Manuel Sanchis i Marco

Falacias, dilemas y paradojas, 2a ed.


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pues requiere la validez formal del argumento desde el plano de la lógica, de modo que de él se deduzca una inferencia lógica. A partir de aquí, se necesita que el argumento sea coherente desde el plano de la semántica, es decir, que contenga inferencia lógica y premisas verdaderas; y que sea cogente,4 es decir, que sea fuertemente convincente y, por lo tanto, que afecte a la psicología del receptor.

      Por lo tanto, en la teoría de la argumentación el objetivo no consiste sólo en obtener una inferencia lógica que demuestre la validez del argumento, sino también en convencer o persuadir al oyente o al receptor de la verdad del argumento. Vemos pues que contiene tres elementos: (i) el sujeto: que es quien teje el argumento respetando las reglas de la inferencia lógica para producir un argumento válido en términos formales; (ii) el auditorio: que también aplica la lógica a aquello que recibe y que lo acepta como un argumento coherente; y, (iii) la psicología del receptor: que se deja seducir por la fuerza persuasiva del argumento coherente y lo capta como un argumento fuertemente convincente o argumento cogente.

      Lo anterior se encuentra enmarcado en el ámbito de la pragmática –del estudio de las significaciones de los signos para los sujetos– mediante la utilización del llamado triángulo RAS, que define las condiciones de relevancia, aceptabilidad y suficiencia que debe cumplir todo argumento genuino: (i) la razón de relevancia: según la cual deberemos rechazar aquellas razones que tengan poca o nula relación con la tesis que se pretende apoyar y justificar; (ii) la razón de suficiencia: por la que deberemos rechazar aquellos argumentos que tengan escasa capacidad para poder justificar y fundamentar la tesis; y, (iii) la razón de aceptabilidad: aunque la verdad sea siempre elusiva, esta tercera condición obliga a contrastar el contenido veritativo de la argumentación y, en la medida de lo posible, a verificar la veracidad de las premisas.

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      La lógica, la dialéctica, la retórica y la oratoria son disciplinas que se ocupan de la argumentación. Mientras que la lógica se encarga del análisis crítico de un texto o de un argumento, la dialéctica lo hace del procedimiento, en tanto que la retórica y la oratoria tienen por objeto embellecer las palabras mediante el estilo con el fin de persuadir al auditorio. Tanto es así que una falacia no existe simplemente porque alguien la elabore, sino que requiere que haya otros que incurran en ella para que podamos decir que existe como tal.

      Lo usual es utilizar los términos falacia, sofisma o paralogismo en el mismo sentido, esto es, como un argumento aparente o forma de argumento o de refutación no válida con la que se quiere defender algo y confundir al contrario. A veces se distingue entre sofisma y falacia, entendiendo por falacia aquel argumento aparentemente válido que es simplemente un error o un descuido propuesto por alguien; mientras que por sofisma se entiende aquel argumento que ha sido tejido para hacer caer en él intencionadamente al auditorio o derrotar al oponente.

      Otras veces se establecen algunas diferencias entre sofisma y paralogismo, entendiendo el sofisma como una refutación con conciencia de su falsedad y con el objetivo de confundir al contrario, de vencer mediante engaño; mientras que en el paralogismo falta dicha conciencia de falsedad, se trata de un pensar desviado y erróneo, pero involuntario y no intencionado. Además, el sofisma consiste en una refutación basada en pruebas no adecuadas, por lo que no es propiamente una refutación ya que es defectuosa.

      Dentro de las falacias lógicas podemos distinguir de dos clases:5

      a) falacias formales: son las que atentan contra una forma argumentativa válida, es decir, las que contienen una inferencia no fiable (i. e.: premisas verdaderas y conclusión falsa); como son la falacia de negar el antecedente y la falacia de afirmar el consecuente; y,

      b) falacias no formales o materiales: que son las que nos interesan aquí, por tener mayor relevancia en el ámbito de la economía. Entre ellas podemos distinguir las siguientes:

      1. Falacias informales del lenguaje: como las de ambigüedad (v. gr.: la falacia de composición, que es importante en economía y que consiste en afirmar del todo lo que es cierto de una parte sin mejor razón. Esta falacia nos ayuda a comprender la paradoja de la frugalidad, es decir, las razones por las que los intentos individuales de ahorrar en épocas de recesión, como la actual en España, pueden deprimir demasiado el consumo y llegar a disminuir los ahorros de todos) y las retóricas (v. gr.: Argumentum ad populum).

