más emblemáticas del calendario republicano: el 11 de febrero de 1873, cuando las Cortes españolas proclamaron la I República; el 14 de julio de 1789, toma de la Bastilla; el 29 de septiembre de 1868, fecha de la Gloriosa; el 3 y 4 de enero de 1874, o el 11 de enero en el caso catalán, en recuerdo de la resistencia de grupos republicanos al golpe del general Pavía, etc. Otras tenían un carácter eminentemente local, como la del 6 de agosto en Gijón, fecha en la que conmemoraban el retorno de Jovellanos a la localidad que le vio nacer; la del 11 de diciembre en Málaga, aniversario del fusilamiento de Torrijos, o la del 1 de enero de 1869, celebrada por los republicanos malagueños desde finales del siglo XIX en honor de los muertos en esa fecha por oponerse al desarme de la milicia. Con la celebración de estas fechas reivindicaban la historia del republicanismo, la versión republicana de la misma, y mantenían viva la esperanza en la conquista de sus ideales. Trataban asimismo de configurar y difundir un referente identitario propio, alternativo al imaginario nacional español que se estaba imponiendo desde el poder establecido, que resaltaba por encima de todo la lucha por la libertad y el inevitable avance del pueblo español en pos de su consecución frente al oscurantismo y el clericalismo.[42]
Las celebraciones de esas fechas podían presentar sus peculiaridades locales, tener altibajos en su seguimiento y estar sujetas a las limitaciones y prohibiciones que estableciera la autoridad competente, pero sus ritos y símbolos estaban definidos y eran claramente reconocibles. Ya tuvieran lugar en los casinos y locales de los partidos republicanos, en teatros, en ámbitos más reducidos apropiados para banquetes o en calles y espacios abiertos, todas conllevaban actos diversos, decoración de espacios, despliegue de banderas y estandartes, presencia de música –desde los himnos con significación política a la música popular–, discursos, procesiones cívicas o giras campestres, representación de obras de teatro o lectura de poemas. Predominaba en estas obras el contenido bien histórico-épico, bien social costumbrista, y en ellas se colaba la visión que de España o de sus gentes asumía el republicanismo. De igual forma, la habitual interpretación de piezas conocidas de zarzuelas y de música popular o folclórica contribuía a difundir un repertorio musical propio de la cultura española nacionalizada que se asumía desde el republicanismo.
La prensa amplificaba el eco de las conmemoraciones: les imprimía significado mediante artículos de contenido histórico que enaltecían los hechos o a los héroes festejados, hablaba de los preparativos, animaba a la participación en los días previos y resumía los actos organizados, sin olvidar detallar los emblemas enarbolados, las melodías interpretadas y las palabras más aplaudidas de los oradores. Éste era el tono del editorial de El Popular de Málaga con motivo de la celebración del aniversario del fusilamiento de Torrijos en 1904:
Por eso hoy, a pesar del vergonzoso decaimiento del ánimo nacional en el que nos hallamos, esos recuerdos avivan el espíritu y conmueven el corazón; por eso elevamos nuestra alma con la memoria de aquellos mártires heroicos y exhortamos a los buenos patriotas, a los que sienten vivo el fuego del amor a la libertad y al progreso de España, que recuerden siempre e imiten, cuando sea necesario, los altos, nobles y generosos ejemplos que nos legaron esos mártires, si queremos ser dignos descendientes de ellos.[43]
Con el auge de la movilización política en la primera década del siglo XX, los republicanos, especialmente los radicales, trataron de imprimir a estas celebraciones un carácter más multitudinario. Pretendían que los actos festivos tuvieran mayor repercusión política en el ámbito público y, sobre todo, difundir la identidad republicana y fomentar la movilización política en todos los que se sumaran a las celebraciones. Aumentó, por ejemplo, el número de procesiones cívicas, meriendas democráticas y giras campestres, sobre todo en los años en los que la batalla política local y/o nacional era más intensa.[44] Aunque esa movilización se desarrollara en el ámbito local, donde los republicanos tenían influencia, ya que no podían acceder al poder estatal, la referencia última de sus aspiraciones políticas era la nación. Esto resultaba especialmente evidente en los actos que se organizaban dentro de campañas desarrolladas a nivel nacional en protesta por o en defensa de determinadas actuaciones gubernamentales, como por ejemplo los actos organizados, alguno de ellos en forma de romería cívica, en 1910 en apoyo de la política anticlerical de Canalejas.[45]
