Manuel Sanchis i Marco

Falacias, dilemas y paradojas, 2a ed.


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de mi exclusiva responsabilidad.

      8. Véase, Jeremy Bentham (1990: 175). En efecto, Jeremy Bentham es el padre del utilitarismo -en el que beberá su joven discípulo John Stuart Mill̶. pues fue él quien formuló con mayor claridad la doctrina utilitarista. Sin embargo, no hay que olvidar que, con anterioridad, John Locke había establecido el principio de utilidad y, sobre todo, que fue Hobbes quien desarrolló una filosofía política utilitarista y hedonista. A Mandeville, por su parte, le cupo el honor de establecer la carta simbólica del utilitarismo en la Fábula de las abejas (1723), donde convierte los vicios privados en virtudes públicas.

      Sobre la teoría de la argumentación y las falacias1

      En un libro sobre falacias, dilemas y paradojas en el ámbito de la economía española, quizá valga la pena introducir la materia con algunas referencias, aunque sólo sean muy someras, a la teoría de la argumentación y a las nociones de argumentación, argumento, falacia, sofisma, paralogismo, dilema y paradoja.

      Se denomina argumentación o argumento a aquel enunciado o conjunto de enunciados que se expresan con el ánimo de establecer algo con el fin de que aquel ante quien se presenta la argumentación o argumento acepte como verdadero o falso aquello que se le presenta como conclusión, o bien siga un determinado curso de acción.

      Aunque las nociones de argumento y de argumentación pueden ser utilizadas de forma indistinta, se entiende por argumento, en un sentido general, aquel razonamiento o conjunto de razonamientos, enunciados o proposiciones que se utilizan para justificar, apoyando o refutando, una afirmación o una tesis. Por su parte, se entiende por argumentación un conjunto de argumentos o razonamientos como los anteriores a los que hay que añadir una intención de persuasión o seducción2 con el fin de conseguir que alguien acepte la verdad o falsedad de una tesis o su acción siga un curso determinado.

      Existen diferencias de matiz, aunque importantes, entre tales términos (Quintás Alonso, 2002: 32-33). Mientras el argumento se encuentra en un plano más conceptual, abstracto y nocional, la argumentación se sitúa en el plano lingüístico-retórico, y el razonamiento en el psicológico-mental. Cuando hablamos de argumento en la lógica simbólica, matemática o logística, nos estamos refiriendo a pruebas demostrativas y concluyentes que se derivan de aplicar las reglas del cálculo lógico, o del álgebra lógica. Es decir, hemos utilizado como materia prima el lenguaje natural, lo hemos vaciado de cualquier contenido, incluido el lingüístico o semántico, y lo hemos transformado en nuevo lenguaje, el lenguaje lógico.

      Por el contrario, si nos encontramos en un domino intermedio en el que se combinan la lógica, la dialéctica y la retórica, con el término argumentación nos estamos refiriendo a la presentación de una o varias pruebas que no son concluyentes y que, por ese motivo, han de ser presentadas de una forma seductora para que atraigan al auditorio a su favor. Aunque la teoría de la argumentación se apoya, en primer lugar, en la lógica, nos encontramos también en contacto con la retórica, que luego se transformó en oratoria con Cicerón y Quintiliano, de donde surgirá la dialéctica a partir del siglo xvi con Petrus Ramus (Pierre de la Ramée).

      Diferencias en el ámbito de la lógica simbólica

      Incluso dentro del propio ámbito de la lógica formal se observan diferencias entre argumento y argumentación. La distinción fundamental estriba, para algunos lógicos (Falguera López y Martínez Vidal, 1999: 26 y ss.), en que un argumento es una entidad conceptual abstracta, es decir, desligada de cualquier conexión lingüística, vaciada de su contenido semántico y formada por proposiciones, es decir, por lo expresado por un enunciado. Mientras que una argumentación es un pasaje lingüístico concreto, también formado por una serie de enunciados u oraciones declarativas en términos gramaticales, en el que si aceptamos los enunciados que preceden –es decir, las premisas– tenemos necesariamente que aceptar el que sigue –es decir, la conclusión–, a los cuales les corresponde un valor de verdad o falsedad.

