Gregory Claeys

Historia del pensamiento político del siglo XIX


Скачать книгу

relato sobre la prehistoria del totalitarismo del siglo XX.) Debemos distinguir además entre el asesinato político para forzar un cambio de régimen, algo bastante común a lo largo de la historia (de Cómodo a Constantino el Grande, veintisiete de treinta y seis emperadores romanos murieron asesinados), y la justificación del derrocamiento de tiranos en nombre del bien común, o tiranicidio.

      Los terroristas decimonónicos solían recurrir a la historia para justificar el asesinato de tiranos por parte de individuos aislados en nombre del bien común. Esta doctrina tiene un rancio pedigrí que se remonta al mundo antiguo (Laqueur, 1979, pp. 10-46). En la Grecia clásica, Jenofonte compuso un diálogo sobre la tiranía en el que honraba al asesino de déspotas. En Roma, Cicerón y Séneca alabaron el asesinato de los usurpadores. Un movimiento profundamente contrario a los romanos, el de los Zelotas, se dedicaba al asesinato y la destrucción para ejercer la resistencia judía. César fue en la Antigüedad una de las víctimas más famosas de un tiranicidio justificable, y Enrique IV, asesinado por Ravaillac en 1610, la baja más destacada en época moderna. En la Edad Media se sostuvo la teoría de que se podía asesinar a los tiranos que carecieran de título legítimo, aunque los gobernantes legítimos que se volvían déspotas constituían un caso mucho más complicado (Jaszi y Le­wis, 1957). Durante el Renacimiento y el Barroco, este tipo doctrinas se consignaron en obras como De Iure Regni apud Scotos (ca. 1568-1569) de George Buchanan, en el Vindiciae contra Tyrannos (ca. 1574-1576) y en De Rege et Regis Institutione (1599) de Juan de Mariana. En todas ellas se insiste en que, de violarse el contrato establecido entre el rey y el pueblo del que depende el gobierno legítimo, se podía destronar al rey. Las obras británicas de este tipo más famosas del siglo XVII son El título de reyes y magistrados (escrita en 1649) y Killing No Murder (1657) de John Milton. Durante la Revolución francesa se asistió al asesinato de Jean-Paul Marat por parte de Charlotte Corday, probablemente el primer ejemplo moderno del uso del «terrorismo» individual como reacción frente al terrorismo de Estado. Los partidarios de Babeuf insistían en que «quienes usurpan la soberanía deben ser ejecutados por los hombres libres […] el pueblo no descansará hasta haber acabado con el gobierno tiránico» (Jaszi y Lewis, 1957, p. 128). Este fue el momento en el que teorías del regicidio más antiguas dejaron paso a ideales más modernos del terror individual, aunque seguiría habiendo muchos atentados contra soberanos europeos (por ejemplo, el del corso Fieschi contra Luis Felipe en 1835) hasta las revoluciones de 1848.

      Estas amenazas palidecían junto a las tesis de otro revolucionario alemán. Me refiero a Karl Heinzen (1809-1880), que formuló lo que se ha denominado la primera «doctrina de pleno derecho del terrorismo moderno» (Laqueur, 1977, p. 26). La defendió en un tratado titulado Der Mord [El asesinato], publicado en 1849, que no trataba sólo del tiranicidio como uno de «los principales medios del progreso humano» (Wittke, 1945, p. 73), sino asimismo del asesinato de cientos y hasta de miles, en cualquier momento y lugar, en nombre del interés superior de la humanidad. Aunque «la destrucción de la vida de otro» siempre era «injusta y bárbara», Heinzen afirmaba que «si se permite matar a un hombre, hay que permitírselo a todos». No se podía trazar distinción alguna entre la guerra, la insurrección, el magnicidio y el asesinato. Heinzen aludía al «catálogo de asesinatos de la historia» y llegaba a la conclusión de que las matanzas más inmorales se habían perpetrado en nombre del cristianismo. En números redondos habían muerto unos dos mil millones de personas en nombre de la religión. En cambio, el número de asesinatos cometidos por individuos a lo largo de la historia era mucho menor. Los mayores asesinos de su época eran los tres grandes emperadores de Prusia, Austria-Hungría y Rusia –y el papa–, cuyo mensaje compartido, a juicio de Heinzen, era: «Asesinamos para gobernar, como debéis hacer vosotros para ser libres». Heinzen continuaba: «El asesinato de dimensiones colosales sigue siendo el principal medio de evolución histórica». Asesinar déspotas nunca podía ser delito porque se trataba de legítima defensa (Heinzen, 1881, pp. 1-2, 5, 8, 10, 15, 24). Consideraba que «la seguridad del déspota se basa exclusivamente en que ostenta los medios de destrucción». Según Heinzen, «el mayor benefactor de la humanidad es quien hace posible que unos pocos hombres acaben con miles» (Heinzen, 1881, p. 24; Laqueur, 1979, p. 59). Cualquier nuevo medio técnico que contribuyera a esos fines, incluidos el uso de cohetes, minas y gas venenoso, capaces de destruir ciudades enteras, era bienvenido. Heinzen alabó a Felice Orsini superlativamente en 1858, y reeditó Der Mord para la ocasión.

