Esther Juliana Vargas Arbeláez

Autonomía universitaria y capitalismo cognitivo


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que compartimos muchos de quienes nos interesamos por estos temas, debe estudiarse con pasión, sí —como lo hizo Carlos Enrique—, y con marcos filosóficos de comprensión. La tesis de este filósofo era, grosso modo, que la universidad, como la conocimos y la quisimos, está muriendo; y no queda más ya que un “cascarón” nominal cooptado por la empresa, por el capitalismo cognitivo.

      No es difícil suscribir esta tesis: la evidencia se impone.1 Lo difícil parece ser, más bien, encontrar una alternativa a este estado de cosas, una respuesta que nos ayude a pensar que “la fe en la universidad, y dentro de ella, en las humanidades del mañana” —que quiere tener Derrida—, tiene algún fundamento. Carlos Enrique defendió la universidad en los bordes, la fuga, la universidad nómada. No estaba solo en esta idea. Pero hay aquellos quienes piensan que se le debe apostar a una reapropiación de la universidad. Este libro está edificado con esta última apuesta de trasfondo.2

      La universidad en los bordes, nómada, en fuga, es una alternativa a la que le caben críticas. Encuentro, preliminarmente, las siguientes. En primer lugar, la naturaleza del sistema productivo capitalista ha mostrado ser plástica, flexible, y readapta sus formas colonizantes a lo que se encuentre productivo, aunque ello esté fuera del sistema de plusvalía ya establecido (como lo explica Negri, 2016). Esto es: es posible que la universidad huya, esté en fuga del sistema productivo, pero eso no le asegura a la universidad en fuga que no será atrapada en sus formas renovadas y en los bordes. Más aún: cuando decimos bordes ¿qué estamos entendiendo por ello?, ¿cómo se dibujan los bordes del sistema productivo?

      En segundo lugar, la universidad también tiene una naturaleza plástica y adaptativa. Está en su naturaleza mutar: la idea de universidad con la que se gestó esta institución en el medioevo no era la que acompañaba los esfuerzos definitorios en la modernidad y, aún menos, la que nos está tocando vivir en los tiempos que corren. Todo lo contrario: cada idea de universidad ha respondido a unas condiciones sociales e históricas que han determinado sus mutaciones. ¿Por qué, entonces, no pensar que, luego de haber claudicado ante el espejismo de la universidad-empresa, el hartazgo y el malestar que vivimos los que estamos en la academia no provoque una nueva mutación de la idea de universidad?

      Finalmente, y ya en un tono menos idealista —si se quiere—, creo que hay una tercera razón para apegarnos a la universidad, a la reapropiación social del conocimiento en el marco institucional. Esta tercera razón está vinculada con lo que, en medio de la dinamicidad histórica de esta institución, creo que pueden ser sus elementos constitutivos, a saber: la autonomía como horizonte abierto y el carácter institucional de los bienes comunes del conocimiento.

      Por un lado, la universidad conserva un leitmotiv constitutivo y teleológico que funciona como motor de sus transformaciones históricas, esto es: el anhelo por la autonomía. Esta idea, esta lucha, siempre resulta tentadora a la universidad. Los estudiantes o los profesores siempre encuentran un cerco al que sobreponerse, un estado de cosas para subvertir, y este es el impulso que hace de la idea de universidad un concepto dinámico. Por otro, de todas las instituciones sociales, la universidad es la llamada a ser la custodia de los bienes comunes del conocimiento (digamos, del conocimiento científico), tanto por su capacidad para congregarlos de forma sistemática como para producirlos.

      En 2012, Carlos Enrique Restrepo escribió un texto tan lúcido como breve sobre la situación actual de la universidad “en las brumas del capitalismo cognitivo”. Con contundencia y síntesis, denunció la “disolución del vínculo entre Universidad y Sociedad, toda vez que lo ha desplazado la reputada triangulación Universidad-Empresa-Estado” (párr. 2).

