Gustavo Vaca Delgado

El canto de la essentia


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comestibles que determinan la idiosincrasia de nuestros mercados y de nuestras cocinas.

      Sin mucha fijeza, canasto en mano como manda la ortodoxia al comprar en un mercado, vagué primero por los puestos de frutas y verduras buscando inspiración para el menú dominical. Me divertía con las sagaces insistencias de las vendedoras lengüisueltas al ofrecerme sus mercancías, pero, vista la hora, tampoco me podía distraer demasiado y opté por unas recetas de fácil preparación, pero cargadas de sabor nacional. Llevaría una generosa ración de mote con chicharrón y un corte fino de corvina para preparar un sabroso ceviche al que yo le agregaría variantes propias de autor. Hice un repaso mental a lo que había de productos en casa para únicamente comprar lo imprescindible.

      Hacia el fondo del mercado se apostaban los puestos de pescados y mariscos, por costumbre abarrotados de gentío, y eso que comprar pescado y marisco en mi país se ha convertido en una especie de privilegio esporádico por su alto coste. No creo que resulte peregrino mi estupor cuando, en medio de la muchedumbre, como un obelisco que se imponía, divisé la cabeza plomiza del singular veterano del día anterior. Sorprendido, me situé en un lateral, incrédulo ante aquel imprevisto encuentro, y el gigantón me alcanzó a ver, me guiñó un ojo y se abrió paso para acercarse.

      —Es una grata coincidencia —manifestó con un abrazo cordial y familiar. Maravillado, tardé unos pocos segundos en hacerle una renovada radiografía. Porque el hombre era el mismo, pero, quién lo dijera, parecía otro diferente con su reformado empaque. Muy alejado de sus pintas del día anterior, ahora vestía un presuntuoso traje de tafetán azul cobalto, de solapa de muesca y botonería dorada y bruñida. La camisa celeste la abrochaba en el cuello una magnífica pajarita nacarada con lunares azules. Los pliegues simétricos del pantalón le caían sobre unos zapatos de elegante puntera, negros alquitrán y con suela de cuero. El antagonismo con el personaje que había conocido en la librería era casi total, seguían estando las greñas, los matojos de pelo abundante, pero aunque con extravagancia por el contraste, el hombretón ahora exhibía distinción y urbanidad. No le pasó inadvertido mi escrutinio y feliz estuvo de explicarse.

      —Tardé unos días, pero fui entendiendo que desentonaba. Me tenían tan absortos los libros que apenas había recorrido el resto de los almacenes. Preguntando, preguntando, me dejé asesorar. Esta vestimenta la adquirí ayer en la segunda planta.

      Se pavoneó con comicidad y una vendedora de pescado con cara de congrio le premió con un atrevido piropo.

      —El cambio es notable —le dije—. Aunque no estoy seguro de que yo hubiese elegido esa indumentaria para venir al mercado.

      —Lleva razón, quizás deba hacerme de unos pantalones como los suyos. Parecen… robustos —añadió tras pensarlo un momento.

      —¿Estos? Son vaqueros. Según de qué tipo use, son lo más incómodo que hay, aunque tienen su ventaja. Robustos es una buena manera de describirlos.

      El hombre se confesó:

      —Siempre he tenido mis delirios por la buena ropa. En mi época era distinta, pero este traje parece de lo más distinguido ahora. Sin embargo, no quisiera llamar la atención en exceso.

      —Oh, no se preocupe por eso. Se vista como se vista lo haría. Solo cuídese de que no le cobren el triple a la hora de comprar. Tiene facha de aristócrata y las comadres de aquí huelen el dinero.

      —Vine sin intenciones de comprar. ¿Cómo lo llaman? ¡Hago turismo!

      Un sujeto que hacía turismo en los mercados tenía que caerme bien.

      —¿Le importa que lo acompañe, signore?

      —Adelante. Creo que ya es mi turno.

