. Algunos comerciantes, hombres casados con familia, todavía se referían a Birmingham, Londres o Shropshire