      Este reclamo del filósofo me ha inspirado a revisar con detenimiento el fenómeno. Podemos recapitular (preliminarmente), al menos, dos aspectos de la imbricación entre la universidad y la empresa: el primero, la estructura interna de la universidad, sus formas de funcionamiento, las estrategias de control de calidad, la importación de estándares productivos fabriles, todo ello supone una clara taylorización del conocimiento; es decir: la universidad se convierte en una fábrica de producción masiva de artículos, de egresados, de insumos científicos, de patentes, etc. El segundo está relacionado con el servilismo acrítico a la estructura productiva, que tiene un efecto desconcertante en la definición misma de bordes epistemológicos; esto es, al parecer solo consideramos ciencia lo que está bajo los parámetros de medición, los cuales están más cercanos a los criterios comerciales de explotación del conocimiento que a la calidad intrínseca que se pueda hallar en los resultados de investigación.

      El malestar tiende a anidarse contra las agencias de ciencia del Estado o los reguladores de los estándares de calidad (las bases de datos que dictan los cuartiles de impacto de las revistas, los rankings de universidades, los procesos de acreditación, etc.). No obstante, parece que estamos confundiendo el síntoma con la enfermedad: las agencias de ciencia estatales son solo caras visibles, operadores del fenómeno sistemático: el capitalismo cognitivo. No sorprende, entonces, que resulte tentadora la idea de abandonar lo que queda de la universidad a la voracidad del sistema productivo. Huyamos a los bordes o, si no, claudiquemos y convirtámonos en unos operadores de conocimiento, en unos burócratas de la ciencia. La universidad está en su ocaso. Sobre ella se cierne un cerco que transforma radicalmente lo que era.

      Pero ¿es esta la primera vez que la universidad se ve cercada? ¿Es la primera vez, en la historia de las humanidades, que su lugar social o su independencia se ve amenazada? ¿Acaso este fenómeno, con contenidos diferentes, no ha sucedido en otros momentos de la historia de la universidad?

      En el medioevo pulularon los episodios de disputa, cercos, amenazas, cooptaciones, que hicieron a la universidad primitiva —como la llama Borrero (2008)— buscarse un lugar independiente y claramente definido en la sociedad. Las tensiones políticas que cercaron el originario “apasionamiento por el saber” (del que habla Borrero, 2008, apelando a la etimología de universitas) provinieron por igual del clero como de la corte; ambos estamentos con la pretensión de hacer de la universidad un instrumento de control, respectivamente, de las almas o de los súbditos.

      Más adelante, la universidad vuelve a ser objeto de redefinición en la modernidad, tanto para pensar los asuntos epistemológicos —las defensas del primado de la razón sobre la heteronomía epistemológica heredada del medioevo— como para orientar la institución universitaria hacia las aspiraciones del “espíritu alemán”. En el siglo XIX sucede otro tanto:

      Al parecer, constituidos en el siglo XIX los Estados modernos, los Estados-nación, percibieron que para lograrlo en lo político y económico, les era también necesario el poder del saber, y en una u otra forma pusieron mano en la universidad, y se originaron los modos universitarios decimonónicos, distinguidos, en principio, por cuál fuera para cada uno la misión prioritaria: la formación de la persona; el avance de la ciencia; o el servicio a la sociedad o al Estado. (Borrero, 2005, p. 4)

      El destino de la universidad, en suma, como cualquier otra institución social, está ligado a los vaivenes históricos y, con ello, económicos y políticos coyunturales. Con esto no quiero demeritar la preocupación que tenemos sobre el futuro de la universidad; más bien, quisiera abrir(me) la posibilidad de pensar alternativas.

      Esta fe en que un viraje sea posible, lo asiento en algunas de las ideas ya mencionadas. Me gustaría detenerme en la tercera idea, a saber: la tesis de que la universidad tiene dos elementos constitutivos, definitorios, en los que se halla su potencia reivindicativa de la “responsabilidad social, humana, ética y política de los saberes”, que reclamaba Carlos Enrique. Estos dos elementos son la defensa de los bienes comunes del conocimiento y la persecución incesante de la autonomía universitaria. El mismo filósofo nos da luces sobre para qué, aún, la universidad y, en ella, las humanidades:

      Hay otra parte que también produce, pero a su manera, y que rinde a su manera —ya no en los términos de la economía—, caso de la filosofía, la teología, el arte, la literatura, las ciencias sociales y humanas, saberes que están en condiciones reales de mayor autonomía al salvaguardar el hecho de darse a sí mismos su norma, lo cual debería ser el “principio de los principios” para todos los saberes congregados en lo que todavía