      Seleccioné un filete de corvina limpia de dos libras y no me resistí a preguntar por los precios del camarón. Se exhibían apelotonados en bandejas plásticas raídas, ordenados por tamaños. Para mí era un juego habitual retar a los vendedores por cobrar precios demasiado elevados y amenazarlos con comprarle a la competencia de al lado. No es que se consiga mucho, pero un descuento de cincuenta centavos en cada libra sumaba un dólar si compraba dos, y yo aprecio el valor de cada moneda más allá de presumir de ser un buen regateador. Terminé por comprar aquel camarón para una inspiración posterior, y con el hombretón nos fuimos a la parte trasera del recinto donde se vende comida preparada. Aquí el buen hombre recorrió los puestos con rendida fascinación, le brillaron los ojos a la vista de los jugos recién preparados, los cerdos horneados a los que, astutamente, llamamos hornado, los caldos de gallina y guisos varios, pero lo que más suscitó su perturbación fue el mote que yo iba a comprar, el que se amontonaba en cajoneras con grasientas cristaleras.

      —Aquí le confieso que no sé qué es —exclamó sorprendido y agarró la pequeña bolsa de degustación que la vendedora le extendía.

      —Pruebe uno primero sin mezclar con lo demás. Es el maíz de grano grueso, pelado y cocido durante mucho tiempo.

      —¡El zea mays! —bramó el otro con un pasmo cándido—. Solo lo he visto una vez en mi vida y nunca lo había probado. Desde España me trajeron unos granos, pero no sabíamos qué hacer con ellos.

      —El maíz es americano, tanto o más que la patata, mi amigo. Usted parece italiano. ¡En Italia también hay maíz!

      —Ahora sí —aseguró él—. Antes no.

      Devoró el contenido de su funda con elegante mesura, a cucharadas, saboreando con ritualidad la mezcla del mote con cebolla, otros granos y el culantro picado, al que en otras partes llaman cilantro. La porción contenía tropezones minúsculos de chicharrón de cerdo lo que, sin embargo, no le entusiasmó.

      —Nosotros también comíamos grasa de cerdo en fritura. No es buena, obstruye las arterias.

      Compré varias raciones del mote con chicharrón negándome a prescindir del elemento crujiente de esta mezcla criolla y haciendo caso omiso de su advertencia. Al fin y al cabo, yo también conocía los claroscuros de la alimentación, pero defendía la teoría de que los domingos eran para concederse uno una licencia, y que no era mi culpa que muchos de los alimentos malsanos que ingerimos simplemente son los más deliciosos.

      Lo invité a un jugo de alfalfa, el cual sorbió con deleite de sumiller y le evocaba con cada trago recuerdos de su niñez, del todo pintorescos, o así me sonaban sus remembranzas. Entrados en confianza, me permití una sugerencia.

      —Viéndolo ahora así, trajeado y garboso, quizás un buen corte de pelo completaría la estampa.

      Dando chasquidos con la lengua para arrancarle a su paladar los últimos sabores del jugo, afirmó, de nuevo con ese tambaleo lateral de la cabeza, que también lo había pensado y que a ello dedicaría la mañana del lunes.

      La hermandad de compartir mesa, aunque fuese una pringosa y sucia, brindando con nuestros batidos de alfalfa, nos condujo finalmente a las presentaciones. De esta manera me fui afirmando en mis sospechas iniciales de estar tratando con una especie de lunático. Su procedencia en sí no era llamativa; venía de Francia, aunque era italiano, florentino para ser exactos, y respondía al nombre de Piero di Caterina. La locura o excentricidad se manifestaba en su manera de referirse a su procedencia —de cuna notoria y existencia bastarda—. En aquellos días, yo aún no disertaba con él sobre sus rarezas, esto vendría después, conforme se fue consolidando la confianza, al menos la mía, porque él desde un principio nunca varió su trato abierto y candoroso. El acercamiento, ya más formal, me impulsó a sugerirle que sería bienvenido en casa para el almuerzo, y no terminé de verbalizar la invitación, cuando él ya inició a bailar la cabeza hacia los lados a ritmo más acelerado, visiblemente agradecido y feliz. Me cuidé de darle un preaviso a Misán, que en estas cosas exagera una sensibilidad extrema y no es saludable sorprenderla sin advertirle de la visita de un extraño.

      Con el motor del coche encendido, don Piero, que por edad y garbo me inspiraba esta forma de trato, exhaló una repentina disculpa y pidió que aún le esperase unos minutos porque no deseaba presentarse en mi casa con las manos vacías. Lo vi entrar en una de las tiendas de abarrotes del exterior y salir