intensificación de los sentimientos nacionalistas en el largo exilio subsiguiente a 1939. Unos años antes, al redactar en 1941 su testamento y hacer balance de su vida, aquel temible Lenin español declaraba que no había tenido nunca otra religión «que el ser buen socialista, buen esposo, buen padre y buen español»: «quiero volver a España aunque sea muerto, adonde he nacido y he desarrollado todas mis actividades para hacerla grande moral y materialmente (...). Realmente, hasta que se vive en la emigración forzada, no se comprende bien lo grande y hermosa que es España».[27]
La identidad nacional, política y cultural, siempre estuvo más presente en la realidad de votantes y militantes socialistas que en los programas de los dirigentes y de las organizaciones. Pero la Guerra Civil alimentó y estimuló extraordinariamente el discurso nacionalista entre todos los actores de la contienda, incluidas las fuerzas del Frente Popular y las organizaciones socialistas, necesitadas de construir un discurso fuertemente movilizador. Los estudios más recientes subrayan cómo ambos bandos compartían una fe similar en la existencia de un ente colectivo, España, de antecedentes milenarios. Los dos estados contendientes, así como sus ejércitos, merecían sobradamente el calificativo de nacional. «Los españoles, eran, para ambos, un pueblo de existencia immemorial cuyo rasgo más notable era haber luchado una y otra vez a lo largo de la historia para afirmar su identidad e independencia contra diversos y constantes intentos de dominación extranjera», un relato y un mitologema compartidos por todos y reforzados por la necesidad adoctrinadora y movilizadora de los contendientes.[28]
El editorial del primer número del ABC madrileño y republicano de 26 de Julio de 1936 titulaba y calificaba el conflicto desatado por la insurrección de «Segunda Guerra de la Independencia». El discurso nacionalista republicano se acentuó manifiestamente a lo largo de la guerra, sobre todo en los momentos en los que la situación militar de la República se hacía más angustiosa. Los verdaderos españoles eran los defensores de la legalidad republicana, que se enfrentaban a extranjeros, antinacionales y traidores a la patria. Incluso en ámbitos catalanes se luchaba «por la independencia de España, por la República y por Cataluña», lema habitual en la propaganda del PSUC.
Hasta los anarquistas cayeron en la tentación de presentarse como la parte más pura y gloriosa de la tradición ibérica, un potente movimiento revolucionario netamente español, netamente ibérico, para diferenciarse también de los comunistas prosoviéticos o de los liberales francobritánicos; utilizaron también la retórica sobre la Guerra de la Independencia y decían de sí mismos que no eran nacionalistas pero se reconocían como «antifascistas dispuestos a reconquistar la España Nueva» (Federica Montseny).
Las guerras, como había sucedido en Europa veinte años antes y pronto se iba a repetir, operaban como situaciones que simplificaban brutalmente las complejidades identitarias reduciéndolas a formas elementales y comunes. El discurso nacionalista es simplificador por definición y resultó adecuado para la persuasión, la movilización y la propaganda. En este sentido se desplegó una fuerte veta nacionalista en la propaganda republicana, socialista, obrera, también comunista, durante la Guerra Civil, aunque el discurso movilizador nacionalista iba acompañado de la insistencia en otros valores o símbolos, los de progreso, libertad, democracia, igualdad, revolución, etc., compartidos por las izquierdas republicanas y profusamente utilizados por los gobiernos y las organizaciones socialistas.
