Horacio Vazquez-Rial

Las leyes del pasado


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Los habitantes de Voljovetz vestían de negro, no se cortaban el pelo, eran enjutos y tenían los ojos hundidos por el hambre y una secular desesperanza. Israel Ganitz era joven, alto, fuerte, algo entrado en carnes, y llevaba un traje y un abrigo de un gris claro, con piel de zorro en el cuello. Y botines de suela gruesa que hacían crujir el hielo del camino. No había ido a buscar a Hannah, sino a su hermana mayor, Ruth; pero las noticias viajaban con lentitud por los Cárpatos, y la casamentera que le había hablado de ella mal podía saber que se la había llevado el frío una semana antes de la llegada de Ganitz. Salomón Goldwasser, el padre, no perdió el tiempo: ofreció a la otra. Y a Ganitz no le pareció mal. Negociaron delante de ella, pero sin contar con ella.

      —Es virgen —dijo el viejo.

      —¿Está seguro? —discutió Ganitz.

      —Aquí no hay hombres jóvenes —fundamentó Goldwasser, más convencido de la imposibilidad del hecho que de la virtud de su hija—. Se marchan. A Palestina. O a otros sitios.

      —Es un buen razonamiento. Pero no es muy bonita. Esa mancha sobre la ceja…

      —Es la única mancha.

      —¿Cómo lo sabe? ¿Acaso ve a su hija desnuda?

      —Mi mujer puede dar fe, jurarlo. Y es muy trabajadora. Eso lo juro yo. Y es por ello que pido doscientos zlotys a quien se la lleve.

      —Yo no pago doscientos zlotys ni por mi madre —dijo Ganitz—. Cerraría trato por cien, y eso es porque me siento especialmente generoso y me cae bien la muchacha.

      Fue el único momento en que Hannah levantó la vista de la mesa y miró, discreta, al que sería formalmente su esposo. No necesitó más que un instante fugaz para comprender que estaba mintiendo, que ni era generoso ni se sentía atraído por ella. Muchas esperaban al enviado de la casamentera, y se unían a él y se marchaban. Y hasta llegaban a ser felices en un lugar lejano llamado América, donde la comida alcanzaba para todos. De ésas se sabía, porque las que sabían escribir, o el rabino o el esposo que lo hiciera por ellas, enviaban largas cartas llenas de satisfacción y hasta, al cabo de un tiempo, mandaban billetes para los padres o para los hermanos, los sacaban del shtetl y los llevaban a compartir su abundancia. De otras no se volvía a saber, y circulaban leyendas terribles acerca de esclavitudes y humillaciones. Pero, en todo caso, no iba a negarse a salir, con Ganitz o con quien fuera, de Voljovetz. Si la vendía su padre, ya podría venderla cualquiera, pero sería mejor en otra parte, donde hiciera menos frío que allí; porque debía de haber lugares en el mundo en los que hiciera menos frío.

      —¡Dios mío! —gritó Goldwasser—. ¡Pretende que regale a mi hija! ¡A la única hija que me queda!

      —Cien zlotys son mucho dinero —sonrió Ganitz.

      —Ciento cincuenta. He invertido en educarla y mantenerla durante quince años. Eso hace diez zlotys al año.

      —Seguro que ha gastado usted menos. Ciento veinticinco y me caso mañana.

      —No quiero pensarlo. Redactaré el contrato esta noche.

      —Llevo conmigo un contrato escrito. Sólo hay que poner los nombres.

      —¿En qué lengua? ¿En polaco?

      —En yidish.

      —Está bien.

      4

      El viaje hasta Varsovia fue largo. En el carro y en el tren hacía tanto frío como en Voljovetz. Sólo en el tramo que recorrieron en automóvil se sintió Hannah más abrigada. Ganitz no hablaba ni la tocaba. Comieron antes de abordar el tren. Hannah nunca había estado en una fonda, y no sabía leer, de modo que él le dijo lo que había para elegir.

