y de la primera asamblea electa contenía juicios favorables sobre ciertos aspectos de la Revolución (Loménie, 1929, I, pp. 63 ss.). Condenaba los intereses «morales» que habían resultado de ella, así como la obediencia al gobierno de facto y la indiferencia ante la honestidad y la justicia, pero insistía en que la Restauración debía preservar los derechos políticos y de propiedad que constituían su más valiosa contribución «material» a la posteridad (Chateaubriand, 1838c, p. 208). La clave en este proceso era la aceptación general de una forma de monarquía representativa.
La descripción crítica del régimen napoleónico que hace Chateaubriand en De Buonaparte et des Bourbons (1814) resultó aún más picante teniendo en cuenta que luego se unió a él. Describió al Imperio como una «Saturnalia de realeza». Sus «crímenes», «opresión», «esclavismo» y «locura» contrastaban con la «legítima autoridad», el «orden», la «paz» y la «libertad jurídica» de la monarquía representativa (Chateaubriand, 1838b, pp. 13, 31). Según Chateaubriand, un régimen de este tipo precisaba el apoyo de una aristocracia hereditaria, no la complicidad de una camarilla pseudoimperial. Requería, sobre todo, de una Iglesia nacional (Chateaubriand, 1838c, p. 172), y Chateaubriand insistía en que esta institución no debía dejarse en manos del clero a sueldo de la era napoleónica. Debía ser financieramente independiente, más en la línea de la Iglesia de Inglaterra. Su concepción de la Iglesia era muy similar a la de Coleridge, pero la importancia que le daba Chateaubriand estaba estrechamente relacionada con las necesidades peculiares de la Francia de la Restauración. Una Iglesia nacional, respetada y eficaz, dotaría al nuevo régimen de la sacralidad de la religión tradicional y mostraría el vínculo existente entre el cristianismo y los valores liberales. «La libertad que no procede del cielo parecerá obra de la Revolución, y nunca aprenderemos a amar al hijo de nuestros crímenes y nuestras desgracias» (Chateaubriand, 1838c, p. 250).
La monarquía representativa incorporaba ciertos aspectos de la tradición, pero también requería algunas innovaciones liberales. Por ejemplo, Chateaubriand era contrario al uso del poder coactivo por motivos políticos, y creía necesaria la libertad de prensa para crear un sistema de gobierno basado en una opinión pública ilustrada (Chateaubriand, 1838c, pp. 175-176; 1838d, pp. 379-380). El rasgo de la monarquía representativa que más interesaba a Chateaubriand era la responsabilidad ministerial. Su defensa de esta idea reflejaba, en parte, la extendida opinión de que atribuir responsabilidad a los ministros, susceptibles de ser cesados, en vez de al monarca, facilitaría la crítica al ejecutivo (cfr. Constant, 1988a, pp. 227-242). Afirmaba, además, que esta convención daría al monarca un estatus distintivo. Al asignar a la Corona el papel de ratificar en vez de el de impulsar, la idea de la responsabilidad de los ministros daba al monarca un halo de divinidad: «Su persona es sagrada y su voluntad es incapaz de mal alguno» (Chateaubriand, 1838c, p. 163). Dado que el monarca sólo ejercía la autoridad absoluta al ratificar (y por lo tanto perfeccionar) las leyes aprobadas por las asambleas representativas, adquiría una importancia simbólica que no estaba al alcance ni de otros actores políticos ni de los soberanos, poderosos, pero sin lustre, de los estados despóticos (Chateaubriand, 1838c, pp. 170-171).
Al hablar de la responsabilidad de los ministros, Chateaubriand hacía hincapié en el papel simbólico de la monarquía y utilizaba una interpretación romántica de los mecanismos constitucionales liberales para convencer a sus aliados «ultra» de que el gobierno representativo captaba la esencia de la monarquía. Sin embargo, no consideraba que la mayoría legitimista de la cámara fuera un mero pretexto para liberalizar al gobierno francés. (Bédé, 1970, pp. 40-42; Remond, 1969, pp. 42-44, 73). Todo lo contrario. En su opinión, una cámara electa expresaba los auténticos sentimientos de la nación. Simbolizaba la fusión del viejo mundo y del nuevo, la simbiosis entre los valores legitimistas, la libertad y un gobierno popular que constituía el núcleo del gobierno representativo y era una de las consecuencias más importantes de la Revolución.
