título de ejemplo, podemos observar la larga trayectoria de estas ideas acercándonos a la obra de dos republicanos que escribieron sobre su concepción de España en el primer tercio del siglo XX: Luis Morote y Marcelino Domingo. La visión de la historia de España que ofrecía Luis Morote en La moral de la derrota, obra publicada en 1900, respondía claramente a los presupuestos que el discurso nacional de tradición liberal había construido a lo largo del siglo XIX.[12] Defendía soluciones democráticas y autonomistas a nivel local o regional, e incidía en presupuestos del liberalismo decimonónico partidarios de que una vida local fuerte contribuiría a asentar la nación sobre bases sólidas. Con todo, su obra transmitía una imagen esencialista de la nación española. Buscaba el origen del problema nacional en el carácter nacional de los españoles y retrocedía en su busca hasta los tiempos de los celtíberos y de los romanos. Situaba el origen de la nación española en los Reyes Católicos, aunque juzgaba de forma crítica el hecho de que la unidad nacional se hubiera fundado en la unidad religiosa, por las consecuencias negativas que ello implicó con la instauración de la Inquisición. Como muchos liberales y republicanos, localizaba el comienzo de la decadencia de España a partir del momento en el que ésta se había identificado con la «resistencia al progreso de la Edad Moderna», es decir, cuando se llevó a sus últimas consecuencias esa identificación entre unidad nacional y unidad religiosa al instaurar la Inquisición. De igual forma, el periodo de los Habsburgo merecía un juicio negativo para Morote por su fanatismo religioso y por haber acabado con las libertades de los distintos pueblos de España.
Con marcado carácter regeneracionista, se interrogaba también por España Marcelino Domingo en 1925. Ese año publicó su obra ¿Qué es España? y, en 1930, ¿A dónde va España? Partía de los problemas que tenía el país (Marruecos, el caciquismo, la corrupción electoral, la falta de instrucción, el problema clerical, etc.) para definir lo que significaba España. A su juicio, el Estado, incapaz e inmoral, era la causa directa del retraso de la Nación. La no vertebración del Estado y la Nación había provocado la decadencia del país, y retrotraía el inicio de esa situación al papel de las monarquías extranjeras y expoliadoras que había sufrido España al menos desde Carlos V. Igualmente, la unidad que los monarcas habían querido imponer había producido una notable decadencia, al tratar de extirpar las diversas personalidades y libertades peninsulares tan arraigadas. En su idea de España, se identificaba la causa republicana con la causa nacional, lo que le llevaba a ver en el triunfo de la República el requisito indispensable para la existencia de la Nación.[13]
Era un discurso que remitía a la reiterada esperanza republicana en un futuro no demasiado lejano en el que las libertades serían finalmente recobradas. En las primeras décadas del siglo XX, los republicanos desarrollaron un discurso regeneracionista que hacía hincapié tanto en los males de la patria como en la necesidad y en la esperanza de establecer la República como única forma de acabar con ellos. Su discurso se movía entre el optimismo de que dicho día estaba próximo y la desesperanza por ver que el pueblo no terminaba de despertar y de movilizarse en pos de ese objetivo. Rasgos, pues, típicamente regeneracionistas que a principios de siglo se vieron respaldados por el éxito de los planteamientos sobre las razas y pueblos decadentes y moribundos, entre los que invariablemente quedaba España.[14] Y se esgrimían distintos argumentos para explicar tal situación: la creciente emigración que sufría, a pesar de la inmensa riqueza de la patria −se remarcaba−; el despilfarro de dinero que suponía el presupuesto destinado al culto y clero; la labor de la Monarquía, perjudicial para la patria por el caciquismo y el clericalismo imperantes; el fanatismo religioso, que favorecía la ignorancia y la sumisión del pueblo a los dictados de los gobernantes, etc. Las quejas por la desidia del pueblo, por su atonía, persistieron en el tiempo y siguieron formulándose en los años de la dictadura de Primo de Rivera, como reflejaban los lamentos de Marcelino Domingo por la «frivolidad», la «indiferencia», el «encogimiento de hombros», que caracterizaban a su juicio la realidad española del momento.[15]
Frente a esa atonía, cualquier acontecimiento que pusiera de manifiesto la existencia de una movilización republicana servía para exclamar que todavía quedaba patria: una patria joven cuyas características se definían por oposición a la vieja, una patria que laboraba, estudiaba, se rebelaba contra el estado de cosas existente...[16] Una patria joven que se identificaba con la República. En este sentido, los republicanos gustaban de reiterar que la República, a pesar de haberse enfrentado a múltiples dificultades y a varias guerras, había sabido conservar la integridad territorial, a diferencia de lo ocurrido desde la restauración de la Monarquía. Los republicanos se presentaban, pues, como los verdaderos patriotas: sólo ellos podían salvar España, y la República era la única que podía garantizar la integridad de la patria.