      Por lo tanto, un argumento lógico o una argumentación formal es aquella estructura constituida por tres elementos: (i) una conclusión, es decir, un enunciado o una proposición susceptible de ser declarada verdadera o falsa a partir de la argumentación; (ii) unas premisas: conjunto de enunciados o razones cuya verdad se aduce para apoyar la verdad de la conclusión; y, (iii) una intención: una conexión, nexo o consecuencia lógica entre las partes, es decir, entre las premisas y la conclusión. La conclusión y la intención (nexo de consecuencia lógica) no pueden faltar. Las premisas, por su parte, son un conjunto finito de enunciados eventualmente vacío (Ø).

      Una argumentación o un argumento formalizados contienen enunciados del lenguaje natural que, mediante el uso de fórmulas bien formadas, se ha transformado en un lenguaje lógico formalizado. Un argumento o una argumentación formales son, por lo tanto, entidades conceptuales abstractas que expresan un acto del habla en la medida en que las constantes lógicas tienen un contenido semántico establecido.

      Si nos encontramos en el plano conceptual y nocional, hablaremos de argumento inductivo fuerte si la conclusión se sigue probablemente de las premisas, y de argumento inductivo débil si la probabilidad es baja. Por el contrario, hablaremos de argumentación inductiva si nos encontramos en el plano lingüístico o retórico, ya sea en un acto de habla o en un escrito, y ésta podrá ser igualmente fuerte o débil según el grado de probabilidad de que se confirme un determinado valor veritativo.

      En lógica clásica de primer orden, los argumentos pueden ser deductivos o inductivos. Los argumentos deductivos sólo pueden ser válidos o correctos y noválidos o incorrectos. Un argumento deductivo es válido o no-válido dependiendo de su estructura lógica. Según los manuales, validez es lo mismo que corrección, de modo que un argumento será formalmente válido o correcto si tiene valor apodíctico, es decir, si de él se deduce inferencia lógica. Dicho de otro modo, cuando la conclusión se siga necesariamente de las premisas; mientras que será no-válido en caso contrario.

      Sin embargo, como en la lógica formal los argumentos no contienen valores de verdad, es posible que un argumento sea válido y, al mismo tiempo, sea falso, debido a que su validez o no-validez es de naturaleza óntica, ya que depende de su estructura lógica y no de su naturaleza epistémica, es decir, no depende de lo que sepamos sobre dichas proposiciones y de los valores de verdad o falsedad que correspondan a las premisas y la conclusión, salvo en el caso de premisas verdaderas y conclusión falsa.

      De acuerdo con la distinción que acabamos de ver entre validez o corrección (óntica) y verdad (epistémica) de los argumentos, podemos afirmar, siguiendo los manuales de lógica formal (Beneyto y Úbeda, 2008: 21 y ss.) o formalizada, que un argumento es formalmente correcto si no puede darse un caso, en ningún mundo, universo de discurso o colección de entidades reales, abstractas, etc., que hay en él, en el que todas las premisas sean verdaderas y la conclusión falsa, en ese mundo o bajo esa interpretación. Un mundo en el que sí se dé lo anterior constituye un contraejemplo, es decir, un mundo en el que la argumentación falla. El argumento es correcto si no hay contraejemplo, incorrecto si existe contraejemplo, e indefinible si no puedo contestar a la pregunta, pues no se da ni lo uno ni lo otro.

      Ya hemos visto que la lógica trabaja con un lenguaje formal vaciado de contenido. Sin embargo, no es fácil poder determinar a simple vista la validez o corrección de un argumento. Para ello necesitaremos pruebas que nos conduzcan desde la verdad de las premisas a la verdad de la conclusión: (i) mediante la aplicación de las reglas de un cálculo lógico adecuado (derivación), es decir, que tenga la propiedad de ser consistente, de forma que en él no se puedan demostrar enunciados falsos, y completo, es decir, que demuestre todas las verdades o tenga la capacidad de fundamentar todo cálculo correcto; o, (ii) demostrando que no existe un contra-ejemplo, es decir, que no existe un caso en el que la premisa sea verdad y la conclusión falsa.