Flora Thompson

Heatherley


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ahora debía describir un suicidio. Toda la historia dependía de ello, pero temía que algún futuro lector pudiera llegar a verse influenciado por el comportamiento de su personaje.

      Era incapaz de renunciar a esa idea preconcebida. No obstante, parecía tan sinceramente angustiado al tiempo que daba por sentado que alguien llegaría a leer su obra que a Laura le hizo gracia la situación y trató de aliviar su pesada carga moral quitándole importancia al asunto. Pero él se ofendió y su floreciente amistad quedó truncada para siempre. Sin embargo, tuvo tiempo de hacerle un impagable regalo al descubrirle a George Meredith, cuya obra enseguida admiró hasta tal punto que habría sido capaz de pasar los más estrictos exámenes sobre las tramas y personajes de sus novelas y, de haber tenido algún oyente, habría podido recitar la mayoría de sus poemas más breves. Sus novelas le descubrieron un mundo completamente nuevo, un mundo en el que las mujeres existían por derecho propio y no simplemente como un mero complemento del hombre, fueran amadas o no. Diana de Crossways, Lucy Feverel, Sandra Belloni, Rose Joceline y la más querida de todas, «esa refinada pícara de porcelana», Clara Middleton. Las amaba a todas, y su galante espíritu y su brillante ingenio la llenaban de alegría. Decidió aceptar la palabra del autor y creer que existían mujeres así, aunque jamás se había cruzado con ninguna que fuera la mitad de encantadora, y en el fondo veía su mundo como un paraíso exclusivo para gente educada y de noble cuna que a ella le había sido vedado por nacimiento.

      Con el tiempo, el fervor inicial fue disminuyendo y la deslumbrante visión del mundo de Meredith fue retrocediendo hasta ocupar un segundo plano de su conciencia, como algo que siempre le pertenecería pero que había dejado de ser primordial en su día a día, y el incienso de su admiración pronto ardió en otros altares, como suele suceder en la juventud. Pero cuando las fiebres de su entusiasmo estaban en su apogeo, fue un domingo de verano a Boxy Hill para contemplar desde la distancia el exterior de la mansión Flint, aunque no tuvo la suerte de ver también a su ídolo. En aquella época, Meredith era ya mayor y se había convertido en un inválido, de modo que a esa hora a buen seguro estaría disfrutando de su reposo vespertino. No obstante, tuvo la satisfacción de conocer su residencia y las vistas que él mismo contemplaba desde sus ventanales, con el atractivo extra de explorar la colina y sus alrededores. Evitando a las numerosas parejas de amantes desperdigadas por todas partes, Laura ascendió hasta la cima y allí se sentó, como una reina en su trono, para dar cuenta de los bollos de pan dulce y la botella de jarabe llena de leche que había llevado en su bolsita de tela con bordados, que durante todo el camino se mecía adelante y atrás colgada de su brazo. Después recorrió bajo un sol ardiente el largo camino de regreso a la estación de Mickelham, sin poder evitar los piropos de algunos excursionistas —que, como tribu, eran mucho más groseros entonces que en la actualidad—, y tras el viaje en tren completó el recorrido a pie hasta llegar a casa, donde al fin se acostó muy cansada, pero feliz por haber completado su piadoso peregrinaje.

      Las novelas de Meredith y otras decenas de libros contemporáneos solía encontrarlos en las estanterías de una tienda situada frente a la oficina de correos. «Madame Lillywhite, sombrerería y sastrería, ropa para bebés y auténtico encaje, se prestan libros (con frecuencia llegan cajas de Mudie’s), artículos de papelería y materiales para artistas». Todo eso podía leerse en un cartel colocado sobre la puerta y en letras blancas esmaltadas sobre los dos escaparates. Madame Lillywhite era una dama menuda y entrada en años, siempre exquisitamente vestida, que debió haber sentido verdadera pasión por sus existencias de auténtico encaje, pues siempre remataba sus propios modelos con cuellos, puños, volantes y otros perifollos de ese delicado material. Sobre sus cabellos ya grises y pintorescamente peinados acostumbraba a llevar un chal drapeado de encaje del estilo de las mantillas españolas; un toque personal que en aquellos tiempos no resultaba tan estrafalario como podría parecer hoy en día, pues muchas damas de cierta edad solían llevar esa clase de tocados incluso en interiores. Su negocio iba viento en popa gracias a los turistas y visitantes y contaba con la ayuda de varios empleados, entre ellos, y durante un tiempo, un joven de piel morena nacido en la India. Madame raras veces se dejaba ver por la tienda, excepto para mostrar sus tesoros de auténtico encaje a clientes muy selectos. Sus colegas comerciantes la consideraban cuando menos rara, demasiado rara, pues no eran del tipo de gente que aprecia la excentricidad. Por encima de todo aborrecían que se hiciera llamar madame. A ella no parecía preocuparle lo más mínimo lo que pensaran y se limitaba a hacer negocios a su manera, principalmente con la clase de clientes que en un primer momento la habían animado a establecerse allí. Una vez al mes tomaba el tren a Londres y regresaba con una pequeña selección de elegantes y carísimos sombreros y otros artículos, muchos de los cuales había adquirido por encargo de algún cliente habitual. Sin duda fue una pionera que abrió camino a esas exclusivas tiendecitas de sombreros y vestidos que en la actualidad proliferan por doquier.

