interno y sus vías de expresión. Los procesos de musicalización deberían comenzar replicando este modelo espontáneo.
El siglo XX fue un siglo de fusión del quehacer musical con la teoría, en el que prevalecieron las formas activas de enseñanza. Se estimula el contacto directo con la música a través de la escucha y su ejecución; la exploración del entorno sonoro, los instrumentos y el propio cuerpo. En el último tramo de ese siglo tan fructífero, se vuelve a jerarquizar la teoría como si se tratara de una deuda pendiente. Se percibe en los educadores musicales gran preocupación por brindar a los estudiantes la mayor cantidad de información y conocimientos posibles, en detrimento del contacto directo del estudiante con su mundo sonoro interno y el consiguiente deterioro de la calidad de los procesos musicales. Esta obra es un estímulo para un cambio necesario en este momento histórico. Nos invita y nos permite asistir a la evolución de la relación de los niños pequeños con la música y el piano. Podemos apreciar la forma en que su autora promueve un proceso musical que respeta los modelos espontáneos de aprendizaje; su accionar, está basado en la observación y una consecuente reflexión. En este contexto, el niño tiene la posibilidad de explorar su mundo sonoro interno y expresarlo a través de las herramientas que va adquiriendo; la música no se impone, se descubre, se explora, se entiende y se produce de manera natural.
Malena, desde pequeña estuvo inmersa en un ambiente en el que la música era un bien cotidiano muy valioso. Su amor por ésta, su deseo de transmitirla y su interés por entender los procedimientos naturales de aprendizaje del ser humano, se traducen en la construcción de procesos musicales integrados e integradores en los que la calidad es el eje rector. El libro, con su estilo tan espontáneo y accesible, nos permite participar de las clases, seguir el desarrollo de los acontecimientos y de las aventuras de Camilo (el protagonista principal), de manera tal que la creación del material no nos sorprende: es una instancia más de una construcción en la que la acción, la comprensión y la escucha trabajan de forma integrada. Los niños componen por haber entendido “cómo se hace”, es un acto más de reafirmación y expresión de lo aprendido. Es muy estimulante poder asistir al desarrollo de un proceso de musicalización tan natural; no es habitual encontrar en un libro de pedagogía instrumental la explicación de los procedimientos y los fundamentos de este accionar que nos permiten comprender la esencia de la estructura pedagógica.
El criterio de ordenamiento del material musical refleja por sí mismo la coherencia del desarrollo del proceso educativo; la calidad y la musicalidad son el denominador común de todas estas piezas, muchas de las cuales son adecuadas para principiantes de todas las edades. Las anécdotas, los distintos comentarios de los niños, enriquecen el relato y le aportan frescura y originalidad. No solo compartimos la dinámica de sus clases, sino que, en algunos casos también tenemos acceso a sus pensamientos y motivaciones, lo cual nos permite entender y asignarle sentido a algunas situaciones específicas y consecuentemente, al devenir de todo el proceso. Agradecemos a Malena Herrmann la posibilidad de compartir su experiencia, sus reflexiones y estos materiales musicales tan bellos que son el reflejo de un proceso que se construye a partir del mundo interno del niño.
Buenos Aires, diciembre de 2020.
Prefacio
Empecé a tomar clases de piano a los 10 años, con Violeta H. de Gainza1. En mi casa, la música era una compañera cotidiana, siempre sonando, a veces telón de fondo, otras en el centro de la escena; creando un lazo sonoro constante con la Europa que mis padres habían tenido que abandonar muy a su pesar y que, sobre todo mi madre, extrañaban mucho. A los 7 años comencé a asistir al Collegium Musicum de Buenos Aires, institución muy progresista fundada y dirigida por educadores alemanes que habían traído con ellos las ideas novedosas de la pedagogía europea de la preguerra. Tomaba clases de iniciación musical y expresión corporal, me encantaba ir. Era un espacio de juego y aprendizaje con el cuerpo y los sonidos que sentó las bases formales de mi relación con la música. Este privilegio de la infancia, continuó en la adolescencia y en la adultez, por elección propia.