      2. Falacias de relevancia o de apelación irrelevante: como la falacia de razón irrelevante (Non sequitur), la de conclusión irrelevante (Ignorantia elenchi), la de apelación a la persona o Argumentum ad hominem, la falacia de apelación a la autoridad o Argumentum ad verecundiam (v. gr.: Argumentum ad antiquitam), la de apelación a las emociones (v. gr.: Argumentum ad choleram, Argumentum ad baculum) y las falacias de distracción (v. gr.: Tu quoque).

      3. Falacias de evidencia: como son las falacias de inferencia estadística (v. gr.: Secundum quid), las falacias de comparación, las de causa cuestionable (v. gr.: Post hoc ergo propter hoc que nos explica por qué algunos economistas confunden la forma en la que se manifiesta el crecimiento con los factores que lo determinan) y la de supuestos injustificados (v. gr.: Petitio principii, aunque ésta sea en realidad una falacia formal, y Argumentum ad ignorantiam).

      4. Falacias adicionales: como las falacias de apelación a las consecuencias (v. gr.: Argumentum ad consequentiam).

      En cuanto a los dilemas, señalemos que se trata de argumentos en forma de silogismo con una proposición disyuntiva cuyos dos miembros conducen a la misma conclusión; por eso se le llama syllogismus cornutus. En economía, solemos hablar de los dilemas en el mismo sentido que en el lenguaje corriente, es decir, como el conjunto de dos opciones contradictorias entre las que hay obligatoriamente que elegir una que producirá efectos negativos sobre la otra no elegida. En economía y en el marco de la teoría de juegos, es famoso el dilema del prisionero o, por poner un ejemplo más actual, el nuevo dilema que tiene planteado el Banco Central Europeo que consiste en la necesidad de gestionar una política monetaria que sea eficaz a la vez para países con inflación y para otros con peligro de deflación.

      Por último, las paradojas consisten, como ocurre con las famosas aporías de Zenón de Elea, en proposiciones extraordinarias y abracadabrantes que, por una parte, aparecen como portadoras de verdad y, al mismo tiempo, van a contracorriente de la opinión convencional sobre un asunto. Se trata de argumentos que no cabe asimilar a un puro juego banal, más bien al contrario, constituyen un acicate para la revisión de los conceptos teóricos y de las doctrinas que desafían, pues como nos señala Giorgio Colli (2006: 22): «Las aporías suscitadas por Zenón no deben tomarse a la ligera, desde el momento en que grandísimos pensadores, como Aristóteles (...) y Kant, en la Crítica de la Razón Pura, intentaron superarlas». Tienen gran importancia en economía, como es el caso de la famosa paradoja de la frugalidad antes mencionada.

      La argumentación y la ciencia

      La pretensión de argumentar y de debatir, además de ser consustancial al hombre, es necesaria para poder vivir como tal. Hemos visto también que la argumentación es un juego de lenguaje en el que los participantes están comprometidos y se esfuerzan en conseguir, mediante el diálogo argumentativo, un acuerdo intersubjetivo y válido que añada conocimiento con pretensiones de verdad o de verosimilitud al ya existente. Es difícil, sin embargo, poder afirmar que un argumento cumple las pretensiones de validez cuando nos situamos en el marco de la racionalidad dialógico-trascendental (pragmático-universal) de Jürgen Habermas. La razón reside en que, según ésta, el diálogo intersubjetivo busca acuerdos con pretensiones de validez para los argumentos utilizados, y que dichos pactos están siempre sujetos a revisión y refutación ulterior. Es decir, estarán siempre aceptados con un carácter de provisión al modo en que Descartes, en la tercera parte de su Discurso del Método, decide elaborar «una moral para proveerse» (Quintás Alonso, 1999: 44) –une morale par provision– con el fin de no permanecer irresoluto en sus acciones.

      La argumentación,