La ocupación de la calle con motivo del entierro de republicanos relevantes cumplía también esas funciones, y si el finado era una gran personaje de la vida nacional, el evento reunía los requisitos para ensalzar los consabidos vínculos entre el mundo local que encarnaba el difunto y su significado a nivel nacional. La muerte de Costa, por ejemplo, constituyó un buen motivo para ensalzar la nación a través de su figura. «Patriota», «ingenio español», «patriota aragonés», «preclaro hijo de Aragón y de la nación», «infinitamente español y aragonés», había muerto pero iba a vivir −aseguraban distintos artículos de La Correspondencia de Aragón− «unido al resurgimiento de España». El lecho de muerte de Costa representaba la «nueva Covadonga» desde donde los republicanos debían conquistar «la España nueva» propagando sus enseñanzas, levantando escuelas para formar a «ciudadanos constructores de una nacionalidad redimida por la libertad, por el trabajo y por la ciencia».[46] Los republicanos se sumaron a las demandas de otras instituciones de Zaragoza para conseguir que Costa fuera enterrado en la ciudad y no en Madrid. Consideraban un desdoro para Aragón el que sus restos pudieran ir a otro lugar, ya que −decían− era la cuna de sus actos más resonantes y Costa quería que de ella «resurgiera el león español». Estando sus restos en Zaragoza, la ciudad se convertiría en la
«Meca de España»: de ella saldría el impulso regenerador de la patria y a ella vendrían los españoles a estudiar su obra y a obtener fuerzas para llevar a cabo la salvación de la patria. Participaron también intensamente en la propuesta de ideas para perpetuar su memoria. De las lanzadas en la prensa republicana, dos tenían una especial relevancia en clave identitaria. Una planteaba colocar una escultura en el lugar donde se unían la calle Costa con el paseo Independencia, con lo que desde allí la vista abarcaría los dos monumentos más simbólicos, éste y el del Justicia de Aragón, en honor de ambos personajes históricos, «tributo eterno de la raza aragonesa a sus instituciones y a sus glorias». La otra sugería levantar una colosal cabeza de Costa, de 50 metros, en el Moncayo, de forma que fuera visible desde las tierras que se dominan desde dicho monte, Castilla, Navarra, La Rioja y Aragón.[47]
Tanto estas propuestas como la movilización ciudadana por conseguir que los restos de Costa reposaran en Zaragoza, o el sepelio, activaron entre los republicanos la simbiosis, característica de su cultura política, entre la identidad local y/o regional y la nacional española, así como los llamamientos a aplicar la misma energía que se había desplegado para conseguir que Costa reposara en Zaragoza a la tarea de derribar la Monarquía e instaurar la República. Ésa sería la mejor manera de honrar su memoria, se aseguraba. No faltó tampoco la rivalidad entre distintas culturas políticas por el significado de Costa y el carácter de su entierro. Al igual que los republicanos, todos los sectores sociopolíticos de la vida zaragozana intentaron erigirse en depositarios de la memoria de Costa, lo que se manifestó en especial en la pugna periodística entre los segmentos católicos y los republicanos por el carácter, civil o religioso, que correspondía al enterramiento. La rivalidad se volvería a reproducir un año después con ocasión de la colocación de la primera piedra del mausoleo dedicado a Costa en el cementerio de Zaragoza.[48]
Actos de este tipo –aunque el anterior no fuera exclusivamente republicano– permitían a los republicanos ocupar la calle, desplegar sus emblemas y, con ello, afirmar la presencia pública republicana y reivindicar la República. Servían a esto mismo también las concentraciones y/o manifestaciones que realizaban al recibir a los líderes republicanos más caracterizados que venían de otras capitales para