nuevas y vitalistas a los problemas sociales y políticos que percibían en la Europa posrevolucionaria.
A Shelley y su círculo no les gustaba el pensamiento alemán porque creían que era reaccionario, pero Thomas Carlyle recurrió a su crítica al materialismo y al utilitarismo para crear una forma de Romanticismo político radical que tuvo gran influencia (Ashton, 1980, pp. 95-98; Butler, 1988, pp. 38-39; Harrold, 1963; La Valley, 1968; Lasch, 1991, pp. 226-243; Morrow, 2006, pp. 56-70; Vanden Bossche, 1991). Carlyle basó su crítica en un grupo de escritores alemanes de finales del siglo XVIII y principios del XIX entre los que figuraban Novalis y Schlegel, y en el que Goethe ocupaba un lugar muy especial. Goethe fue una fuente de inspiración para los defensores de un enfoque que pretendía responder a los retos a los que se enfrentaba la humanidad moderna despreciando la autoconciencia indulgente y la lucha extravagante contra el mundo, y reafirmando el compromiso con la acción transformadora. Carlyle expresó su idea de promover la literatura alemana para diferenciarse de sus contemporáneos británicos en su exigencia: «¡Ciérrate, Byron; ábrete, Goethe!» (Carlyle, 1893, p. 132). Este llamamiento formaba parte de una campaña radical, intelectual y política, gracias a la cual Carlyle quería obtener su parte de autoridad cultural.
El aspecto radical del pensamiento de Carlyle se aprecia en su ambivalencia hacia Coleridge. Aunque Carlyle defendió a Coleridge cuando lo acusaron de proclamar un misticismo incomprensible, mostró una marcada animadversión hacia el conservadurismo del «sabio de Highgate» (Carlyle, 1893d, pp. 183-184; 1893i, p. 52). Para Carlyle, la erosión del cristianismo tradicional, el crecimiento de la sociedad industrial y la redundancia de las instituciones de gobierno tradicionales no constituían necesariamente causa de alarma. Lo eran debido al malestar espiritual, al desorden social y a las crueles distorsiones de la vida moderna en los centros industriales, signos, a su vez, del fracaso a la hora de identificar las bases intelectuales, morales y políticas de un progresismo que iba más allá del orden antiguo.
Carlyle pretendía colmar esa laguna, identificando aquellas ideas e instituciones que expresaban y reconocían las infinitas dimensiones espirituales de la experiencia humana. Aunque, en su opinión, el pensamiento ilustrado crítico había tenido gran importancia, Carlyle rechazaba los intentos de forjar una visión del mundo constructiva a partir de esta filosofía. Exploró los peligros de hacerlo en Sartor Resartus. Esta obra, parcialmente autobiográfica, narra el viaje del torturado espíritu moderno que ha pasado de la obediencia ciega, a través de una alienación agónica («El Eterno No»), a la autoafirmación («El Eterno Sí»). La reafirmación simbolizada por el Eterno Sí requiere que los seres humanos acepten lo que Carlyle describe como «el mandato de Dios: trabaja en pro del bienestar». Este mandato debía aplicarse en los enfoques concretos con los que se analizaba la acción humana o «trabajo», esencial para el pensamiento político y social de Carlyle. Comprometerse implicaba una transformación de la visión del mundo, que había que suavizar para reforzar los sentimientos solidarios; un mensaje muy optimista para los contemporáneos de Carlyle. En muchos de los discursos de la época, estos aspectos de la postura de Carlyle se consideraban paradójicos. Él insistía en que no había que confundir ese sentir social, capaz de reconocer los rasgos distintivos de una humanidad compartida, ni la valiente determinación de enfrentarse al futuro, con las nociones comunes de lo que es la felicidad, y mucho menos con el culto a uno mismo. Todo lo contrario. Había que vivir la vida con un espíritu de «renuncia» que requería de un sentido claro del deber y de una adhesión inquebrantable a sus exigencias:
Existe en el hombre algo MÁS ELEVADO que el Ansia de Felicidad. Podemos vivir sin felicidad y hallar en su lugar un estado de gracia. ¿Acaso no han hablado y sufrido todos los sabios y mártires, el Poeta y el Sacerdote, para anunciarnos eso MÁS ELEVADO? Ellos han dado testimonio con su vida y su muerte de la chispa de divinidad que encierra el hombre, demostrando que sólo en ella adquiere el hombre Fortaleza y Libertad (Carlyle, 1893j, pp. 132-133).