Muchas instituciones formadoras de músicos brindan enormidad de conocimientos y ponen su máximo esfuerzo en que los estudiantes se conviertan en intérpretes hábiles y lo más virtuosos posible. En ellas se valora especialmente a las personas “talentosas”, las que tienen “condiciones” y prometen, desde el comienzo de su formación, estar a la altura del nivel de excelencia que la música necesita. Música se dice con respeto, se escribe con mayúscula; los estudiantes deben demostrar a través del esfuerzo permanente que son dignos de ella. Acapara toda la atención. Como el sol, resplandece y enceguece. Las personas quedan en la sombra, sin luz que las ilumine y las haga visibles.
El talento y la habilidad se construyen, siempre y cuando pongamos al ser humano en el centro de la escena y pensemos a la música como un lenguaje maravilloso al que todo el mundo tiene derecho. El deseo y la necesidad deberían ser los ejes de la educación musical. Sostener, alentar y nutrir la motivación y el entusiasmo original, su principal cuidado y preocupación. Si las instituciones, en vez de evaluar constantemente el progreso de las habilidades y destrezas instrumentales de sus estudiantes, pudieran interesarse y jerarquizar los enormes beneficios que la actividad musical les aporta e implementar metodologías acordes a sus necesidades, su población no desistiría en masa como sucede habitualmente en los primeros años.
En la clase de instrumento se toca, en la de lenguaje musical se piensa y se aprende a escuchar en la de audioperceptiva. Caminos que se transitan en paralelo… la integración imprescindible de estos tres aspectos inseparables de la música, queda librada a la capacidad individual de cada estudiante. En relación con el estudio del instrumento, los alumnos, en general, deben enfrentar y resolver solos en su casa, los desafíos que les proponen las obras o los ejercicios indicados por el docente. La clase suele ser un espacio donde éste evalúa el resultado obtenido y corrige desde su ideal musical, sin conocer el proceso realizado por el alumno. Aquellos que desisten se dan por vencidos considerándose poco aptos, sin el talento necesario. Pocas veces tienen la lucidez de cuestionar al sistema e intentar por otro camino; la institución piensa lo mismo: que los estudiantes que la abandonan no tienen el talento o la voluntad necesarias, sin cuestionarse jamás, su metodología.
Violeta construía con cada uno de sus alumnos un camino “a medida”, un camino musical por el que transitábamos disfrutando del paisaje en cada tramo. Esto no quiere decir que ignoráramos a los grandes compositores o intérpretes. Para nada, estaban muy presentes, pero vivíamos nuestra infancia o adolescencia musical, disfrutando del piano, y aprendiendo sobre todo aquello que se ponía o poníamos en el camino. Cada uno a su ritmo, según su gusto y estilo, aprovechando al máximo las habilidades e intentando desarrollar aquellos aspectos que lo necesitaban. Creo que Violeta jamás evaluó si “valía la pena” o no, que alguna persona siguiera estudiando en función de sus condiciones. Esta decisión estaba en manos del alumno, dependía exclusivamente de su deseo.
Todos sabemos, cuando niños, que devendremos en adultos. Podemos transitar cada etapa de nuestra niñez y adolescencia según se vayan dando las circunstancias, acompañados por nuestros padres y referentes. Nos convertiremos en los adultos que resulten de ese proceso. Muy distinta es la situación si los mayores condicionan cada momento de la vida de un niño o adolescente en función de un ideal propio, moldeando el presente para “asegurar” que sus expectativas se vean cumplidas y este niño se convierta en el adulto que ellos imaginan, desean y esperan. Creo que puedo decir sin riesgo a equivocarme que, gracias a esta concepción que tenía Violeta de la enseñanza, y a la experiencia consecuente, elegí dedicarme a la música y principalmente a la enseñanza. Mi propia y extensa experiencia con el psicoanálisis también fue determinante en la conformación de mi historia como música y docente.
Tenía 18 años cuando una amiga me preguntó si le quería enseñar a tocar el piano y así empecé. Sin ser muy consciente de ello en ese momento, replicaba con toda naturalidad el modelo en el que había crecido. Contaba con la supervisión de Violeta, con quien compartía el “paso a paso” de mis primeras clases. Así, casi sin darme cuenta, algo que había empezado un poco como un juego entre amigas se fue convirtiendo en una pasión: compartir un gran amor e intentar ofrecerlo a través de una experiencia tan rica, acogedora,