En último término, las ideas de Lamartine y de Lamennais sobre las implicaciones de la Revolución eran más radicales que las de Chateaubriand. En la época de la Restauración, la atención de Lamennais estaba puesta en los perniciosos efectos del galicanismo sobre la libertad de la Iglesia. La interferencia del Estado en asuntos religiosos resultaba muy dañina, porque la libertad era crucial para la reconciliación de la conciencia del individuo con Dios y con la humanidad. El fracaso de Lamennais a la hora de convencer, tanto a las elites francesas como al papado, de los males a los que daría lugar un control exclusivo por parte del Estado le llevó a formular una crítica más general a las estructuras políticas y sociales (Guillou, 1969). Constató que la Revolución de 1789 había reafirmado la libertad popular, rechazando unas estructuras sociales y políticas carentes de armonía, y creía que la Revolución de 1830 expresaba la misma tendencia. Lamennais describió la Revolución de Julio como
una reacción popular contra el absolutismo […] el efecto inevitable de un impulso antiguo, la continuación de un gran movimiento que, tras proyectarse desde las regiones del pensamiento al mundo político en 1789, anunció a las naciones aletargadas que su civilización estaba corrupta y su orden dañado, así como la caída de ese orden y el nacimiento de uno nuevo (Lamennais, 1830-1831b, pp. 161-162; Oldfield, 1973, p. 187).
Una sociedad que quisiera combinar orden y libertad tendría que construirse de nuevo a partir de individuos aislados, únicos repositorios de la justicia eterna y foco exclusivo de la libertad cristiana. Como se había atomizado a la población francesa, sus miembros sólo podrían relacionarse entre sí en una república democrática (Oldfield 1973, pp. 188-190). Este mensaje (publicado en LʼAvenir de 1830-1831) se convirtió en el fundamento de un llamamiento a la acción, cada vez más estridente, en los escritos políticos tardíos de Lammenais. Pero nunca dejó de opinar que la libertad debía ser un rasgo general de la nueva sociedad llamada a encarnar los principios de la justicia eterna. El nuevo orden no sólo habría de reconocer los derechos políticos, sino también una amplia gama de «derechos sociales» que conformarían la base material de una sociedad cristiana ordenada y armoniosa. Como señalara Lamennais en Paroles dʼun croyant de 1834:
La libertad no es una pancarta colgada en una esquina. Es una fuerza vital que uno halla en sí mismo y en torno a uno mismo. Es la auténtica protectora del espíritu del hogar, garante de los derechos sociales y fuente de todos los derechos (Lamennais, 1834, cap. 20, p. 45; Ireson, 1969, pp. 27-29).
Lamartine también opinaba que sus contemporáneos debían completar la reconstrucción que había iniciado la Revolución francesa. Ese suceso había dado la «alarma al mundo»:
Muchas de sus fases han concluido, pero aún no han acabado esos lentos desplazamientos internos y eternos del alma del hombre […] Las sociedades y las ideas progresan y el final de todo es un nuevo punto de llegada. La Revolución francesa, a la que se acabará denominando la Revolución europea, […] no fue sólo una revolución política, un cambio de poder, una dinastía sustituyendo a otra, una república convertida en una monarquía. Todo eso meramente son accidentes, síntomas, instrumentos y medios (Lamartine, 1856, p. 496; cfr. Lamartine, 1848, III, pp. 541-546).
Hablaban de la plasticidad de las formas políticas, refiriéndose a que había «hombres de la revolución» en todos los puntos del espectro político, lo que convertía a la experiencia revolucionaria en un rasgo general de la política moderna. La idea de la ubicuidad de la experiencia revolucionaria suscrita por Lamartine se refleja en lo que Kelly denomina el «agnosticismo» de sus ideas sobre las formas deseables de gobierno (Kelly, 1992, p. 206; cfr. Charlton, 1984b, p. 67). Su primera exigencia era que el gobierno debía ser lo suficientemente fuerte como para «servir a los intereses y no a las pasiones de la gente», es decir, el gobierno era la expresión real del poder social que se había dejado sentir por primera vez en la era revolucionaria (Quentin-Bauchart, 1903, p. 403). Aunque Lamartine fue un miembro destacado de la Segunda República Francesa de 1848, antes de aquellos años se había decantado por la monarquía representativa. El monarca debía ser el «órgano y el agente» del poder social, no de sus intereses personales (Lamartine, 1860-1866, p. 370). En un comentario que recuerda a las ideas de Coleridge sobre el rey republicano en los territorios británicos, Lamartine especula con una monarquía representativa que adoptara los rasgos esenciales de una república democrática. El rey sería un «jefe natural […], el