Entre los deberes humanos figuraba el compromiso con lo que Carlyle denominaba «el evangelio del trabajo». «Trabajo» englobaba una amplia gama de actividades –no se refería sólo al trabajo productivo, sino también a la literatura, el liderazgo religioso-profético, al mando militar y a las responsabilidades sociales y políticas– que compartían todos los seres humanos para reconducir una naturaleza caótica a la condición de orden benéfico que le era inmanente. Carlyle parecía sostener la idea de que la creación de Dios era algo deliberadamente incompleto. El papel de la humanidad consistía, precisamente, en alcanzar la plenitud gracias a su perfectibilidad. Los retos planteados por un mundo caótico, pero susceptible de ser ordenado, eran tareas diseñadas por el destino para fomentar el cultivo del espíritu humano y expresar la naturaleza infinita de la humanidad.
Para Carlyle, el trabajo era el valor clave de una metafísica laica, pues apelaba a instintos religiosos fundamentales que no podían hacerse explícitos a la humanidad moderna a través de la doctrina cristiana. El trabajo era considerado un medio de salvación y única fuente de consuelo. Mejoraba nuestras perspectivas de inmortalidad porque sus frutos sobrevivían y pasaban a formar parte de la conciencia de la siguiente generación. Esta fue una de las revelaciones que hizo en Sartor Resartus, donde, al igual que en Chartism (su primera contribución directa a lo que denominó «el estado de la cuestión inglesa»), atribuía el desempleo y la degradación del sistema de «asilos de vagabundos» (workhouses) a la incapacidad de las elites para asumir sus obligaciones con las clases menos favorecidas de Gran Bretaña e Irlanda. El evangelio del trabajo prescribía una dirección social y gubernamental, y denunciaba esa negligencia en el cumplimiento del deber, que, en su opinión, constituía el núcleo de los problemas a los que se enfrentaba Gran Bretaña en la primera mitad del siglo XIX. Exploró estas cuestiones en mayor profundidad en Past and Present (1843).
Carlyle intentaba recuperar en esta obra los logros en el ámbito del trabajo del Abate Samson, cabeza de una comunidad monástica de finales del siglo XII en Bury St. Edmunds (Suffolk). El debate medieval de Past and Present no era ni un síntoma de nostalgia ni una reacción. Reflejaba más bien la búsqueda de imágenes inspiradoras y edificantes del pasado, que expresaran con viveza aquellas ideas universalmente significativas que resultaban especialmente importantes en tiempos de una crisis social, política y espiritual como la que padecían sus contemporáneos. Samson era un magnífico ejemplo de las implicaciones eternas del no egoísmo que late bajo la exhortación medieval: Ora et labora. Su predecesor había sido devoto en el sentido convencional, es decir, estaba dedicado a la vida del monasterio y a poner en práctica la regla de su orden. Pero Samson se había ocupado del bienestar de la comunidad de la que era responsable, recuperando la vitalidad económica de la abadía, restaurando sus edificios, buscando y guardando sus privilegios (las «Libertades de St. Edmunds») y llenando la vida de los monjes de disciplina, orden y metas justas. La conducta de Samson contrastaba con la de las elites de su época, dedicadas al materialismo, a la autoindulgencia y a una forma de piedad extremadamente consciente de sí misma. Impedían una acción eficaz y arrastraban a la comunidad a la avaricia, dejado a los mercados en manos de la fortuna y suscitando reacciones anárquicas entre las clases obreras, privadas de los beneficios morales, psicológicos y materiales de un liderazgo efectivo. También ideó Carlyle un sistema de liderazgo capaz de inspirar a las elites modernas a comprometerse con el evangelio del trabajo, convirtiéndolo en el corazón de su vida personal y de la interacción social. El modelo tenía mucho de culto religioso, ya que fomentaba un compromiso activo y positivo con el orden divino y creado del universo.
Como Novalis, cuyas ideas le interesaban especialmente, Carlyle hacía hincapié en la necesidad de que sus contemporáneos dieran la importancia debida a las fuerzas «dinámicas» de la historia humana: un reflejo de las «energías primarias e intactas de los hombres, de las fuentes misteriosas del Amor y el Temor, la Admiración y el Entusiasmo, la Poesía y la Religión», aspectos de un mundo regulado gracias a un sistema de derecho natural que dirigía a la conducta humana de conformidad con los propósitos de Dios (Carlyle, 1893h, pp. 240-241; Simpson, 1951). Según Carlyle, la «ciencia de la mecánica» impedía a muchos de sus contemporáneos ver estipulaciones fundamentales del derecho natural imprescindibles para una normatividad y un liderazgo justos. La primera era que las dimensiones espirituales de la vida humana sólo podrían satisfacerse en el seno de una comunidad orgánica. La segunda reflejaba la idea de Carlyle de que, en