      Ha habido varios intentos de asociar a Marx con esto ideales (p. ej. Schaack, 1889, pp. 18-19); pero cuando supo de la explosión provocada por los fenianos en Clerkenwell, comentó Marx en su correspondencia: «Las conspiraciones secretas melodramáticas de este tipo suelen estar condenadas al fracaso». Engels replicó: «Todas estas conspiraciones comparten la desgracia de conducir a semejantes actos de locura» (Marx y Engels, 1987, pp. 501, 505). (En 1882, sin embargo, Engels sí concedió a Eduard Bernstein que, aunque un levantamiento irlandés no tuviera ni la «más remota posibilidad de prosperar», «la presencia acechante de conspiradores fenianos armados» podría contribuir al «único recurso que les queda a los irlandeses... el método constitucional de conquista gradual»; Marx y Engels, 1993a, pp. 287-288.) El único caso que consideraban una excepción era el de Rusia, sobre la que Engels llegó a decir, en una carta enviada a Vera Zasúlich en 1885, que «es uno de esos casos especiales en los que es posible que un puñado de hombres lleven a cabo una revolución… Si el blanquismo, la fantasía de subvertir a la sociedad entera por medio de una pequeña banda de conspiradores, tiene algún viso de racionalidad, en todo caso sería en San Petersburgo» (Marx y Engels, 1993b, p. 280). El terror nunca fue un aspecto central de la estrategia marxista pese a las ejecuciones masivas (unos dos millones en torno a 1925) de la Revolución bolchevique, que ya presagiaban un derramamiento de sangre mucho mayor bien entrado el siglo XX.

      En la década de 1850 esta controversia cristalizó en Gran Bretaña en torno al tema de la naturaleza ilegítima del gobierno de Luis Napoleón tras su golpe de Estado de 1851 y, más concretamente, tras el intento de asesinato de Napoleón III protagonizado por Orsini el 14 de enero de 1858. A medida que tomaba forma el debate sobre la justificación del tiranicidio, el secularista George Jacob Holyoake (que había ayudado a Orsini a probar sus bombas) reeditó una serie de tratados del siglo XVII al respecto. Un destacado abogado radical, Thomas Allsop, ofreció en privado cien libras esterlinas a cualquier asesino que ayudara a Orsini con su equipo rudimentario de explosivos (Holyoake, 1905, p. 41). La defensa británica más conocida de Orsini –cuya propia inspiración nacía Tácito (Orsini, 1857, p. 23; Packe, 1957)– fue la obra de W. E. Adams titulada Tyrannicide: Is It Justifiable? (1858), en la que se afirmaba:

      Todo momento de opresión es un estado de guerra; cada negación de un derecho, un casus belli. La guerra se impone allí donde reina un déspota o está esclavizado el pueblo. Las hostilidades pueden desatarse en cualquier momento, en cuanto el pueblo adquiere la fuerza y esperanzas de éxito. No se rompen treguas ni tratados. La revolución es la emboscada del pueblo (Adams, 1858, p. 6).

      A la Joven Italia también la acusaron de asesinatos, como el del conde Pellegrino Rossi, aunque luego fue exculpada (Frost, 1876, II, p. 180). Mazzini, acusado de haber tramado el asesinato del emperador austríaco en 1825 y de otro asesinato en 1833 (Mazzini, 1864, I, p. 224), se replanteó entonces la «teoría de la daga» en una carta abierta a Orsini (miembro de la Joven Italia) en la que rechazaba la idea.

      Terrorismo sistémico

      El terrorismo