      —¿Puedo comer lo que me apetezca?

      —Y dos, y tres platos, si quieres. Hay que engordarte. Como estás, no le gustarás a nadie.

      —A mi padre le dijiste que te gustaba.

      —Mentí.

      —Me di cuenta. No voy a ser tu mujer, ¿no? Quiero decir…

      —Te he comprado, y te usaré cuando me venga en gana. O te usarán otros, si pagan. Ahora, come y calla.

      —Elige tú. Yo no conozco esta comida.

      —Ni ésta, ni otra. Pero, para comer, no hace falta saber.

      Y eso fue todo. Hannah estaba acostumbrada a que no la quisieran, y a servir a los hombres sin preguntar cómo, por qué ni para qué. Disfrutó de aquella cena como nunca había disfrutado en su vida, y la recordó siempre. No hubo para ella momento más feliz.

      5

      En Varsovia estaba Myriam Frenkel. Ganitz ni siquiera las presentó. Simplemente, cuando abrió la puerta del piso, se encontraron con ella, una rubia escuálida, casi desnuda, apenas si cubierta con un peinador de gasa rosa, y descalza. Fue una recepción triste, sin efusiones, casi sin palabras. Hannah reconoció el miedo en los ojos de Myriam.

      —Preparadme el baño —ordenó él, abandonando su maleta junto a la entrada.

      —Ayúdame —pidió Myriam. Hannah fue tras ella.

      Cubo a cubo, llenaron la tina de agua caliente. La temperatura de la casa era agradable, con la estufa siempre encendida.

      No fue necesario avisar a Ganitz. Cuando todo estaba a punto, entró él, sin cuidarse de cubrir parte alguna de su cuerpo. Era el primer hombre al que Hannah veía así. Sintió asombro y rechazo, no por la carne del varón, que era físicamente hermoso, sino por su ostensible indiferencia ante la mirada de las muchachas. Percibió una íntima asociación entre la falta de pudor y la crueldad helada de la que ya había recibido, si no pruebas terribles, sí abundantes señales.

      La ceremonia del baño fue breve. Mientras se enjabonaba, Ganitz dio instrucciones.

      —Quítate el vestido, tú —dijo.

      Hannah miró a Myriam. No valía la pena negarse. Obedeció.

      —Sigue —mandó Ganitz—. Quítatelo todo.

      Hannah se preguntó si él la tomaría allí, delante de la otra. Pero no, no era por eso que lo hacía.

      —Myriam, recoge esa ropa y llévala a mi dormitorio. Dale algo para que se abrigue. La bata blanca.

      Ganitz se estaba secando cuando Myriam regresó con un peinador blanco, semejante por todo lo demás al que ella misma vestía.

      —Quiero que esta noche me esperéis despiertas las dos —informó entonces el amo.

      Salió sin esperar respuesta.

      Tan pronto como se quedaron solas, Myriam se echó a llorar calladamente: con una mano, tendía la bata a Hannah; con la otra, se cubría los ojos.

      —¿Quién eres? —quiso saber Hannah, cogiendo la prenda, sin ponérsela.

      —Myriam. Esclava, como tú.

      —¿También te ha comprado? ¿También se ha casado contigo?

      —Claro —Myriam mostró los ojos húmedos: ya no lloraba—. Es así como lo hacen. ¿Qué esperabas?

      —No sé… Una sonrisa.

      —¿Una sonrisa? ¿Acaso te ha sonreído tu padre?

      —Sonrió al firmar el contrato —confesó Hannah—. Pero no me sonreía a mí… ¿Quieres decir que él sabía…?

      —Sé que duele —aceptó Myriam, poniendo una mano en el cuello de su compañera—. Pero mi padre sabía. Y el tuyo también. Saben para qué nos llevan. Yo también sabía.

      —Y yo. Pero él…

      —Olvídalo. Olvida todo lo que te haya