promedio, la ciudad se alza a 2850 metros sobre el nivel del mar como un sarpullido en la vasta cordillera de los Andes y compuesto por más de dos millones de granitos humanoides que lo habitamos.
Acerca de Misán y nuestro feliz reencuentro escribí en su momento otro relato que, al tiempo de escribir este, aún aguarda en una cajonera. Quizás un día se publique, por lo que aquí únicamente resumiré un par de detalles que sirvan para adentrar al lector en el contexto de esta historia.
Misán en realidad se llama Sandra, nombre que reduje cómodamente a un «san» monosilábico y antecedido de un «Mi» que nada tiene que ver con el adjetivo posesivo, sino con la tercera nota musical que es mi favorita. Como una nota fresca, Misán había reaparecido en mi vida treinta años después de habernos separado en tiempos estudiantiles, con la feliz prebenda de que en aquel entonces habíamos sido cálidos amigos y, en el ahora, somos ardorosos enamorados. La alta temperatura de nuestro vínculo actual está atizada por los fuegos de los treinta años que vivimos cada uno por nuestro lado. Nuestra amistad de juventud se había interrumpido cuando egresé de bachiller, y no se habían vuelto a cruzar nuestros caminos en tres décadas. Pero, cuando nos reencontramos hace ya unos años, casual o predestinadamente, nos surgió un frenético enamoramiento con alocados tintes de pasión madura y carnosa. Coincidimos en una fiesta cumpleañera de una amiga común a la que, aunque no había preparado la jugarreta, consideramos nuestra hada hechicera por habernos abierto las puertas a tan fabuloso amor. Desde la fiesta, Misán y yo no volvimos a separarnos, y así hasta ahora, venciendo las tempestades que toda pareja que se precie enfrenta alguna vez.
La que estaba yo narrando, la que inicia esta historia, era una riña más, aunque con visos de convertirse peligrosamente en más trascendental que anteriores peloteras.
Tal como lo recuerdo, estaba yo faenándome un pimiento rojo en juliana cuando ella bramó su terrible sentencia. Decir bramar es una licencia literaria que me tomo para dotar al momento de un mayor dramatismo. Porque Misán no sabe bramar, ni falta que le hace. Ella insinúa, y con eso basta para que la tierra tiemble, al menos la mía, la que yo piso.
—Muy bien, cabezón. Haz lo que quieras. ¡Pero hazlo sin mí!
Como aprendiz de literato no estoy capacitado para encontrarle palabras medidas a las sensaciones de rugidos, rayos y metrallas que sentí. No sabría ni cómo transcribir la galopante taquicardia que me entró al escucharla decir lo que dijo. Me retemblaron las rodillas, hice un último esfuerzo para verter el pimiento en la olla, y me arrastré derrengado hasta la terraza para encaramarme a la citada barandilla y al cigarrillo.
¿Realmente sería un proyecto tan descabellado?
CAPÍTULO I MAJA SQUINADO
Cuatro días antes…
Existen dos circunstancias que consiguen que yo me deje arrastrar hasta un centro comercial, de los que normalmente huyo por fobia y antipatías.
La primera es por las ineludibles compras quincenales de supermercado. La otra, que en este país a las librerías con oferta variada se las encuentra casi exclusivamente en un shopping center.
Añoro mucho las librerías de barrio añejas y valientes que sobreviven en Madrid. Durante muchos años, frecuentarlas había sido mi pasatiempo favorito, pero aquí, en Quito, la modernización nos ha hecho creer que las librerías que se sitúan en los centros comerciales tienen un aire más chic, y es que en Ecuador carecemos de muchas cosas, pero no de vanidad, y en chics no nos gana nadie.
De manera que fuimos el sábado al mediodía.
Dimos cumplimiento al protocolo de la compra y después Misán se dedicó a sus rutinas de gimnasia bancaria en varias sucursales dentro del mismo complejo. Aquellos eran mis momentos de tregua y yo podía ociar un rato por la gigantesca librería de la tercera planta.