Durante la Guerra Civil ambos bandos recurrieron «a la retórica y al discurso nacionalista como vehículo de movilización, y como una estrategia racional, no sólo para agrupar y cohesionar a sus seguidores alrededor de principios comunes con alta carga emocional, sino también para enmascarar sus contradicciones y divisiones políticas y sociales internas» (Núñez Seixas). La apelación al patriotismo como argumento movilizador y legitimador también tenía que ver con la incorporación a filas de soldados procedentes de levas obligatorias con un adoctrinamiento político precario, cuando no inexistente, y a quienes, como hoy a los norteamericanos en Irak, lo más cómodo era explicarles que luchaban por la patria y por la nación. No hay que olvidar que en la zona republicana, en la que se intensificaba el discurso patriótico de alto contenido emocional dirigido a reclutas ajenos, en su mayoría, a cualquier formación o encuadramiento sindical o político, los gobiernos de guerra estaban dirigidos por el Partido Socialista. El presidente Negrín reforzó, por convicción y por estrategia, el mensaje nacionalista y patriótico, hasta el extremo, como testimonia Zugazagoitia, de afirmar que «no estoy haciendo la Guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino. De ninguna manera. Estoy haciendo la Guerra por España y para España. Por su grandeza y para su grandeza...». La Guerra tuvo un efecto (re)nacionalizador indudable en el conjunto de la sociedad.[29]
Esta insistencia propagandística en el tema patriótico revela un grado de nacionalización popular superior al que han creído detectar algunos historiadores. Los dirigentes consideraban que el discurso nacionalista y la retórica patriótica eran adecuados a las circunstancias. Quizá los franquistas se supieron aprovechar todavía mejor del fervor nacionalista propio de la Europa de la época, pero también fue la oportunidad para que la izquierda obrera y socialista completara su proceso nacionalizador. Lo mismo habían hecho los partidos socialistas europeos de los países beligerantes durante la Primera Guerra Mundial. La diferencia era que el icono de alteridad, entre nosotros, era un connacional, cuando no un conocido, vecino o pariente.
Como es sabido, son los historiadores los que mejor han acertado siempre a codificar y difundir los códigos nacionalistas vigentes a partir de una reconstrucción del pasado imaginario de las naciones, de modo que un historiador socialista español de los años treinta o cuarenta puede constituir una buena vía de aproximación a esa «nación de los socialistas» difundida y compartida en la cultura de las organizaciones socialistas y sus áreas de influencia. Ese historiador se llama Antonio Ramos Oliveira (1907-1975), militante socialista y ugetista, escritor, joven periodista corresponsal de El Socialista en el Berlín de los últimos días de Weimar, quien, a finales de los años cuarenta trabajaba en la preparación de su conocida Historia de España, tres volúmenes publicados en México en 1952, de los cuales el tercero se ocupa de la España contemporánea.[30]
Su consulta nos proporciona la primera sorpresa al comprobar que el primer epígrafe de la introducción al conjunto de la obra lleva precisamente el rótulo de «Nación e historia», en cuyo contenido subyace una concepción esencialista de España y de su historia: «en España inician cartagineses y romanos la segunda Guerra Púnica (...). Sobre España descarga el islam toda la energía de su expansión...», hasta tal punto de que, «en rigor, la Historia de España no la han hecho los españoles más que en una mínima parte»..., una visión en cuyo trasfondo estaba la experiencia de la internacionalización de la Guerra Civil y el traspaso de las responsabilidades de la derrota, por acción o por omisión, a las potencias europeas; «el rumbo peculiar que la ocupación musulmana impuso a España la quebrantó y descompuso como nación, e hizo imposible para lo futuro, quizá para siempre, la reaparición de una nación regularmente constituida», prosigue, respirando por la herida de la derrota y del pesimismo del exilio. En el contexto de los primeros años cuarenta, preparando y escribiendo su Historia de España, Ramos Oliveira sostenía que al general Franco lo habían elevado al poder las potencias extranjeras, como en 1823 auparon a Fernando VII, cuando toca reforzar la condena y el aislamiento del régimen en la primera posguerra europea. Según el historiador y militante socialista lo que mejor podía haber fundido la identidad nacional y la identidad socialista hubiera sido esa revolución española que nunca llegó a comparecer en el pasado: «al pueblo español se le ha negado el derecho a la revolución, es decir, el derecho a cambiar la clase directora».
El nacionalismo historiográfico de Ramos Oliveira recogía la tradición liberal y republicana y no se diferenciaba sustancialmente del que reflejaban, por esta misma época, Claudio Sánchez Albornoz o Menéndez Pidal. Si acaso era más comprensivo hacia el reconocimiento de identidades territoriales en los estatutos de autonomía aprobados por la II República,