argumentación y la ciencia
La pretensión de argumentar y de debatir, además de ser consustancial al hombre, es necesaria para poder vivir como tal. Hemos visto también que la argumentación es un juego de lenguaje en el que los participantes están comprometidos y se esfuerzan en conseguir, mediante el diálogo argumentativo, un acuerdo intersubjetivo y válido que añada conocimiento con pretensiones de verdad o de verosimilitud al ya existente. Es difícil, sin embargo, poder afirmar que un argumento cumple las pretensiones de validez cuando nos situamos en el marco de la racionalidad dialógico-trascendental (pragmático-universal) de Jürgen Habermas. La razón reside en que, según ésta, el diálogo intersubjetivo busca acuerdos con pretensiones de validez para los argumentos utilizados, y que dichos pactos están siempre sujetos a revisión y refutación ulterior. Es decir, estarán siempre aceptados con un carácter de provisión al modo en que Descartes, en la tercera parte de su Discurso del Método, decide elaborar «una moral para proveerse» (Quintás Alonso, 1999: 44) –une morale par provision– con el fin de no permanecer irresoluto en sus acciones.
La argumentación, por otro lado, es imprescindible para el avance de las ciencias, ya que toda ciencia de la que no se pueda demostrar que es falsa, falseada o falsada no puede ser ciencia. Como señala Thomas S. Kuhn (2006), las leyes científicas nunca se demuestran, pues aunque se confirmen en su validez al tener evidencia empírica a su favor, siguen siendo falseables. Si se llegase a demostrar la ciencia, entonces sólo tendríamos matemáticas y lógica simbólica, es decir, ciencias formales que enuncian verdades formales llenas de rigor analítico, pero vacías de contenido; mientras que las ciencias experimentales o empíricas, como la física o la química, enuncian verdades materiales que dan lugar a un corpus teórico del cual se obtienen leyes derivadas. A la física de Ptolomeo, que dicho sea de paso es la que utilizan los marineros por resultarles la más útil, siguió primero la de Copérnico y luego la desarrollada por Galileo. Esta última fue mejorada por Newton, y la de éste fue superada, a su vez, por la de Einstein.
Las leyes científicas empiezan siendo hipótesis, conjeturas, y no sabemos de dónde nacen dichas hipótesis; si surgen de las analogías, de la experiencia o de la intuición no lo sabemos con certeza. Aunque las falacias no son aceptables como argumentos genuinos, cumplen un importante papel en el avance de la ciencia en la medida en que ponen a prueba nuestros afanes por superar nuestros propios errores. Las ciencias empíricas, por ejemplo, se apoyan en razonamientos falaces debido a que no afirman mediante la utilización de reglas de derivación, como las matemáticas o la lógica, sino por empeiria, es decir, por una forma de conocimiento basado en la experiencia y en la observación, por oposición al conocimiento metafísico o especulativo.
En las ciencias no formales, las llamadas ciencias sociales, como la economía, el énfasis en la formalización matemática les añade rigor y las hace más útiles para el análisis y la predicción. Sin embargo, al mismo tiempo, el abuso de la matematización y la confianza ciega, y por otro lado no siempre justificada, en la formalización como palanca para hacerlas más científicas, las vacía de contenido, las aleja de la realidad económica que pretenden analizar y las vuelve rígidas, dogmáticas y, a veces, inservibles.
Es precisamente en los momentos de crisis, que en economía son recurrentes, cuando se manifiestan las «anomalías» (Kuhn), y es precisamente la existencia de «contraejemplos» lo que hace que se revisen acuerdos epistemológicos previamente pactados por la comunidad científica (paradigma científico). Por esta razón, es de esperar que surjan nuevos contraejemplos de la actual crisis financiera global que den lugar a revisiones epistemológicas de la ciencia económica en los próximos años.
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Píldora 2
Trampas del lenguaje y economía6
A diferencia de lo que ha ocurrido con la lógica clásica de primer orden, con la psicología o con la filosofía analítica, las relaciones entre el lenguaje y la economía no han sido muy fecundas. A excepción de John Stuart Mill, la mayoría de los economistas no sienten una enorme inclinación hacia las sutilezas que encierran las paradojas lógicas o semánticas cuando se refieren al ámbito económico. Y ello es así a pesar de la enorme confusión que creamos los economistas cuando descuidamos nuestras expresiones semánticas y, al hacerlo, damos a entender a nuestro interlocutor una realidad muy diferente de la que queremos representar. Por eso, en lo que sigue, voy a intentar poner de manifiesto, con la ayuda de algunos ejemplos muy habituales, la importancia que tiene en economía saber distinguir con claridad los modos en los que una expresión lingüística puede ser significativa.
En efecto, habitualmente utilizamos expresiones del lenguaje natural que, mezcladas con argumentos de naturaleza económica o matemática, dan lugar a ciertos equívocos. E11o es debido, a veces, a las diferencias entre el significado de dicho lenguaje natural y su significado económico o matemático. Analicemos, por ejemplo, la frase «La renta per cápita de los españoles ha crecido dos veces más que la renta de los colombianos».
En ella estamos utilizando un sintagma diferencial con el que construimos una comparación en la que la expresión dos veces más tiene un significado doble:
a) Por una parte, podemos entender que dos veces más significa el doble de la cuantía inicial sobre la que establecemos la comparación, pues es esto lo que de una manera espontánea se nos viene a la mente. Según este significado, la frase querría decir que si los colombianos tienen una renta per cápita de digamos 100 euros, nosotros la tendríamos de 200 euros. En el lenguaje natural decir dos veces más tiene una representación psicológica que nos hace pensar en el doble,