Siempre que voy, realizo mi recorrido en idéntico orden. Serpenteo primero entre las mesas y estantes de las novedades, después enfilo por el pasillo de la literatura hispanoamericana, retrocedo por el de los bestsellers internacionales, y curvo hacia la oferta de literatura gastronómica. A la segunda planta solo subo cuando me sobran en los bolsillos unos pocos dólares para gastar y que no me sobran muy a menudo. Cuando sí, hago mi rondo por el mezzanine porque ahí suelen encontrarse las colecciones y, dentro de ellas, algún que otro tesoro a mejor precio que las ediciones individuales, sobre todo las de literatura clásica. Pero ese sábado no hubo dólares que sobraran y así me centré en mi rutina de la planta baja.
No suelo reparar mucho en los desconocidos con los que me cruzo, quizás porque los extraños me dan un poco igual y, a mi edad, muchos de mis conocidos otro tanto de lo mismo. Si me fijo en alguien, tiene que haber una buena razón, y en el caso del hombretón que captó mi atención había cuatro: era enorme, desaliñado, no era en absoluto chic, y hablaba solo en voz alta. Como locos los hay de muchas condiciones, incluso peligrosos, giré hacia el lado opuesto de la estantería para poner una barrera, pero no perderlo de vista. Al fin y al cabo, tiene su aspecto fascinante eso de observar a los locos. Al amparo de dos gruesos volúmenes de chocolatería lo observé y lo escuché mascullar:
—¡Ajo, cebolla y limón… agrandan el corazón! ¡Queso, puerco y vino… enferman al intestino!
Su voz era barítona y nasal, con un deje ronco y seseante. Con un ojo escondido detrás de un tomo de bizcochos dietéticos, lo escudriñé con el otro. Su edad me resultó indescifrable, entre los cincuenta y los setenta, lo que daría sesenta de media, pero su barba de gris lunar, espinosa y abultada, podía perfectamente engañarme en la percepción de sus años. Parecía más cerca de la antigüedad que de la modernidad; su cabellera era ambarina y desgreñada, larga y aglutinada en mechones viscosos. La nariz era de gancho, sin orificios a la vista, tapados estos por la pelambrera del mostacho.
—¡Huevos, nabos y coles… apestan los peroles! —fue lo siguiente que le oí.
Vestía lo menos chic imaginable, conjuntando rayas negras en el pantalón con cuadros verdes y rosados en su camisa estilo Mao, alpargatas de hippie, y en la mano sostenía una gorra marinera que poco antes debió estar sofocándole el cráneo en sudores.
—¡Ranas y serpientes… atontan a las mentes! ¡Frutas y verduras… evitan las pavuras!
Era, al menos, una cabeza más alto que yo, pero menguaba en porte por tener el cogote doblado como de buitre apesadumbrado.
—Los pasteles son para los golosos…
Me quedé atento a la siguiente rima, pero el hombre no hizo ninguna, aunque repitió la frase con igual entonación, solo que ahora, sin estirarse, mirándome a través de la grieta que se abría entre dos tomos de técnicas de repostería para principiantes.
—Los pasteles son para los golosos. Mejor acérquese aquí y contemple estos magníficos pescados.
Carraspeé y me encogí, pero sus ojos no aflojaron la presa, que era yo, y repitió:
—¡Acérquese, signore! Admire estos salmónidos.
Había calidez en su talante, lo que me animó a salir de mi escondrijo. Normalmente no me entusiasma la gente que le habla a un desconocido por hablar, como los viejos en las filas de los bancos que martirizan al vecino con sus quejas rancias, deleitándose con el sonido de su propia voz. Pero el barbado tenía su atractivo; me envalentoné y le seguí el juego, confirmándole que yo también encontraba a esos salmones y truchas de lo más graciosos.
—¿Usted cocina, signore? —preguntó. Pasaba las yemas de los dedos por las fotografías de los crustáceos. Tenía la mano fina, dedos largos, firmes, y uñas pulcras.
—Sí —le confirmé.
—Eso es bueno. Quizás deba abrir un restaurante.