en tanto que derechos ciudadanos. Siguiendo el ejemplo de los estudios citados, parte de los capítulos que conforman este libro se han ocupado de analizar cómo se fueron construyendo demandas igualitarias y ciudadanas dentro de las diferentes culturas políticas, y cómo éstas contribuyeron a la construcción de identidades de género. Identidades que no existen ahistóricamente, ni preexisten a sus invocaciones políticas o estratégicas.[22]Y por tanto, identidades conformadas de manera cambiante y discontinua, desde propuestas discursivas, prácticas y formas de acción colectiva muy diversas. Y que, a pesar de su diversidad, muestran en el caso de las mujeres una amplia y no siempre normativa concepción de la política, bien en las estrategias de difusión empleadas, bien en las representaciones y elementos simbólicos presentes en sus discursos, o bien en los espacios de sociabilidad, formales o informales.[23]
Así, una de las vías primordiales para estudiar la formación de las identidades de género consiste precisamente en analizar el papel de las culturas políticas en este proceso, y concretamente, la formación en su seno del pensamiento feminista o antifeminista. Un pensamiento que ha creado en la historia contemporánea «fantasías» identitarias múl tiples –como ha señalado J. Scott– que debemos analizar y explicar, a su vez, históricamente.[24]De esta historicidad de los feminismos/antifeminimos parte también nuestra propuesta: analizar la formación y evolución histórica de múltiples identidades «feministas», que lejos de establecerse como un continuum, nos permiten refl exionar sobre la historicidad del propio feminismo como cultura política en sí misma, con sus propios lenguajes y prácticas discursivas. Una historicidad que debe explicarse, pues habitualmente este proceso queda enmascarado, y la identidad aparece como algo «natural» y estable. En concreto, debe explicarse por qué y cómo, las culturas feministas y antifeministas se fueron conformando en el seno de distintas culturas políticas. Y cómo los cambios en el contexto político y discursivo, así como las políticas de género impulsadas desde el poder y el Estado, afectaron a las identidades de género y a sus prácticas. En resumen, y más allá del binomio dominación/resistencia, hay que analizar los procesos que posibilitan las propuestas y acciones desarrolladas por mujeres y hombres como sujetos, y que a la vez ponen límites a las mismas.[25]
Y para complejizar estas explicaciones, consideramos de utilidad distintas revisiones críticas que han ido reformulando algunos de los paradigmas más clásicos de la historia social, y que han permitido repensarla más allá de lo considerado como perteneciente a sus «territorios» tradicionales, en términos de «significados culturales». Debe tenerse presente que la subjetividad reguladora del proceso de gestación de decisiones individuales se encuentra, asimismo, reglamentada por un complejo sistema de valores y percepciones culturales socialmente edificado. Un sistema que se expresa en cada periodo histórico mediante el revestimiento de una específica formulación «discursiva» y «lingüística». El estudio de los discursos, o si se quiere, del lenguaje y su importancia en la instancia política, se ha convertido para un elenco de relevantes historiadores en el epicentro de la investigación histórica.[26]El lenguaje no hay que entenderlo –según aclaran los partidarios de esta corriente historiográfica– como un medio de comunicación, sino como el entramado sistematizado y secuencial de conceptos, a través de los cuales se organiza significativamente la realidad misma. En consecuencia, todo discurso contiene una determinada concepción de la sociedad o «imaginario social», que opera a través de una secuencia de protocolos conceptuales de percepción de la realidad, o mediante la gestación de patrones normativos que regulan la práctica de los individuos.[27]
La interiorización que de la realidad hace el individuo se torna fundamental, pues, para entender su aproximación o alejamiento con respecto a un movimiento socio-político, a un proyecto de acción o a una violenta reacción contrarrevolucionaria. Quede claro, pues, que partimos de la existencia de una reglada sistematización de creencias y valores compartidos por cada generación de actores, dotada de una poderosa funcionalidad estructurante del imaginario, y de la que se sirven los sujetos particularizados para dar sentido a su propia percepción de la realidad, o para obtener respuestas en la búsqueda de explicaciones personalizadas acerca de «su mundo». Todo ello adquiere así una especial significación, si aceptamos la premisa de que los actores particulares y sociales ejecutan sus propias decisiones –e intervienen conscientemente en medio de un escenario histórico que les es dado– mediatizados por un denso entramado de percepciones culturales, trabajosamente edificadas por el constante flujo experimental de generaciones previas. Esto equivale a decir que las personas en tanto que sujetos históricos actúan sensiblemente imbuidas de un denso entramado de recreaciones mentales altamente idealizadas de la realidad, heredado del pasado, y del que son, al mismo tiempo, sus hacedores y criaturas.[28]
De todo lo indicado debe inferirse que cuantos sujetos, mujeres y hombres, se adhirieron activa y libremente a lo largo del siglo XX, a las distintas culturas políticas –liberales, republicanas, socialistas, anarquistas, conservadoras, católicas, fascistas, dictatoriales, antidemocráticas– lo hicieron sometiéndose, consciente o inconscientemente, a toda una serie de idealizaciones que contenía una fuerte carga simbólica. Asumieron, pues, la supuesta veracidad de todo un conglomerado de razonamientos, prejuicios y postulados «culturalmente» cimentados, que traducía de forma alegórica e idealizada la realidad y el mundo circundantes, y facilitaba la gestación mental de una determinada imagen sublimada y mitificada del pasado y del presente. La adición de todos los trazos «discursivos» y «lingüísticos» que definieron esa «idealizada visión» del momento histórico que les tocó vivir, se configuró en un vigoroso instrumento de movilización política.
Así pues, la construcción cultural colectiva de estas diferentes visiones de la realidad llegó a adquirir un carácter condicionante en la persuasión de muchos hombres y muchas mujeres. Evidentemente, no existe expresión lingüística, discursiva, idealizadora o cultural desligada de la vivencia material y social de los actores sociales e individuales que la configuran y comparten, y mediante la que dan significado a su existencia misma. Pero no es menos cierto que la experimentación social de las conductas únicamente se hace viable y perceptible, alcanzando su forma más depurada y naturalizada, a través de la decodificación de los lenguajes y las culturas interpretativas de la realidad y el mundo que llevan a cabo en todo momento los sujetos, en una permanente justificación de sus propias obras.
Por tanto, a través del estudio de los componentes lingüísticos y culturales, de los discursos interpretativos de la realidad predominantes en cada etapa histórica, es posible, desde la historia, analizar el modo en que los diferentes sujetos –mujeres y hombres– experimentaron figuradamente su propio mundo. En cada momento, en cada contexto histórico, lenguajes y culturas se convierten en los únicos vehículos expresivos y significativos por los que de manera inexcusable discurre la acción de los individuos en toda sociedad históricamente configurada. Porque todo conocimiento existe a partir de unos significados culturales, pero también todo conocimiento existe en un contexto histórico específico, en la cambiante organización social que lo enmarca. Y no hay conocimiento posible que esté estructurado al margen del poder.[29]
En síntesis, son éstas las perspectivas teóricas, metodológicas y temáticas que han guiado nuestras preguntas y nuestros objetivos al reunir las distintas aportaciones recogidas en el presente libro, más allá de esquemas interpretativos reduccionistas –escasamente adecuados y ya superados como señalábamos al principio– relativos bien a la llamada «victimización» de las mujeres, bien a la «lucha feminista» de las mujeres frente a su subordinación. Por tanto, más allá de la clásica y restrictiva dialéctica subordinación-liberación.