A pesar de sus divergencias, los republicanos aspiraban a construir una España fuerte, moderna y laica. Los llamamientos interclasistas del republicanismo incluían una retórica del patriotismo, del nacionalismo, que apelaba a la nación, al pueblo depositario de justicia social, para movilizarlo contra la oligarquía.[17]Y entre la oligarquía, ocupaba un lugar destacado la jerarquía eclesiástica, la Iglesia. Ya en las últimas décadas del siglo XIX, los sectores republicanos progresistas esgrimían argumentos anticlericales cuando hablaban de la necesidad de superar los males de la patria y de regenerarla. La Iglesia católica y el cura ya aparecían en la literatura republicana decimonónica como símbolos de una reacción que encarnaba todos los vicios, entre los que destacaba especialmente el abandono de sus deberes para con la familia y la patria.[18]Pero fue con la crisis que siguió a la derrota del 98 cuando el anticlericalismo se intensificó al hilo de las acusaciones que identificaban a la Iglesia, en general, y a las órdenes religiosas, en particular, como las causantes de la decadencia de
España. Desde entonces esos argumentos pasaron a formar parte significativa de la visión que muchos sectores partidarios de la República tenían de España, remachados por las comparaciones que establecían con la imagen idealizada de una Francia republicana y laica, libre de injerencias y sumisiones vaticanas. Las apelaciones de los republicanos a la conciencia nacional estuvieron plagadas de referencias anticlericales al lastre que representaba la Iglesia para el resurgir de España como nación.[19]Todos los republicanos responsabilizaban a la Monarquía de la injerencia clerical en la vida del país porque, en su opinión, aquélla no mostraba fortaleza ante el clericalismo, toleraba sus acciones e incluso lo defendía con la fuerza pública. Como prueba palpable solían aducir casos en los que clérigos acusados de algún abuso escapaban a la ley o se evitaba su comparecencia ante la autoridad judicial, lo que a juicio del republicanismo representaba un atentado a la soberanía de la Nación. En una República fuerte no se atreverían a despreciar las leyes, aseguraban los republicanos. De hecho, la intensificación de ese componente anticlerical fue la peculiaridad que caracterizó al nacionalismo español de signo republicano en esos años de comienzos del siglo XX y lo que reflejó más claramente las diferencias que lo separaban de otras posiciones nacionalistas españolas de tradición liberal.
El anticlericalismo aparecía vinculado en ese discurso a la modernidad y la europeización, en un debate que el conflicto clericalismo/anticlericalismo situó entre la tradición y la modernidad: entre el respeto a la tradición católica, española, y la defensa de valores como la libertad, la tolerancia y la apertura a Europa. Era un debate que afectaba a la concepción que cada contendiente tenía de la nación. En el ideal republicano, la modernización de la sociedad, la unidad nacional y el prestigio internacional aparecían ligados a la afirmación de una moral cívica y laica, que tenía como enemigo definido a la Iglesia. Como ha señalado Ferran Archilés, el anticlericalismo constituía así un elemento central del discurso nacionalista republicano. Resultaba además muy útil por