      Laura no podía permitirse comprar allí su ropa, pero gracias a los estantes de madame y a las cajas del señor Mudie no tardó en entrar en contacto con la literatura más reciente. Además de novelas había poemarios y obras de teatro y también ejemplares de publicaciones periódicas como Atheneum, Siglo XIX y Quarterly Review, por lo general números atrasados que podía tomar prestados por un penique. Laura era capaz de leer «hasta que le estallaba la cabeza», como solía decir su madre, y terminaba tan rápido los libros que tomaba prestados que a menudo le daba vergüenza devolverlos demasiado pronto, pero su insaciable avidez de novedades la impulsaba a seguir adelante.

      A veces los clientes conversaban en la oficina de correos sobre alguna novedad literaria que ella había leído y escuchaba sus opiniones con gran interés para compararlas con la suya. No tardó en descubrir que los hombres de letras de aquella época no solían mostrar un gran entusiasmo por los libros ajenos, a menos que el autor formara parte de su propio círculo de amigos. Kipling, por ejemplo, que entonces había alcanzado el cenit de su fama y prestigio y aparecía a menudo en la prensa, no era uno de los favoritos de la colonia. En el mejor de los casos, su obra solía recibir tibios halagos. Laura oyó decir a una señora que ella y su marido se referían a él en casa como «El Gran Ruido» y otra declaró orgullosamente que cierto escritor al que nombró había criticado con dureza su obra en un artículo. Sin embargo, no hay mejor prueba que el tiempo, y lo mejor de la obra de Kipling aún perdura, mientras el escritor de aquel artículo, como supuesta autoridad en la materia, ha caído en el olvido.

      Esa clase de conversaciones resultaban entretenidas cuando Laura estaba ociosa y tranquila para disfrutarlas, pero tal cosa no era frecuente. Su trabajo la mantenía muy ocupada, en especial durante los meses de verano, y casi siempre surgían complicaciones que dificultaban aún más su ya de por sí ajetreada rutina. La cuestión más apremiante era conseguir que los telegramas locales se entregaran con rapidez. Contaban con cinco mensajeros durante el verano y tres en invierno, que en teoría eran más que suficientes para repartir los cuarenta o cincuenta telegramas entrantes que solían llegar a diario en temporada alta. Sin embargo, en la práctica no bastaba. La distancia que había que cubrir era muy grande y las casas estaban tan alejadas entre sí que a menudo se producían importantes retrasos. Por ejemplo, en cuanto el mensajero número 5 desaparecía en su bicicleta llegaba otro telegrama para la misma dirección hacia donde acababa de partir, u otra cercana, de modo que no había más remedio que esperar el regreso del mensajero número 1 para proceder a su entrega. La normativa de correos permitía recurrir a mensajeros eventuales para hacer frente a dichas emergencias, pero en esas ocasiones no aparecía ninguno a tiempo, pues la mayoría de los vecinos solían estar ocupados atendiendo asuntos más lucrativos. Las altas instancias de correos no entendían o no querían entender dicha casuística local y a menudo las quejas a causa de algún telegrama entregado con retraso ensombrecían la jornada de Laura.

      Un fajo cada vez más grueso de papeles estuvo viajando durante semanas desde Londres hasta la oficina central, desde la oficina central a Heatherley, desde Heatherley nuevamente a la oficina central de correos y desde allí otra vez a Londres, hasta que Laura recibió una seria reprimenda por lo ocurrido, antes de que el problema se diera por solventado. Todo comenzó con un telegrama que debería haberse entregado durante una terrible tormenta eléctrica. Los habitantes más ancianos del pueblo aseguraban no haber visto nunca nada semejante. Los ensordecedores truenos y los violentos relámpagos pronto fueron seguidos por un auténtico diluvio. Y una vaca resultó muerta en